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Detectives Hernández, dígame

Detectives Hernández, dígame

La novela viene de donde viene. Rosa Ribas (Barcelona, 1963), hace un lustro, inició, con buen pie, con Un asunto demasiado familiar, la serie protagonizada por Mateo Hernández, un detective posmoderno de la Barcelona del siglo XXI que, entre desencantado y curioso, es capaz de arrastrar a toda su familia, que también lleva en la sangre un olfato muy selectivo y bien desarrollado para los asuntos relacionados con el crimen.

En 2021, Ribas, después del éxito de crítica y de público conseguido, puso en nuestras manos su segunda entrega, Los buenos hijos, en donde le concede el protagonismo necesario a la recién recuperada Nora, la hija mayor de Mateo, que pasa a formar parte de la Agencia familiar.

"La autora da por hecho que hay acontecimientos del pasado que, aunque no entorpezcan la lectura de los que ahora se incorporan, arrojan una inequívoca luz sobre el presente"

Nuestros muertos supone un paso adelante. Una nueva vuelta de tuerca en su camino de perfección. Y supone, además, una mayor depuración si cabe en cuanto al lenguaje y también en todo lo relacionado con la diversificada y bien filtrada trama, con los “casos” que la Agencia va recibiendo por encargo. Como sucede en todas las novelas seriadas, en donde existe un protagonista fijo, un punto de partida que se repite una y otra vez, con las variaciones necesarias para no aburrir al lector, la autora da por hecho que hay acontecimientos del pasado que, aunque no entorpezcan la lectura de los que ahora se incorporan, arrojan una inequívoca luz sobre el presente. Ese es el caso de Marc, uno de los hijos de Mateo, cuya sombra planea a lo largo de las páginas de esta última entrega. Todos se dan cuenta que falta un Hernández, un miembro de la familia que tuvo un fatal destino y que ahora, desde alguna parte inimaginable, mira a su familia con ojos cansados en una foto que ya es historia y que cuelga en el despacho igual que un ramo de flores en la curva de una carretera.

Nuestros muertos es un relato perfectamente estructurado y primorosamente escrito —sujeto, verbo, predicado, y las comas en su sitio, que diría Pérez-Reverte—, a base de eso que el maestro Marsé denominaba “escritura transparente”. Es decir, el hecho de leer sin que uno se dé cuenta, cuya acción tiene lugar en la Barcelona de la post pandemia, cuando las aguas han vuelto a su cauce, aunque aún haya gente que eche de menos las mascarillas para hablar solo por la calle sin llamar tanto la atención, como admite uno de estos personajes.

"Tampoco pasa inadvertido el juego intertextual, con alusiones a La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza, o a Julio Cortázar"

Lo que sí llama la atención de quienes se acercan a este libro son las geniales frases, marca de la casa (“Las razones más profundas suenan ridículas cuando se dicen en voz alta”), repartidas a lo largo del texto, así como las breves pero impactantes reflexiones de Rosa Ribas sobre los barrios, sobre la ciudad de Barcelona, sobre Cataluña y esa gente que aún sigue formando parte de la denominada —y no desaparecida del todo— gauche divine, ahora con más dinero que poder, con menos cultura, pero con cuentas bancarias que producen mareo.

Si hablamos de un detective del montón, de una especie de antihéroe que ni siquiera es capaz de imponer su criterio en su propia casa, el barrio en donde ejerce su trabajo tiene que estar, por fuerza, en consonancia con sus aspiraciones y regular fama. Y es ahí en donde surge Sant Andreu, dando lugar a uno de los pasajes más brillantes de la novela, en donde, a modo de reflexión, la autora se viste con el hábito de fray Antonio de Guevara y entona su particular menosprecio de corte y alabanza de aldea, con el que deja patente, como Azorín y su vieja Castilla, los primores de lo vulgar: “En los barrios, los hilos de encuentros y saludos por la calle tejen una red invisible, pero sólida, que se sobrepone y enreda con las redes de parentescos, simpatías, odios, favores, rencillas, deudas, ayudas, amores, enemistades”.

Tampoco pasa inadvertido el juego intertextual que nos propone nuestra autora, con alusiones, a partir de la resolución de un caso de estafa, a La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza, uno de los títulos más brillantes de su carrera literaria, o a Julio Cortázar, cuando se nos da cuenta de perseguidores y perseguidos —inevitable imagen en toda novela policiaca que se precie—, con esa clara alusión a uno de los cuentos más leídos y relumbrantes del escritor argentino: “Perseguidor solo hay uno, el de Cortázar”.

"Cada capítulo cuenta con su particular autonomía, como un cuadro teatral en el que, llegado a su fin, se hace el oscuro, un fundido en negro técnicamente perfecto"

Los «casos» que Mateo, con la ayuda del resto de los Hernández, tiene que resolver son lo que menos importa en la novela. Y en ello reside uno de sus mayores méritos. Son una simple anécdota para darle colorido a estas páginas, como sucede con la espléndida ilustración de cubierta del artista argentino Martín Tognola. Lo que más destaca es el ambiente, los diálogos, la más que curiosa relación entre la familia, la manera de afrontar el día a día de lo que podría suceder en cualquier hogar de España. Cada capítulo cuenta con su particular autonomía, como un cuadro teatral en el que, llegado a su fin, se hace el oscuro, un fundido en negro técnicamente perfecto. Pero, aun así, Rosa Ribas no pierde nunca de vista que es preciso ser fiel a un determinado género: el de la novela negra.

"Tampoco falta en estas páginas, como sucede en las novelas de Alicia Giménez-Bartlett, ese manual del buen detective que Rosa Ribas va desgranando poco a poco"

Mateo, Nora, Amalia, Ayala y hasta el propio Marc desde el recuerdo, forman parte de ese equipo de detectives tan imperfecto como indestructible porque se parece demasiado a la realidad. Mateo es un detective de barrio que navega entre la oficialidad y la clandestinidad de “casos prohibidos” que indaga por su cuenta y riesgo, y que oculta a la Agencia WHO, que es la que le paga, con el consiguiente reproche de los suyos. Sin olvidar a ese par de personajes que resultan conmovedores: Lola, la esposa de Mateo, la mujer que no se pierde un entierro, la dama de los “pálpitos”, como el Plinio de García Pavón, y la increíble, casi garciamarquiana, Tía Claudia, tan tocada del ala.

Tampoco falta en estas páginas, como sucede en las novelas de Alicia Giménez-Bartlett, que es una excelente referencia, ese manual del buen detective que Rosa Ribas va desgranando poco a poco. Ahí se aprecia la experiencia de Mateo, formulada a modo de consejos. Como su manera, tan particular, de tomar notas, a lápiz y en un cuaderno, a la vieja usanza, la necesidad de mostrarse siempre convencido, aunque no se haya logrado nada, o la obligación de llevar a cabo un análisis exhaustivo de la casa del sospechoso, que viene a suponer la mejor radiografía de quien la habita. Toda una poética del perdedor que, por sorprendente que parezca, suele conducir al éxito.

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Autora: Rosa Ribas. Título: Nuestros muertos. Editorial: Tusquets. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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