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Corazones hambrientos, de Anzia Yezierska

Corazones hambrientos, de Anzia Yezierska

La primera edición en español de Corazones hambrientos aparece como un destello tardío de justicia literaria, rescatando del olvido a Anzia Yezierska, una autora genial que, como Lucia Berlin, convirtió su propia precariedad en una forma de arte descarnado y luminoso. Corazones hambrientos (Hungry hearts, 1920), su primer libro, es una colección de relatos interconectados que retrata la vida de los inmigrantes judíos en los barrios bajos de Nueva York. Constituye un testimonio brutal y humano del desencanto en el que el «sueño americano» aparece como un espejismo cruel frente a la explotación laboral, la desigualdad, el racismo y la deshumanización.

A continuación, reproducimos el prólogo de Claudia Kerik a esta obra.

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Prólogo

Anzia Yezierska: la vida doméstica de una hija del gueto

Corazones hambrientos de Anzia Yezierska es, a primera vista, un libro compuesto por diez relatos sobre la vida de una inmigrante judía, su autora, quien, proveniente de la parte rusa de Polonia a fines del siglo xix, consigue, a través de distintos roles femeninos personificados por un puñado de mujeres-protagonistas, hacernos participar de las vivencias que una joven recién llegada a América tuvo que vivir, en un ambiente de extrema pobreza y desafío emocional, así como de lucha por la reivindicación cultural de sus raíces. El hecho de que estas historias de mujeres recién llegadas provengan de la pluma de una inmigrante judía es relevante, pues la ubica en el contexto de una experiencia concreta de adaptación que tuvo sus tintes épicos: el desplazamiento de millones de judíos en masa, que entre los últimos veinte años del siglo xix y los primeros del xx arribaron a la isla de Ellis, en la ciudad de Nueva York, huyendo de la persecución antisemita que arrasaba por medio de pogromos con la supervivencia de todo un pueblo en Europa.

Este período, considerado por los historiadores como un «nuevo éxodo», arrastró a dos y medio millones de judíos desde Europa del Este hasta América, y tuvo como su primer hogar para la ubicación de las hordas de recién llegados una zona particular de la ciudad neoyorquina denominada «Lower East Side». Esta demarcación urbana, que albergó a miles de familias de desplazados, adquiriría muy pronto un sello particular como gueto multicultural, gueto judío, como «ciudad interior», y como espacio de re-significación de la identidad judía —ahora libre— en América. Pero cabe aclarar que no se trataba de un gueto que provenía de la noción de un confinamiento obligado por la segregación impuesta, esa vivencia de aislamiento en el espacio que marcó al judío europeo durante siglos hasta convertirse, como lo explicara Richard Sennet, «en parte del problema de definir qué significaba ser judío», sino que esta vez se trataba de un gueto como el que describió el escritor Israel Zangwill al hablar del East End de Londres, uno en el que «no existen las puertas de entrada [ni] las vestimentas impuestas del antiguo Gueto de la Ciudad Eterna [y] sin embargo, no faltan señales para reconocerlo y para reconocer también a los que en él habitan», pues «gentes que han vivido en un gueto por un par de siglos no son capaces de salir de él simplemente porque se hayan demolido los muros que lo limitasen [y] cuando emigran llevan consigo tales muros a través de los mares, a tierras donde no los ha habido nunca».

"Toda una estirpe de literatos que reflexionaron agudamente sobre su propia condición surgió de ese caldo de cultivo"

El Lower East Side neoyorquino, con su desmedida concentración de familias judías desprovistas de todo sustento, no tardaría en convertirse, debido al hacinamiento y las condiciones paupérrimas de los inmigrados, en una zona de lucha voraz por la supervivencia, pero también en un sitio de gran potencia cultural donde se redefinirían las señas de identidad del judío moderno, en una constante tensión con el marco religioso abandonado en Europa. Mucha, sino toda la mejor literatura norteamericana judía, desde Charles Resnikoff hasta Paul Auster, o desde Anzia Yezierska hasta Cynthia Ozick, nació de la experiencia de una infancia transcurrida en vecindarios judíos neoyorquinos, siendo el Lower East Side el sitio fundacional del judaísmo norteamericano fuertemente ligado a la urbe. Toda una estirpe de literatos que reflexionaron agudamente sobre su propia condición surgió de ese caldo de cultivo que fue la experiencia desgarradora de los primeros habitantes de ese magma urbano, los hijos de ese barrio mítico que Jerome Charyn denominaría con acierto una «Calcuta judía», tras la cual «[los escritores llevamos] en nuestro interior una herida cultural de demencia que se adentra continuamente en nuestros sueños». Parte de esa herida cultural estuvo relacionada con el tránsito de una experiencia de aislamiento y persecución religiosa en el Viejo Mundo, a la vivencia de una supuesta libertad social en una tierra promisoria de la que se desconocían la lengua y las costumbres, y donde la marca del origen judío nunca se borraría. La separación de la lengua materna —por ejemplo, la mamaloshn, el yídish, esa la lengua acuñada por los judíos ashkenazim que hablaban la mayoría de los desplazados— fue un proceso al que opusieron una natural resistencia a su llegada al nuevo hogar que les esperaba en América.

Puesto de venta de calabacines, Lower East Side, Nueva Yorkk, 1920

Se trataba de una lengua que suena a alemán pero que está escrita con el alfabeto hebreo, de la que había nacido toda una cultura —la suya, denominada «ashkenazí»— y todo un sentido del humor codificado en sus refranes, un teatro (por el que Franz Kafka sintió devoción) y, en suma, un medio de mantenerse indefectiblemente unidos con el pasado. Los primeros escritores del Lower East Side retrataron las experiencias de supervivencia en ese barrio, mezclando el inglés con el yídish, o mostrando las dificultades que se les presentaron a los recién llegados para conseguir idealmente ser vistos alguna vez como amerikaners. Muchos de los desafíos fueron primeramente lingüísticos, y Anzia Yezierska hace hablar a sus figuras femeninas en yídish y en inglés, simultáneamente, para mostrarnos esa doble realidad que le tocó padecer a ella misma al no pertenecer a una generación de escritores nacidos en América, sino a los que arribaron al país dispuestos a perder su lengua. Pese a la imagen idealizada que, en última instancia, se nos ha transmitido culturalmente sobre el desembarco en la isla de Ellis como puerta de entrada a una tierra de libertad, donde una estatua colosal —que lleva grabados los versos de una poeta judía, Emma Lazarus— se erige como «madre de los exiliados» ante el transterrado en el momento en el que baja, extendiendo desde lo alto sus brazos, la vivencia de la llegada a América no parece haber sido la de una bienvenida ideal al Nuevo Mundo.

"Yezierska nos ofrece a través de sus relatos redirigir nuestra atención más allá de la lucha por la supervivencia cotidiana de madres e hijas, jóvenes y adultas"

Este choque con la realidad es el que retratan los relatos de Yezierska, quien pone a sus personajes femeninos en situaciones que revelan las dificultades para aceptar su condición de migrantes, de extranjeras, de pobres, trabajando como empleadas temporales en lavanderías y fábricas textiles donde serán explotadas, expuestas, además, a ser rechazadas en su misma comunidad por no tener dote, es decir, dinero, y, por lo tanto, estar condenadas a la soltería o relegadas a tener que someterse a algún familiar que fuera el responsable de haberlas mandado traer desde Europa, y al que, en consecuencia, habría que tolerarle todo su maltrato a cambio de haberles pagado el pasaje que las llevó hasta allá. Estas condiciones difieren cada una en su contenido, pero todas formaron parte de las vivencias comunes a las que una chica recién desembarcada en tierras americanas podría haberse visto sometida a su llegada, e incluso a lo largo de toda su vida. Sin embargo, son el punto de vista de Yezierska y la forma en que resuelve los conflictos de cada una de sus figuras lo que llama la atención y hace de este conjunto de situaciones femeninas algo más que un enervante testimonio de época, la llamada a la superación a través de una presencia de carácter, y una lealtad a ciertos principios que las eleva, a cada una, más allá de sus fuerzas personales y las convierte en heroínas de carne y hueso, pero no por triunfar sobre la realidad a través de un accidente afortunado que las transforme de golpe en cenicientas redimidas, sino por la fuerza interior que surge inesperadamente de los peores retos, como una prueba del espíritu que triunfa cuando éste es llevado a sus límites.

En medio de estas singulares luchas personales de cada mujer retratada, Anzia Yezierska consigue lo que Virginia Woolf consideró un logro obtenido por «la presión de la mudez» tolerada durante siglos, esa «acumulación de vida no registrada» que de golpe sale a la luz. En las historias de estas extranjeras que se superan a sí mismas por vías inesperadas hay implícito un mensaje que debe escucharse, pues «todas estas vidas aún quedan por registrarse». Nombrarlas en su realidad más cotidiana (cosiendo, lavando, gritando, buscando denodadamente comida para los niños, en la carnicería, en la fábrica, en la calle, en la cocina con la vecina, en el vecindario, etcétera), dispara, además, nuestra mirada sobre esa misma realidad para apreciarla desde otro ángulo. Yezierska nos ofrece a través de sus relatos redirigir nuestra atención más allá de la lucha por la supervivencia cotidiana de madres e hijas, jóvenes y adultas, obligadas todas por su condición de pobres a salir a buscar sustento (de inmigrantes, a ser relegadas por no hablar bien la lengua; de incultas, a ser menospreciadas por no haber accedido a los estudios; de inexpertas, por no tener experiencia en el amor), a buscar algo más detrás de la injusticia de la condición que se nos presenta como insuperable, pues nos revela que incluso cuando estas circunstancias son trascendidas con mucho esfuerzo, quien no cumple con un modelo ideal prescrito socialmente habrá de enfrentar inevitablemente el rechazo.

Vendedor ambulante de zapatos, Lower East Side, Nueva York

Así, por ejemplo, en el cuento titulado «Agua y jabón» se nos describe el repudio del que es víctima una chica en la universidad por no estar suficientemente pulcra y aliñada ante a sus superiores (quienes le negarán el título de maestra al concluir sus cursos), pese a que trabaja día y noche como empleada en una lavandería, e incluso horas extra, para completar sus estudios. Llena entonces de odio hacia «la sociedad pulcra», y sintiendo que «todo el mundo de los limpios conspiraba» en su contra, la estudiante no nativa de Estados Unidos, empleada y lavandera de este cuento, declara su verdadera decepción: anhelaba una vida más amplia. «La inmigrante visionaria […] tenía hambre y sed de pertenecer a este país». La imposibilidad de lograrlo por la vía esperada del estudio y el esfuerzo personal no la detiene y descubre en el camino un contacto amigable con «alguien del mundo de los limpios» que le devuelve su dignidad al reconocerla como ser humano y la convence de haber encontrado por fin a la América de sus sueños. Ese es el hambre que recorre a los corazones hambrientos de las mujeres del libro de Yezierska, un hambre nada común, de verdadera comunión con los habitantes de su nuevo hogar, esa gran nación idealizada, más allá de su propia comunidad. El afán de llegar a ser estadounidense proyecta la noción que de Estados Unidos albergó toda una generación de migrantes que vieron en Amerike no sólo un sitio para vivir en libertad, sino un espacio donde es posible vivir en hermandad universal, una ilusión que prácticamente en cada relato se ve defraudada irrevocablemente por no pasar la prueba de la realidad.

