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De pueblo (VI). Cuentos y andanzas por la sierra del Segura albaceteña: Queta y las fiestas de San Blas (II)

De pueblo (VI). Cuentos y andanzas por la sierra del Segura albaceteña: Queta y las fiestas de San Blas (II)

La noche había sío de arrea. El sátiro Aix, que se llevó al huerto a toas las de las de la peña y a algunas dos veces, le dijo al Goli si podía venir un amigo suyo de los del Mundo de Allende. Lo que no contó es que era “especial”: un centauro, mitad tiete, bien guapo, por cierto, con unos ojos azules preciosos, aunque algo miopes, y mitad caballo. Estas criaturas tenían el don de que la gente que no tenía los poderes que el Chache y yo teníamos no los vieran como de verdad eran. Se llamaba Hipo: Aix dijo a los demás que se había quedado paralítico y que, en vez de silla de ruedas, iba siempre montado en un caballete, que estaba muy bien educado y entraba en todos los sitios sin molestar.

La gente del pueblo es hospitalaria a carta cabal: Hipo fue aceptado como uno más de los del Biberón. Para los que no tenían nuestros poderes, parecía que estaba montado en un potrillo con su cabeza y tó, pero nosotros lo veíamos como el centauro que era.

"Quien bebe de los caños de la Balsa del Pilar está condenado a que su sed no la calme agua ninguna, repetía don José"

Se daba un aire con Aix, como si fueran parientes. El Chache me preguntó que si Aix era mitad cabra y mitad hombre sería porque su padre se lo montó con una cabra. Si, por lo que parecía, eran medio hermanos, ¿es que su padre, no conformándose con la cabra, se lió también con una yegua? Soltó una de sus risas rebuzno, que no me gustaron nada. Me caían bien el sátiro y el centauro, así que le espeté que, por la manera de reírse que tenía él, parecía que su madre se lo había montado con un burro. Pues no va el tonto y se me enfada: me torció el morro y se fue a su casa. Que la cueza a fuego lento.

Quien bebe de los caños de la Balsa del Pilar está condenado a que su sed no la calme agua ninguna, repetía don José. Don José había sido mi maestro en los años que trabajó como cobrador de los seguros de los muertos: fue maestro de la República y después de la Guerra le prohibieron enseñar. Se tuvo que ganar las habichuelas con los seguros, aunque siguió enseñando a leer y a escribir a todo aquel que acudiera a él. El Chache y yo no pudimos tener mejor maestro.

"Papa había comprao la carne donde la Rosarito y el Quintín. ¡Cómo sabían las chuletas de vareta de cordero segureño, los chorizos y el forro!"

El año pasado el Gobierno de Felipe González le permitió volver a su escuela. Se despidió de nosotros con lágrimas. Cada vez que podía se escapaba de su Murcia y venía a pasar unos días al pueblo, solo, porque a su mujer no le gustaba mucho: que si no parábamos de comer y beber, que si no sé qué, que si no sé cuálo. A él le daba igual: agarraba su macuto y se venía.

Nos despertó a todos a las cinco de la mañana preparando dos buenas cafeteras y unas torrás. A las 7 estábamos ya en el Corral Colorao: allí, en una rambla vallada, estaban los novillos que iban a correr por las calles esa mañana, acompañaos por media docena de mansos, que tranquilizaban a los bravos y los guiaban. En el cortijo dormían los mayorales. A su lao el ayuntamiento había construido un techao para hacer unas barbacoas y unas mesas con bancos. Las familias se llevaban la carne y la asaban en las parrillas.

Los padres de la Esmeralda, a los que lo que más gustaba de las fiestas era el Apartao, ya tenían las ascuas preparás. La madre del Goli había apañao un mojete. Papa había comprao la carne donde la Rosarito y el Quintín. ¡Cómo sabían las chuletas de vareta de cordero segureño, los chorizos y el forro! Apenas habíamos dormido los jóvenes 2 horas y estábamos resacosos, pero la carne asada por el padre de la Esmeralda, las patatas enterradas en los rescoldos y los chorizos metíos en papel de estraza, remojados con vino y asaos directamente en las cenizas resucitaban a los muertos. Hipo y Aix habían traído un par de pellejos de su vino.

"La Esmeralda y yo nos subimos a la baca de un Land Rover: a mí no me iba a rozar ningún cuerno"

Hacía un frío del demonio. Aún quedaba nieve por el Ceño y los cerros de Yeste, Molinicos y Riópar, pero el vino espantaba helores, resacas y pesares. La Peña de san Blas parecía la cabeza de un apóstol con barbas. Una nube dejó pasar un rayo de sol: era como si Dios la estuviera señalando con su dedo.

