Aún puedo recordar el olor a encurtidos de la tienda de Briviesca donde, acompañado por mi padre, me esforzaba en deshacer las dudas acerca de qué novela de Marvel me llevaría esa vez. Sinestesia llaman ahora a esa confusión de percepciones, por cierto. El caso es que aquellos tomos de 128 páginas en blanco y negro publicados por Vértice me encandilaban. Conan, Spiderman, el Capitán América y, por encima de todos ellos, Dan Defensor.
Anécdotas al margen, siempre ha sido especial. Quizá su peculiaridad, su valor añadido, es que hay personajes que parecen condenados a caminar por los márgenes, como si su destino estuviera escrito en los pliegues de la penumbra. Daredevil pertenece a esa estirpe: un héroe ciego que ve demasiado, un hombre de fe que tropieza una y otra vez con la duda, un vigilante que intenta sostener el ya popular barrio de Nueva York, Hell’s Kitchen, mientras se derrumba bajo sus pies.
Cuando Stan Lee y Bill Everett lo presentaron en 1964, Daredevil era un superhéroe casi luminoso, con un traje amarillo y rojo oscuro, y con una personalidad que oscilaba entre la acrobacia circense y el optimismo juvenil. Había dramatismo, sí, pero aún no existía la herida. Esa herida llegaría en los años ochenta con la irrupción de Frank Miller, que convirtió la serie en un descenso a los infiernos urbanos de Nueva York. Born Again (Daredevil: Renacido, 1986), con guion de Miller y dibujo de David Mazzucchelli, fue el momento culminante: un relato de caída y redención que colocó al personaje al nivel de las tragedias clásicas.
En Born Again todo se quiebra: Matt Murdock pierde su trabajo, su casa, su reputación y hasta su fe. Wilson Fisk, el Kingpin, con la paciencia de una araña, deshace cada fibra de su vida. Y, sin embargo, de ese naufragio surge un renacimiento: un hombre destruido que consigue levantarse, aunque sea con cicatrices indelebles. La oscuridad no desaparece, pero se convierte en paisaje natural de la narración.
Esa visión sombría de Miller impregnó cada una de las posteriores adaptaciones audiovisuales de Daredevil. La primera incursión en la gran pantalla, la película de 2003 protagonizada por Ben Affleck, intentó capturar algo de ese tono, pero quedó atrapada entre la estética de la época y la necesidad de complacer al gran público. Fue un filme donde la atmósfera oscura convivía con excesos de artificio. Aun así, abrió la puerta a que el personaje fuese reconocido fuera del ámbito del cómic.
El verdadero salto llegaría con la serie de Netflix estrenada en 2015. Desde el primer capítulo, el Daredevil encarnado por Charlie Cox apostó por la crudeza: peleas rodadas en pasillos interminables, un retrato áspero de Hell’s Kitchen y una apuesta estética que mezclaba noir, violencia y silencios densos. La influencia de Miller estaba en cada esquina: el peso moral del héroe, la ambigüedad de sus decisiones, el rostro omnipresente del Fisk interpretado por Vincent D’Onofrio con su peculiar forma de hablar —en la versión original— a trompicones. Era una narración adulta, alejada de la pirotecnia habitual del género.
Durante tres temporadas, la serie exploró el dilema central de Daredevil: ¿cómo ser justo en un mundo podrido hasta la raíz? Matt Murdock se movía entre el tribunal y la azotea, entre la toga y la máscara, entre el amor y la autodestrucción. Todo recordaba al Matt derrumbado de Born Again, al hombre que resurge de las ruinas, pero nunca consigue escapar del todo de ellas.
Ahora, con Daredevil: Born Again, estrenada este 2025 en Disney+, el círculo parece cerrarse. El título mismo invoca directamente la obra de Frank Miller, aunque el guion no sea una traslación literal. Se trata más bien de una herencia: la voluntad de mantener esa visión oscura donde el héroe es un hombre quebrado que lucha por recomponerse, donde la esperanza nunca está garantizada y donde el mal no es un monstruo lejano, sino una maquinaria incrustada en la ciudad.
Daredevil sigue siendo, más de sesenta años después de su nacimiento, el héroe de los derrotados, de quienes tropiezan una y otra vez, pero insisten en levantarse. Su historia nos recuerda que la ceguera no está en los ojos, sino en la incapacidad de percibir lo que ocurre a nuestro alrededor. Y que, a veces, para renacer, hay que aceptar la caída.



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