"Pero la literatura de Yezierska tiene más ángulos y nos reclama todavía más. No es un cuento de hadas americano que se evapora ante nuestros ojos"

Pero la literatura de Yezierska tiene más ángulos y nos reclama todavía más. No es un cuento de hadas americano que se evapora ante nuestros ojos. Sus retratos de mujeres no siempre son favorables al propio género que describe, pues nos confronta con aspectos insospechados que exigen del lector una revisión mayor de las condiciones en las que surgen estos perfiles. Ejemplo de ello es la protagonista del relato titulado «Mi propia gente», una madre pobre que se ve en terribles problemas para conseguir la comida del día para sus numerosos hijos, capaz de desearles la muerte para verse liberada de tal obligación. La escuchamos maldecirlos: «¡Que sólo viva hasta enterraros a todos vosotros en el mismo día! […] ¡Que tengan una muerte rápida!», mientras sus pequeños recién llegados de la escuela se pelean por una patata hirviendo en la cocina. Y en el cuento «La abundancia de la tierra», el mismo personaje femenino (llamado Jane Braine), la misma madre de varios niños, proclama su desdicha por tener que sufrir para alimentarlos con estas palabras: «Algunas madres tienen suerte: a un niño lo atropella un coche, otro se cae de una ventana, otro se quema con cerillas, y otro se ahoga por la difteria. Pero ninguna muerte se lleva al mío». ¿Qué nos toca como lectores opinar de estas maldiciones de una madre desnaturalizada que añora recuperar su libertad personal, una que la despoje de su maternidad forzada? Nos toca estirar más los límites de nuestra compasión y comprensión de la naturaleza humana, nos toca saber que la maternidad también puede ser un suplicio, y en este caso llama la atención la naturaleza de un personaje que fue construido contrariamente a la visión judía de la yídishe mame, que es la madre sobreprotectora, incluso hasta el exceso. Y en este punto tal vez quepa decir que la misma autora nunca se encontró cómoda ni en el matrimonio ni desempeñando roles domésticos, pues abandonó a su hija a los cuatro años, aunque esto no significara perder el vínculo con ella, algo que quedará probado al ser su misma descendiente, Louise Levitas Henriksen, una de sus mejores biógrafas.

En los relatos de Yezierska tampoco está ausente el amor. Una galería de chicas enamoradas se lamentan al ser decepcionadas por muchachos que, o no corresponden a su ideal, o no las asumen como parte del suyo, muchachos que se dejan manipular por parientes que buscan mejores partidos para incrementar los ingresos de la familia, o bien, que tienen puesta su atención en otros objetivos. De nuestra autora se sabe que vivió un tórrido y muy breve idilio —que no se acabaría de concretar— con el respetado filósofo John Dewey, en quien al parecer estarían inspirados algunos de los modelos intelectuales masculinos que aparecen en sus relatos. De Dewey sabemos que, plenamente enamorado de Yezierska, ocultaría los innumerables poemas que le escribió, arrojándolos al cesto de basura de su cubículo en la Universidad de Columbia. Gracias a los esfuerzos de un bibliotecario (Milton Halsey Thomas) que los rescató y conservó, hoy tenemos de regreso algunos de sus versos, que describen fielmente el mundo que nuestra autora dejara plasmado en estos cuentos:

Generaciones de mundos sofocados extendiéndose
a través de ti,
anhelando la expresión, muriendo en los labios
que han muerto de hambre,
hambre no de tener, sino de ser… 

En el timbre tan apremiante de la voz de Anzia Yezierska que se percibe en estas historias del corazón sobre mujeres ávidas de justicia social y redención espiritual, se cumple el cometido de testimoniar una parte de la construcción de la nación americana, la que correspondió a los primeros habitantes del Lower East Side, ese centro urbano tan judío en su momento, donde se articularían otras voces femeninas que tomaron el relevo en el camino, como las de Vivian Gornik, Susan Sontag, Fran Lebowitz, y otras más, sumando esfuerzos por nombrar, a través de su escritura, las condiciones injustas de las mujeres, que merecen siempre atraer nuestra atención para ser registradas y poder, finalmente, también ser transformadas. Y si como aseverara W. H. Auden, «el inmigrante viene a ser cada vez más el símbolo del hombre común», el lector podrá encontrar en estos relatos de «una inmigrante visionaria» una parte de su propia lucha de superación personal.

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Título: Corazones hambrientos. Autora: Anzia Yezierska. Traducción: Israel Irving Roffe Plakjin. Editorial: Ladera Norte. Venta: Todostuslibros.

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