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De tejones, infancias y pies rotos

De tejones, infancias y pies rotos

Ilustración de portada: David Bastos

A continuación reproducimos la octava entrega de la serie de relatos Crónicas desde El Cabo, de Patricia García Varela.

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Cuando se camina por un suelo de tierra, especialmente si está cubierto de hierba alta, siempre conviene fijarse bien por dónde se pisa. No hace falta estar en territorio de guerra —territorio comanche, que diría Arturo Pérez-Reverte— para pisar minas. También en el campo hay zapadores, aunque de otra clase, capaces de poner en peligro la integridad física de por quién allí deambula. Conozco bien esta premisa y, sin embargo, en ocasiones me olvido de ella. Despistada que es una.

Tras tres años desde que me picó la mosca de la vuelta a la naturaleza, materializada en la compra de una casa en ruinas en el medio de la nada (un valle perdido en una aldea recóndita del rural gallego), no hago sino recordar cada día que, por mucho que lo parezca, nunca estoy sola. Por supuesto no me refiero a sus escasos habitantes humanos, —poco más de trescientas personas diseminadas entre montes y arboledas—, sino a la ingente cantidad de animales, aves e insectos a los que estas tierras pertenecen.

Siempre he sido una ferviente lectora de los libros de Gerald Durrell, el naturalista y conservacionista inglés capaz de traer el verano y la infancia entre las páginas de sus libros dedicados a Corfú y a su familia. Imagino que, en parte, es responsable de mi actual afición a la observación de los bichos. También supongo que una niñez entre las páginas de libros como La telaraña de Charlotte, los melancólicos relatos de la familia Moomin en su valle, y especialmente El viento en los sauces, tuvo mucho que ver con que me encuentre aquí ahora.

"Como muy sabiamente señaló Jean-Baptiste Alphonse Karr, la mejor manera de vivir en paz con los vecinos es no tenerlos"

Como en el libro de Kenneth Grahame, el señor Tejón vive en la que ahora es mi propiedad, pero que antes ya era suya. No me ha quedado otra que respetar sus derechos de inquilino de renta antigua y dejarle continuar a su aire. Eso significa que, además de la tejonera que en estos momentos ocupa, en ocasiones me encuentro con agujeros de entrada a viviendas previas que, por lo que fuera, han sido actualmente desocupadas. Cuando la hierba está alta, se corre el riesgo de meter el pie dentro —como hice yo— y salir rodando colina abajo, con el resultado de una fractura de tobillo, un dedo roto y un esguince múltiple. Como muy sabiamente señaló Jean-Baptiste Alphonse Karr, la mejor manera de vivir en paz con los vecinos es no tenerlos.

Este accidentado suceso me sirvió para realizar mi primera visita al dispensario médico de la localidad, en el cual todavía no había puesto el pie (aunque se podría decir que en esta ocasión tampoco, ya que fui introducida en una silla de ruedas). Debo decir que mi aldea pertenece a un municipio que es capital de comarca, así que, pese a que la casa parece estar en medio de la nada, se encuentra a diez minutos en coche de una población con supermercados, entidades bancarias, establecimientos de ocio y, mucho más importante, un centro de salud que también es PAC (Punto de Atención Continuada). De modo que, pese a meter la pata un sábado por la mañana, podía contar con que alguien le echase un vistazo a mi lesión, que por el dolor ya suponía fractura.

Tras casi una hora de espera para que me atendiese el médico de guardia, por fin fui recibida por el doctor. No esperaba que las urgencias de un centro de salud tan pequeño tuviesen tal afluencia un fin de semana, pero sobre todo no esperaba que no hubiese un triaje, con lo que fui atendida según el orden de llegada y no por la importancia de la visita. El médico me escuchó atentamente y procedió a reconocer el pie, ya de proporciones elefantiásicas por su hinchazón. Llegó en menos de un minuto a mi misma conclusión: estaba roto.

"No hay manera de ir a ningún sitio sin el miedo a un desplazamiento de la fractura, y dormir por las noches se vuelve tarea imposible"

También llegó entonces la sorpresa: en los fines de semana no cuentan con un técnico de rayos para hacer placas, aunque sí dispongan de máquina de rayos. Habemus macchina pero qué más da, así que no quedaba otra que trasladarme al hospital más cercano para confirmar la rotura y proceder en consecuencia. A la ciudad más cercana, a cuarenta y cinco minutos en coche.

Una vez en el hospital, tras otro par de horas aguardando para que hiciesen las pertinentes radiografías, recibí nuevamente el mismo diagnóstico: rotura de tobillo, esguince múltiple y fisura en un dedo. En ese momento, los dos MIR que me atendían decidieron que lo mejor era no escayolar, debido a mis problemas de coagulación. Tampoco quisieron vendar ni poner una férula, así que me enviaron a casa tal y como había entrado. Me llevaba conmigo la promesa de que así sanaría mucho mejor y que no necesitaría inyecciones de heparina mientras tanto.

Para eso sólo había tenido que recorrer media provincia, pasar seis horas dando tumbos sin un simple paracetamol entre viajes y salas de espera, para marcharme como había llegado. Bueno, no exactamente: mientras tanto se me había quedado una cara de imbécil digna de enmarcar.

Nunca antes una convalecencia me resultó tan complicada. Es verdad que la falta de escayola evita problemas de coágulos y el uso de anticoagulantes, pero también imposibilita empezar  —más pronto que tarde— a hacer una vida normal. No hay manera de ir a ningún sitio sin el miedo a un desplazamiento de la fractura, y dormir por las noches se vuelve tarea imposible por el simple roce de las sábanas. No queda otra que adoptar posturas imposibles, con el pie por fuera de los cobertores.

"Me pregunto qué pensaría de todo esto el veterano doctor Fingal Flahertie O'Reilly en su consulta de Ballybucklebo, en el Ulster"

Algunos amigos me señalaron que quizás la economía de yesos y vendajes sea otra nueva medida de ahorro de nuestro sistema de salud, pero me parece que no van por ahí los tiros. Estar sin escayola significa que cada dos semanas tienes que personarte en el hospital para hacerte una revisión, con radiografía del miembro dañado y posterior comparecencia ante el traumatólogo. Lo que antes se ceñía a una sola visita (o un par) ahora se convierte en un goteo incesante de interrupciones, tanto para el enfermo como para el médico especialista. De modo que el ahorro no es tal, sino que el gasto se multiplica.

Me pregunto qué pensaría de todo esto el veterano doctor Fingal Flahertie O’Reilly en su consulta de Ballybucklebo, en el Ulster. El coprotagonista de las divertidas y entrañables “Aventuras de un médico rural en Irlanda” nos presenta a unos personajes que, aun carentes de los medios para realizar una mejor labor —comprobamos con sorpresa que la Irlanda rural de los años 60 no era tan diferente de lo que tenemos en la España vaciada del siglo XXI— van sobrados de la empatía y la inteligencia necesarias para afrontar esas situaciones.

Lamentablemente, lo que actualmente parece estar en falta —en algunas ocasiones— es esa empatía a la hora de atender a un paciente. Empatía, mano izquierda, capacidad de ponerse en la piel del otro… Tal vez uno de los problemas radique en que son más conocidos y admirados médicos ficticios como el insoportable Dr. House que el entrañable O’Reilly. Como siempre, ponemos nuestro foco en ídolos de barro.

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Entregas anteriores:

La Casita, mi casa

El fuego

Los vecinos

El agua, la piscinita y la madre que los parió

No hay turista para tanta cultura

La tormenta

No son molinos, amigo Sancho, que son gigantes

Próximas entregas:

El robot Manolo

Las gallinas, la duquesa y el pintor

Mujeres, rural y soledad

Los jabalíes, el pulpo y las velutinas

Mi gato

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