Minotauro lanza una nueva colección de Biblioteca de Autor dedicada a J. G. Ballard. Y empieza con una de sus obras clave, Crash, novela escandalosa y perturbadora que vio la luz en 1973 y que fue llevada al cine por David Cronenberg en 1996.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de Crash (Minotauro), de J. G. Ballard.
***
1
Vaughan murió ayer en su último accidente de coche. A lo largo de nuestra amistad, ensayó su propia muerte en muchos accidentes de tráfico, pero este fue el único de verdad. Condujo directo a la colisión contra la limusina de la actriz de cine, su coche saltó la valla del paso elevado del aeropuerto de Londres y se estrelló contra el techo de un autobús repleto de pasajeros de una compañía aérea. Los cuerpos envueltos de los turistas aplastados aún yacían sobre los asientos de escay, como una hemorragia solar, cuando me abrí paso entre los técnicos de la policía una hora más tarde. Agarrada al brazo de su chófer, la actriz de cine Elizabeth Taylor, con quien Vaughan soñaba morir desde hacía tantos meses, permanecía a un lado, bajo las luces de las sirenas de las ambulancias. Cuando me arrodillé junto al cadáver de Vaughan, la actriz se llevó una mano en guantada a la garganta.
En su visión del accidente de coche con la actriz, Vaughan estaba obsesionado con las muchas heridas y golpes que sufrirían, con la imagen de la chapa destrozada de ambos coches empotrándose en complejas colisiones repetidas sin fin, como en las escenas a cámara lenta de las películas, con que sus cuerpos sufrirían idénticas heridas, con que el parabrisas estallaría con tra la cara de la actriz rompiendo su superficie polarizada como una Afrodita nacida de la muerte, con que sus muslos se fracturarían por múltiples sitios contra la palanca del freno de mano y, por encima de todo, con que sus genitales resultarían destrozados, el útero de ella sería perforado por la insignia metálica de la mar ca del coche y el semen de él salpicaría el marcador luminiscente que registraría para siempre la última temperatura del motor y el nivel de gasolina.
Vaughan solo parecía tranquilo en los momentos en que me describía al detalle ese choque final. Habla ba de las heridas y de los golpes con la erótica ternura de un amante alejado durante mucho tiempo. Rebus cando entre las fotos de su apartamento, se volvía levemente hacia mí, y su perfil robusto me mostraba el bulto de su pene casi erecto. Sabía que mientras me provocara con su propio sexo, que utilizaba con tanta indiferencia como si pudiera deshacerse de él en cualquier momento, yo nunca lo abandonaría.
Diez días atrás, cuando me robó el coche del aparcamiento de mi edificio, Vaughan lo lanzó por la ram pa de cemento, una horrible máquina surgiendo de una trampa. Ayer su cuerpo yacía a la luz de los focos de la policía, a los pies del paso elevado, velado por un delicado encaje de sangre. Las posturas imposibles de sus piernas y brazos rotos, la sangrienta simetría de su rostro, parecían parodiar las fotos de lesiones producidas en accidentes que cubrían las paredes de su apartamento. Por última vez, miré su abultada ingle, ahora empapada en sangre. A unos veinte metros, aún iluminada por las luces de las ambulancias, la actriz seguía agarrada del brazo de su chófer. Vaughan había soñado morir en el preciso instante en que ella alcanzara al orgasmo.
Antes de su muerte, Vaughan había provocado mu chos accidentes. Cuando pienso en él, lo veo dentro de los coches robados que conducía y destrozaba, con la chapa y los plásticos deformados envolviéndolo para siempre. Dos meses antes me lo encontré en la calzada inferior del paso elevado del aeropuerto, acababa de ensayar su propia muerte por primera vez. Un taxista ayudaba a salir a dos azafatas temblorosas de un coche pequeño al que Vaughan había embestido lanzando su automóvil contra ellas desde un recodo oculto en un cruce de la carretera. Corrí hacia él y lo vi a través del parabrisas resquebrajado del descapotable blanco que había robado poco antes en el aparcamiento de la ter minal transoceánica. Su rostro exhausto, su boca herida, estaban iluminados por arcoíris rotos. Me costó abrir la portezuela abollada. Sentado y cubierto de cris tales, Vaughan estudiaba su propia postura con expresión satisfecha. Las manos, con las palmas hacia arriba, estaban empapadas de la sangre que manaba de sus rodillas desgarradas. Examinaba los vómitos adheridos a las solapas de su chaqueta de cuero y tocaba las manchas de semen que salpicaban el tablero de mandos. Intenté sacarlo del automóvil, pero apretaba las nalgas con fuerza como si aún estuviera expulsando las últimas gotas de la vesícula seminal. En el asiento de al lado y despedazadas, estaban las fotos de la actriz que yo mismo había fotocopiado por la mañana en la oficina. Ampliaciones parciales de labios y cejas, brazos y codos formaban un mosaico roto.
Para Vaughan, los accidentes de tráfico y su propia sexualidad habían contraído su unión última. Lo recuerdo de noche, con chicas nerviosas en los asientos traseros de coches abandonados en cementerios de chatarra, en fotos de posturas sexuales imposibles. Los rostros contraídos, los muslos tensos, iluminados por el flash de una Polaroid, como si fueran los atemoriza dos supervivientes de un desastre submarino. Aquellas prostitutas en ciernes, que Vaughan encontraba en ba res nocturnos y en los supermercados del aeropuerto de Londres, eran primas hermanas de los pacientes que aparecían en las ilustraciones de sus libros quirúrgicos. Durante sus estudiados procesos de seducción de mujeres heridas, Vaughan se obsesionaba con las llagas infectadas, con las heridas faciales y genitales.
[…]
—————————————
Autor: J. G. Ballard. Título: Crash. Traducción: Manuel Manzano. Editorial: Minotauro. Venta: Todos tus libros.


Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: