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Consuelo ante la sombra del verdugo

Consuelo ante la sombra del verdugo

Hasta donde le dejaron, Boecio tuvo una vida feliz. Su familia pertenecía a la nobleza. Al perder a su padre fue cuidado “por los más egregios hombres”, y con ello ingresó “en la familia de los miembros más notables de la ciudad, lo cual constituye un privilegio mayor que el parentesco”. Uno de esos notables fue Quinto Aurelio Símaco, un hombre esmerado y culto, del que conocemos cerca de mil cartas, perteneciente al ordo senatorius —y no, probablemente, a las familias arribistas de la aristocracia ecuestre—, excelente orador y heredero de una inmensa fortuna. Boecio viajó a Atenas y Alejandría, donde estudió filosofía y retórica y adoptó las maneras y los gustos (él, que era hijo de una familia de cristianos proveniente de los tiempos de Constantino) de quien sería el último de los helenos. Se enamoró de la hija de Símaco, con la que había convivido desde que eran niños. Influyeron sobre él los filósofos neoplatónicos, las conversaciones con su suegro, paseando los dos hombro con hombro por campos que todavía recordaban a Virgilio, y dedicó su tiempo a la composición de estudios matemáticos, al arte de la armonía en la música y la geometría, y tradujo al latín a Aristóteles y Platón. Era un hombre (seguramente un buen hombre) enamorado de su esposa, “tan recatada”, que llegó a amasar un enorme poder, y que despertaría algo más que envidias y recelos cuando sus hijos alcanzaron el consulado. En Consuelo de la filosofía menciona la felicidad que sintió al verlos escoltados desde su casa “por multitud de patricios y aclamados por la plebe para ser nombrados cónsules a un tiempo”.

"Pesaron sobre él tres acusaciones criminales: crimen maiestatis, crimen perduellionis, crimen sacrilegii; en otras palabras, corrupción, insurrección y magia negra"

Su caída en desgracia la relata el mismo Boecio en el Consuelo: “Cuando en Verona el rey, deseoso de aplicar a todos el delito de lesa majestad, pretendió extender al Senado la acusación de alta traición contra Albino, yo defendí la inocencia de los senadores sin preocuparme por mi suerte”. Boecio creía en el Senado y en la honorabilidad de quienes formaban parte de él. Su propia honradez le llevó a efectuar aquel cálculo absolutamente errado, pero no por la falta de los hombres que lo constituían dejó Boecio de creer en la institución (a la que, a fin de cuentas, debía en parte su fortuna): “Si me hubieran acusado de querer incendiar los templos, de querer cometer el sacrilegio de degollar a los sacerdotes o de maquinar la perdición de la gente honrada, sólo se me habría condenado tras mi confesión o bien tras dictarse sentencia y declarárseme culpable. No obstante, por el delito de haber defendido con sospechoso celo al Senado, yo he sido condenado a muerte y a la confiscación de mis bienes a quinientas millas del tribunal, donde estoy mudo e indefenso. ¡Ah, senadores, cuánto os enaltece que a ninguno se os pueda probar el mismo delito que a mí! Los mismos denunciantes, al darse cuenta de que la acusación me honraba, trataron de ensombrecerla inventando alguna maldad”.