El Chache, Aix e Hipo querían acompañar a los toros por la Vereda. El Largo les había hablao de lo bonico que era ir con los animales y los gañanes, que iban a caballo, por las laderas de la Peña. Eso sí: tenían que estar ágiles, porque si algún novillo se desmadraba, aquello era un sálveme la Virgen, que mis piernas paecen de paratrapo: había que salir corriendo a pijo y encaramarse a un ribazo o a un árbol.

La Esmeralda y yo nos subimos a la baca de un Land Rover: a mí no me iba a rozar ningún cuerno. Bastante tenía yo con agarrarme a los del Aix cuando me… ¡Madre del Amor Hermoso, qué agarre tenía el fauno!

Un novillo se esturreó asustao ná más salir del redil, levantó una valla metálica con los cuernos como si fuera de plastilina y cruzó entre los coches. Los que estaban por allí saltaron a los capós o techos, menos un gordaco, al que se le subieron los güevos al guajerro y se quedó pasmao a dos metros del toro. Menos mal que el Aix agarró al animal por el cuerno mientras el Hipo le cerraba el paso. Entre los dos  lo llevaron a la manada: el animalico iba manso como un corderillo.

"Éste y toas las casetas de alrededor estaban llenas de gente almorzando mientras esperaban la llegada: hasta las 11 en punto no tenían que entrar al pueblo"

La Esmeralda y yo cogimos el coche y nos fuimos pal pueblo: queríamos verlos entrar desde la caseta del Moli, en el Estrecho de los Huertos. Por allí el carril es muy estrecho, rodeado de los muros de los huertos por tós laos y cuesta arriba: ver correr a los toros y a los mozos es muy emocionante, se te sale el corazón por la boca.

De camino nos paramos en la Tumba de Amílcar Barca para ver la manada rodeada de caballos y gente andando unos metros por delante o por detrás: era precioso. El arroyo cantaba a nuestros pies. Villares nos sonreía escondiendo el castillo de la mora Gutar entre sus casas encalás. Y la Peña nos abrazaba como ha venío haciendo desde el principio de los tiempos con tós los elcheños.

El Moli se había hecho una caseta con una cocina, un cuarto, un aseo y un rincón pa los aperos. Se podía subir a la terraza: desde allí se veían a los toros bajar desde los Sifones, cruzar el Puente Arroyo y subir por el Estrecho de los Huertos. A la izquierda teníamos el Castillo de los Moros. Éste y toas las casetas de alrededor estaban llenas de gente almorzando mientras esperaban la llegada: hasta las 11 en punto no tenían que entrar al pueblo. Teníamos una hora y media aún.

"El Moli no te preguntaba quién eras, sino que te daba un tenedor y un vaso y te decía que te apañaras de lo que veías en la mesa"

El Moli y sus primos Miguel y Goli habían preparao una mesa y la habían llenao de platos de embutido, olivas partías y de esas negras pequeñetas y arrugaetas, que tan bien sabía aliñar la mujer del Moli. El Miguel estaba cocinando en una sartén con trébedes sobre una hoguera, que habían preparao en una artesa de las de amasar el cemento, una sartená de patatas a lo pobre con ajo cabañil y dos docenas de huevos fritos, de las gallinas del Moli. El Goli tenía preparás unas parrillas para hacer un chusmarro y rematar el almuerzo.

Había un montón de gente. El Moli no te preguntaba quién eras, sino que te daba un tenedor y un vaso y te decía que te apañaras de lo que veías en la mesa. El Goli había invitao a una pareja de amigos suyos profesores en Murcia. Ella, la Katia, era una rubia, de las guerrilleras, que enseguida me cayó en gracia. Él, Juande, era un gaditano más saleroso que el mar: parecía el Camarón, con los pelos tó rizaos y greñúo. Tenían una zagaleta pizpireta, que tenía toa la gracia de los padres: la Marión.

Se presentaron también la María Ester con las merguizas catalanas, que se habían puesto una camiseta de la Peña del Biberón y decían que eran ya más del pueblo que la Carrasca del Colegio, que llevaba aquí 900 años, cuando hace dos días arrugaban el morro con nuestras comidas y costumbres. Lo que tiene un día de juerga con nosotros y 3 o 4 escapadas a que el Aix o algún otro te arregle el cuerpo.

"En medio de la maná corrían el Aix y el Hipo: la gente no paraba de chillar angustiada llamándolos locos. No sabían que mis amigos eran mediobestias y los animales los veían como unos de ellos"

La Núria se tragó lo que le dije de que las mujeres de pueblo llevábamos bragas de esparto. Después de la fiesta de anoche y de las escapás con el Aix y el Nino, para limpiarle la lengua que tenía verde por el Vim que le daban en el Cola-cao el Pérez y el Goli, se empeñó en que era tan del pueblo como nosotras y quería unas bragas de esparto. El Felipe, que paece minso de lo callao que es, se las ingenió para coser las dos partes de una caracolera vieja de esparto y decirle a la zagaleta que eso eran unas bragas que había hecho su madre a mano y se las regalaba. Y allí estaba la Núria con ellas puestas, meneándose como si tuviese azogue y rascándose sin parar sus partes. La Mari Carmen le decía que eso era normal al principio, pero era cuestión de acostumbrarse y de echarle aceite al esparto para que se ablandara.

