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Decencia

Nueva entrega de Mi vida por delante, la sección de textos publicados en Instagram por Emili Albi.

Esta pandemia está dejando al descubierto las vergüenzas de la clase política de nuestro país. Está tan alejado lo que deberían estar haciendo y el comportamiento que deberían estar teniendo con lo que está ocurriendo en la realidad que han quedado totalmente en evidencia.

A la ciudadanía nos bastaría con unas mínimas muestras de decencia:

Bastaría con que dejaran trabajar a los sanitarios. Que les proveyeran de todo lo que necesitan. Nada más.

Bastaría con que por una vez, por unos meses, les importasen más las personas que los votos que representan. Que pusieran las vidas de sus gobernados por encima de sus intereses partidistas o particulares.

Bastaría con que ahora destinaran el dinero público justamente a eso, a lo público. A quien más lo necesita.

Bastaría con que fuesen lo suficientemente valientes como para hacer lo correcto. Tomar las medidas más efectivas contra el virus o, al menos, no tomar las menos efectivas.

Bastaría con que dejaran de lanzarse mierda, hacerse trampas, ponerse zancadillas. Bastaría con que entendieran que nos dan igual, que los aborrecemos, que los votamos por inercia democrática, que si fueran otros votaríamos a otros.

Bastaría con que entendieran que el pueblo es mucho más importante y poderoso que ellos.

Bastaría con que se dieran cuenta de que son ellos nuestros servidores y nosotros sus jefes. Y no al revés.

Bastaría con que tuvieran la decencia, mientras dure esta situación, de dejar de jodernos. Cuando todo esto pase, volved si queréis a vuestro estúpido juego, a insultaros en las redes como adolescentes, a rascar segundos de audiencia, a contaminar la actualidad y nuestras vidas.

Pero ahora, por favor, tened la vergüenza de dejar hacer su trabajo a los realmente importantes. Apoyadlos y ayudad y servid, por una vez en vuestra vida, a este país, que es mucho más que una bandera, y que tanto decís amar.

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Cuando Beatrice me envió esta foto, me recordó a algo. A algo inconcreto y esquivo. Se me vinieron a la cabeza escenas de Eloy de la Iglesia, de Almodóvar, obras de De Chirico, de Dix o de Grosz. Todas estéticas muy distintas entre sí, pero todas sensibles a lo feo, lo inquietante o lo diferente.

Me recordó a algo en cualquier caso a lo que solo me podría acercar, algo que solo podría intuir, algo tan volátil, etéreo y sutil que sabía que no podría hallar ni tocar.

En la estampa hay fealdad, brutalidad, suciedad, pero a todo ello le gana una expresividad feroz. No es bello, pero está cargado de significado. Nos remite a… Tiende un puente con la emoción. Flota en ella la inquietud y la tristeza. Lo pasado. Quizá no haya nada más triste que un maniquí cojo. Quizá una muñeca tuerta, aunque son más tétricas que tristes. La foto antigua, color sepia, de otra época, de unos recién casados desconocidos, que ya habrán muerto, pero eso produce la nostalgia por lo no vivido, el réquiem por la ilusión ya pasada, caduca. Que se parece a la tristeza, pero que no lo es exactamente.

En esta foto, sí, hay algo cinematográfico, algo artístico. Inquietud. Tristeza. Horror. Como si fuera una naturaleza muerta. Quizá es eso lo que evoca, lo que se intuye: la muerte. Quizá nos atraiga como la caída atrae al vértigo. Quizá sea una ventana con vistas a lo inevitable.

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La librería La Tarántula era la librería de «cabecera» de mis padres cuando vinieron a vivir a Madrid, allá por los setenta. Y, por lo contado en casa, me parece recordar que era una de aquellas librerías con trastienda en la que se deslizaban libros prohibidos bajo mano cuando el régimen. También que el gran Rafael Chirbes trabajó en ella durante un tiempo.

En aquellos años, entre el librero y el lector aún se establecía ese vínculo especial y perdurable, construido a base de complicidad política y estética, recomendaciones, descubrimientos y largas charlas sobre literatura e ideología.
Durante muchos años, estos puntos de libros eran casi los únicos que había por casa. Con ellos marcamos nuestras primeras y lentas lecturas mis hermanas y yo. El camino, El Lazarillo de Tormes, Rinconete y Cortadillo, Zalacaín el aventurero, la poesía para niños de Lorca y de Miguel Hernández, la de Gloria Fuertes, los cuentos de Adela Turin, las novelas de Roald Dahl, los libros de Barco de Vapor, los Elige tu propia aventura, las novelas de clase de inglés de Richard Hughes, Twain, Salinger, Tolkien, Jack London, Goldman, Poe, Huxley y un largo etcétera. Hasta los libros de derecho procesal y administrativo, creo recordar, acabaron marcados con el sello de La Tarántula. Una ilustración que, entre el horror y la curiosidad, siempre me hechizó.

Hoy he visto uno de aquellos puntos de lectura entre las páginas de un Diario de Greg de mi sobrino Marc y, junto con un leve pinchazo de nostalgia por aquello que no volverá, también he experimentado la alegría de aquellos días y la esperanza en que la historia de la librería La Tarántula (como la de muchas otras hoy desaparecidas) estará al menos al alcance de la nueva generación, y en su mano estará la posibilidad de indagar sobre qué hacían aquellos libreros y aquellos jóvenes llenos de ideales que compraban, leían y hablaban sobre libros con una pasión hoy perdida.

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Es curioso que uno de los mitos fundacionales de nuestra cultura, la alegoría platónica de la caverna, utilizara la proyección de unas sombras para explicar los límites de nuestro conocimiento sensible, y que actualmente, más de 2000 años después, volvamos a aferrarnos a una pantalla —de móvil, de tablet o de ordenador—, donde por definición se proyectan imágenes, para perder irremediablemente el contacto con el mundo en el que vivimos.

Quizá para ser realmente libres valga simplemente con girarse, sofocar la hoguera que nos ciega y salir de la caverna.

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