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Diario barbitúrico, semana 10: Turinesca

En la Via Cesare Battisti con Carlo Alberto, Nietzsche se abrazó al cuello de un caballo que era castigado por su dueño y lloró. Aquella mañana lo abandonó la cordura. Poco después perdió el habla y finalmente la vida. Tiene razón Vila-Matas, hay algo extraño en el hecho de que Nietzsche enloqueciera en una de las ciudades con la más racional belleza: Turín, el lugar al que me lleva este diario de viaje y que recorro tras abandonar el Salón del Libro, la feria literaria más grande de Italia.

Son las ocho de la tarde y en la plaza Carlo Alberto el sol da marcha atrás. El domingo retrocede a los pies de una estatua ecuestre. Me planto ante una placa que da fe del paso del filósofo por esta ciudad, la misma en la que vivieron Giulio Einaudi, Italo Calvino y Natalia Ginzburg, ese lugar al que Primo Levi regresó para quitarse la vida… tras haberla perdido en Auschwitz. La verdad, como la belleza, enloquece a quienes la presencian, pienso mientras fotografío con mi teléfono un trozo de mármol que a mí me parece una verdad revelada.

"Pienso en la muerte, a menudo, hoy también. La deletreo como un episodio total, ese lugar en el que el olvido arroja paladas de tierra sobre cosas que fueron ciertas"

En Turín hasta la tipografía de las calles es estilizada y rotunda, una mezcla de territorio duradero y mapa para reconstruir un siglo que hoy nos queda muy lejano, porque del XX lo hemos olvidado todo —o así hemos querido— y estas líneas arrancan justo ahí, en 1900, una fecha bisagra: el año en que murió Nietzsche y en el que todo estaba a punto de estallar, desde Las Vanguardias hasta la muerte y resurrección de Europa. Aunque de eso, claro, ya nadie se acuerda. O prefiere no hacerlo.

Callejeo, bebo cervezas en cafés donde los Maria Mancini de Hans Castorp saben mejor y me pregunto dónde acaba un mundo y dónde comienza el otro. Pienso en la muerte, a menudo, hoy también. La deletreo como un episodio total, ese lugar en el que el olvido arroja paladas de tierra sobre cosas que fueron ciertas. Vuelvo al hotel preguntándome cosas y me meto en la cama pensado que valdría la pena abrazar un caballo y perder la cordura a favor de algo más duradero. Busco una muerte que dure para toda la vida. Una que hable a los vivos.

Primo Levi pasó ocho meses en Auschwitz. Fue uno de los veinticuatro supervivientes de los casi mil judíos deportados por la Alemania nazi. Regresó a Turín en 1945, vivo. Ni él comprendía lo que había ocurrido, ni las personas a su alrededor parecían querer escucharlo. La primera noche que durmió en su casa, lo hizo bajo un edredón de las SS que había robado del campo. La suavidad de su propia cama le parecía un acto de injusticia. Él consiguió sobrevivir a Auschwitz , pero no a su recuerdo de ceniza y muerte.

"A Primo Levi lo atenazaba entonces —nunca se libraría de ella— la sensación de haber regresado a un mundo que ya no reconocía y que nunca podría ser nuevo"

Recién llegado a su ciudad y empujado por la necesidad de entender cuanto había visto, Primo Levi comenzó a ponerlo todo por escrito: las cosas que había visto y escuchado, conversaciones y episodios. Sus pensamientos y obsesiones se multiplicaron en forma de notas que apuntaba sin orden en pequeños pedazos de papel o en el reverso de las cajetillas de tabaco y los billetes de tren, como si cualquier superficie fuera propicia para emulsionar aquel horror. De aquellos apuntes surgió Si esto es un hombre, una de las obras maestras de la literatura universal y testimonio del Holocausto. La terminó en diez meses. Entonces era empleado en la fábrica Pont de Nemours & Company, en Turín. Trabajaba con pinturas de día y escribía de noche.

A Primo Levi lo atenazaba entonces —nunca se libraría de ella— la sensación de haber regresado a un mundo que ya no reconocía y que nunca podría ser nuevo. Una vez terminado, el manuscrito llegó a manos de Giulio Einaudi, el fundador del sello editorial que encendió la luz en uno de los momentos más oscuros del siglo XX. «Si no es ahora, ¿cuándo?», dijo cuando fundó el sello, en 1933. Einaudi era un hombre empeñado en extraer belleza y lucidez debajo de cada piedra de aquella Europa destruida y supo rodearse de quienes, como él, buscaban intuitivamente lo mismo. Aristócrata de modales refinados y relacionado con el Partido Comunista Italiano, se convirtió en parte fundamental de la cultura antifascista italiana, de la cual su editorial fue la punta de lanza. Hoy, ante la puerta de esa editorial, la misma que edita La hija de la española como Notte a Caracas, siento vértigo.

Llamo al timbre. Oprimo el botón y respiro. Subo las escaleras del número dos de la calle Biancamano, ese lugar que aún conserva la mesa de madera en la que se celebraba la llamada reunión de los miércoles de Einaudi, un comité semanal al que acudían, entre otros, Cesare Pavese, entonces el director ejecutivo, o Natalia Ginzburg, una escritora que recién había publicado El camino que va a la ciudad y en quien Levi reparó con especial atención. Su padre había sido arrestado en Turín en 1934 acusado de subversión y Leone Ginzburg, su marido, había sido asesinado por los alemanes en Roma en 1944. Compartían la tragedia del fascismo y la guerra, el espacio histórico de un grupo tan desgraciado como excepcional.

"Es la Turinesca, ese lento veneno de las cosas duraderas"

Agrupados alrededor de Giulio Einaudi y del fuerte influjo cultural turinés, los integrantes de aquel grupo —Levi, Pavese, Ginzburg, Elsa Morante y novísimo Calvino— vivieron esos años desde una profunda conmoción intelectual y estética que los configuró como una generación constelada, esa tragedia a la que Levi extrajo palabras para poder enunciarla. Algo de esa energía crepita y recorre las estanterías de madera de una sala acristalada llena de libros que contemplo con un teléfono en la mano. Un lugar presidido por esa mesa y en cuya pared principal puede verse una serie de grabados del logo de la editorial, ese óvalo que aprisiona a un pavo real rodeado por una inscripción, Spiritus durrissima coquit: el espíritu digiere las cosas más difíciles. Más que una frase, parece un propósito repujado en la mente de cada uno de estos hombres y mujeres.

“En la vida italiana de aquellos años, desierta e inmóvil, la aparición de aquellos libros fue un acontecimiento clamoroso”, escribió Natalia Ginzburg sobre Einaudi, de la que fue una de sus columnas, hasta el final de sus días. Aquella Europa que se sacudía ante el autoritarismo, que se empeñaba en pensar cuando no era posible, se expresó tanto en Si esto es un hombre como en los libros escritos durante ese período, como Léxico familiar. Páginas en perpetuo ardor, folios que me incendian, y que ya entonces refulgían con ese brillo adelantado al mundo en el que habitaron.

De pie, con ese teléfono en la mano, veo el mundo desde mis lecturas. Evoco páginas inflamables. Palabras que iluminan mi mundo desde otro tiempo, ese adoquín del cual salen estas líneas: 1900, la fecha en la que murió Nietzsche… Ese año que separa una muerte, la de ellos, de la nuestra. Salgo a la calle a buscar un caballo al cual abrazarme, pero no consigo ninguno. Quizá nunca me vuelva loca, o puede que no llegue a la verdad. Da igual: por una viruta de ese escritorio vale la pena cualquier incendio. Es la Turinesca, ese lento veneno de las cosas duraderas.

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