La maldad a la que Boecio se refiere es una denuncia anónima que le acusaba de hacer uso de la magia negra, un cargo peligroso que en el año 510 había llevado a la ejecución a dos senadores. Vivía bajo el gobierno de Teodorico, que era arriano, mientras que él no había abandonado su fe católica. Su papel como intermediario entre godos y latinos lo colocó en la mejor situación posible para encontrar y reforzar los lazos de unión entre ambas facciones, pero también en un lugar comprometido si los latinos bien posicionados, muchos de ellos amigos suyos, insinuaban alguna insurrección. Eso fue exactamente lo que sucedió. Y Boecio, que decidió no intervenir —unas cartas interceptadas en el año 523, que implicaban al senador Albino en un posible levantamiento, le parecieron de poca monta—, se buscó su propia ruina al defender a los senadores implicados en lo que al parecer no llegó a ser ni la amenaza de una insurrección. Fue una inteligente jugada por parte del secretario privado de Teodorico, Cipriano, que sentía una animadversión no sólo política sino también personal hacia Boecio. Es posible que a Cipriano no le importase ver que Albino y el resto de senadores acusados salían libres de todos sus cargos tras la osada declaración de Símaco y Boecio, ambos muy persuasivos oradores. El objeto de su denuncia, al fin y al cabo, era otro, y logró su propósito seguramente valiéndose de las pruebas que el mismo Boecio había aportado en defensa de Albino, unas cartas dirigidas a varios amigos suyos y al emperador de Oriente en defensa de la libertad de Italia y despreciando a los godos. Pesaron sobre él tres acusaciones criminales: crimen maiestatis, crimen perduellionis, crimen sacrilegii; en otras palabras, corrupción, insurrección y magia negra. No parece ser que la afición de Boecio por los horóscopos fuera el motivo de esta última acusación, sino más bien que también los senadores pudieran ser ejecutados por hacer uso de las artes oscuras.

"La idea de una Filosofía encarnada en mujer, que se aparece al encarcelado y trata de consolarlo dialogando con él, pudo haber tenido una influencia en Dante, que admiraba el tranquilo consuelo de Boecio"

Boecio murió, decapitado, en el año 524, tras un año de cárcel y torturas (y haberse visto sometido a la peor tortura de todas: la pérdida de su querida biblioteca). Símaco, también ejecutado, murió dos años después. Fue durante su cautiverio que escribió Consuelo de la filosofía, una obra encantadora —y más aún sabiendo que su autor aguardaba cada día el golpe de la espada en el cuello— en la que Boecio se enfrenta a su final recorriendo de memoria a sus maestros en el arte del pensamiento iluminado: Platón, Aristóteles, los filósofos neoplatónicos, también el epicureísmo y el estoicismo, aunque en general rechazaba las ideas decadentes de unos (por usar un término relativamente moderno, pero que hubiera sido muy bien entendido por Boecio) y el concepto de predestinación de los otros. Y aunque el libro habla de la virtud en un sentido menos griego que cristiano, es curioso que apele a una gracia pagana más que a una teología cristiana. ¿Perdió Boecio la fe de sus mayores a lo largo de una vida en el estudio filosófico, y como testigo de la corrupción? ¿Fue siempre —como él, después de todo, se quiso— el último de los helenos?

La idea de una Filosofía encarnada en mujer, que se aparece al encarcelado y trata de consolarlo dialogando con él, pudo haber tenido una influencia en Dante, que admiraba el tranquilo consuelo de Boecio. La tuvo, sin duda, en algunos pasajes: ese diabólico, por tan cierto, “cuando te acosa la desgracia lo más triste es haber sido feliz”, resuena en el lamento de Paolo en el infierno: “no hay mayor dolor que recordar el tiempo feliz en la miseria”.

El final del libro segundo, que culmina en el “amor que rige los cielos”, ya nos está anunciando a Beatriz (que es la Filosofía de Boecio). Y, ya lejos —aunque no tan lejos— de Dante, ¿no hay un eco de Jorge Manrique (el ubi sunt de la literatura clásica) en ese “qué ha quedado de los huesos del fiel Fabricio, qué ha sido de Bruto o del severo Catón”? No podemos estar seguros de que cuanto quede sea un consuelo, pero tampoco que lo sea recordarlo. Borges extraía de esta certeza patética la intuición de que todo lo que de veras fue nunca se pierde, y que la intensidad es ya una forma de eternidad. (Después advertía al lector: “Ya eres el poseedor de tu ignorancia. La mía no te hace falta”. La mía, lector, menos aún).

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Autor: Boecio. Traductor: Eduardo Gil Vera. Título: Consuelo de la filosofía. Editorial: Acantilado. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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