A lo lejos escuchamos el ululato que lanzaban las mujeres. Don José decía que era un zaghareet (sagarit), un grito típico de las moras para expresar alegría o situaciones de peligro. Desde crías algunas lo aprendían, vibrando la lengua de manera lateral y con una voz muy aguda. Avisaban de que los toros habían dejado el prado donde los tenían descansando y pronto los veríamos asomar por los Sifones. Subimos esflechaos a la terraza justo para verlos bajar la cuesta hasta el puente. En un santiamén ya los teníamos enfilando el Estrecho de los Huertos y pasando por donde nosotros estábamos. Los mozos más lanzaos iban delante a meter, otros los seguían detrás, preparados por si alguno se daba la vuelta. En medio de la maná corrían el Aix y el Hipo: la gente no paraba de chillar angustiada llamándolos locos. No sabían que mis amigos eran mediobestias y los animales los veían como unos de ellos. El Peribolo, que era más pequeñete que un novillo, los tenía de a kilo y corría con los mozos como si tuviera su edad. Su chiquillo le había cogío gusto también a esto y ya se había ido varias veces a correr los San Fermines.

"Entre toas troceamos las piezas y las echamos a cocer a la olla, con una gallina para que le diera más sabor. La carne de caza era muy dura y necesitaba mucho tiempo"

El Juande, la Katia y las catalanas estaban asombrás con lo que estaban viviendo: los ululares de nuestras mujeres, la belleza de los animales corriendo, con los perretes de los gañanes triscando al lado de los mansos y llevando a los toros hacia el pueblo, el alma abierta de gentes que, sin conocerte, te invitaban a sus almuerzos. La Katia decía que tenía los vellos de punta. El Moli puso la guinda haciéndoles catar todos los tipos de aguardiente que habían hecho el mes pasao en el alambique que él y sus primos habían apañao. El Chache apareció al rato: un toro amagó con darse la vuelta y él se subió a un árbol. No se bajó hasta que no escuchó el cohete que avisaba que los toros habían entrao en la Plaza Vieja y cerraban las puertas.

Ellos se fueron a ver los toros por las barreras del pueblo, pero yo me fui al local de la peña. Les tocaba cocinar a la Pili y a Ernesto: iban a hacer gazpachos y eso llevaba mucha faena.

El Miguel, el Ino y Josete el Herrero nos habían regalado media docena de conejos, dos liebres, tres perdices y dos torcaces que habían cazado. La tarde de antes Mama, la madre de los Goli, la abuela del Nino y yo los habíamos desplumao, despellejao y eviscerao. Mama nos preparó una tapa con las mollejas y los hígados al estilo de como los hacían en Peñarrubia.

"La Pili se empeñó en que íbamos a servir los trozos con sus huesos y que cada uno los desmigara si quería. Y cuando la Pili se ponía brava ni hasta su madre le llevaba la contra"

Ernesto había preparao una buena lumbre y había puesto en ella la olla más grande que teníamos. Mama y las madres de Ernesto y la Pili habían bajao a ayudarnos. Entre toas troceamos las piezas y las echamos a cocer a la olla, con una gallina para que le diera más sabor. La carne de caza era muy dura y necesitaba mucho tiempo. Le añadimos pimienta, tomillo y romero y un buen chorro de vino para que se ablandara. Mientras, espizcamos las tortas que habíamos comprao en los hornos de leña. Papa decía que en sus tiempos los pastores usaban la parte de abajo de la torta como plato y le añadían a la carne la de arriba.

Lo normal era deshuesar toda la carne y espizcarla, pero eso era mucha faena para dar de comer a tanta gente. La Pili se empeñó en que íbamos a servir los trozos con sus huesos y que cada uno los desmigara si quería. Y cuando la Pili se ponía brava ni hasta su madre le llevaba la contra. Mucho menos Ernesto, que ni abrió la boca.

"Nos reímos todos de lo tontos que son algunos de ciudad: nos toman a los de pueblo como paletos, cuando los catetos son ellos"

Mientras la carne se cocía, Papa nos contó la historia de un maestro murciano que llegó a Peñarrubia en el 66 con su mujer y un chiquillete de meses. Los había invitado a cenar Lozano, el padre de la Pili del Moreno del Juan Carlos y de la Mariluz, la de la Telefónica: encima de la estufa de leña tenían un plato con los gazpachos que habían sobrao de la mañana. Le ofrecieron catarlos a los invitados. La madre, viendo el aspecto tan poco apetecible que tenía el plato con la carne espizcá de varios colores (liebre, conejo, perdiz, torcaz) y la torta ya cocía, arrugó el morro una miaja y dijo que estaba llena. El maestro, por no ofender, cogió un poco con el tenedor. Cuando lo cató, le hicieron chiribitas los ojos y se comió varias cucharás. Le hizo señas a su parienta para que los probara: acabaron en un santiamén el plato. Y una olla entera que le hubieran puesto. La esposa de Lozano les dio la receta antes de irse.

Nos reímos todos de lo tontos que son algunos de ciudad: nos toman a los de pueblo como paletos, cuando los catetos son ellos. Les conté lo de las bragas de esparto de la catalana, y Papa y Francisquete el de los Golis casi se ahogan de la risa.

Cuando ya estaba la carne cocía, le añadimos la torta bien desmigá. Ernesto preparó un sofrito con ajos, cebolla, tomate, jamón y unos guíscanos que había cogío en Sierra Morena con el Miguel y el Ino. Se lo echó al guiso y remató tó con un buen puñao de pimentón.

"En viendo a toa mi familia y mi gente juntos, compartiendo mesa con un montón de forasteros, el alma me daba saltos como una cabritilla"

Comimos más de 40 y aún sobró para que quien quisiera se llevara tarteras a su casa. El pobre del Cachorro volvió a emocionarse con los sabores del pueblo: en Mallorca, donde se ganaba el jornal con el taxi, aunque hiciera gazpachos, no le sabían como estos. No se podía comparar la carne de supermercado con la de caza. Ni el agua del pueblo con la de ningún otro sitio, pontificó don José.

En viendo a toa mi familia y mi gente juntos, compartiendo mesa con un montón de forasteros, a los que a algunos no conocía, pero me daba igual: eran amigos de mis amigos y eso era palabra santa, el alma me daba saltos como una cabritilla.

El Nino, que seguía con la matraca de que tenía la lengua verde y no paraba de darle la vara a las catalanas, se empeñó en que el Juande, porque era de Cádiz y tenía los pelos largos y rizaos, tenía que saber cantar como Camarón. Se fue a su casa y apareció  con una guitarra escacharrá y dos sombreros cordobeses. Se puso uno, y el otro al Juande. Empezó a aporrear la guitarra y el Juande, que llevaba encima más de una y más de diez, empezó a cantar un fandango: era como si un gato, un burro y un perro hubieran formao un coro. El Chispas le arrancó la guitarra al Nino y el Goli le cascó otro gin tonic al Juande para que se callara. La Mercé se tuvo que sacar al Nino para ver si le limpiaba de una vez la lengua restregando con sus bragas de esparto.

"Cuando don Grabiel estaba a punto de llegar, de su portal le salió el Aix en su estado natural, con esos cuernos que los dioses le dieron y esas patas de cabra, tó enchorrinao"

El Goli estaba muy cabreao con don Grabiel el Cura: había ido a quejarse a sus padres por la que liaron en el cine de las Monjas él y el Cachorro. Había hablao, incluso, con don Ramón Fernández, el director del instituto, para que lo expulsaran. Mi amigo no era tonto y se había dado cuenta de que bajo el gorro de pompones que llevaba el fauno Aix había unos cuernos y de que tenía patas de macho cabrío. Lo habló con su hermanico Miguel y convencieron a Hipo y a Aix para darle una lección al cura.

Don Grabiel iba todas las noches a cenar y a rezar el rosario donde una de sus beatas. Volvía a eso de medianoche. La casa parroquial estaba en una calle estrecha al lao de la iglesia. El Miguel y el Goli aflojaron todas las bombillas de las farolas para dejar el callejón a oscuras. Cuando don Grabiel estaba a punto de llegar, de su portal le salió el Aix en su estado natural, con esos cuernos que los dioses le dieron y esas patas de cabra, tó enchorrinao. Se puso a balar no sé qué latinajos (hasta griego creo que soltó). El probe cura se quedó tieso y se fue de vareta. Se arrodilló y empezó a persignarse, pero, al ver que lo que él creía el demonio se le acercaba, se levantó y echó a correr. El Hipo le salió al paso relinchando. Don Grabiel cayó redondo como un pajarillo.

Al día siguiente una caterva de beatas recorrió la calle de rodillas. El Sastre, que iba de sacristán, vació dos docenas de hisopos para purificar y bendecir la calleja, Don Grabiel encabezaba la comitiva con los brazos en cruz mientras un monaguillo le arreaba con un cilicio. No muy fuerte: conocía las malas pulgas del cura.

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