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Dos verdades caminan juntas

Dos verdades caminan juntas

Una mañana de mayo de 1945, un inspector recién jubilado, decidido a ponerle fin a la enfermedad que lo está carcomiendo, se propone cambiar sus planes por una última misión: la de llevar a Rosita, una niña huérfana, a identificar el cadáver del hombre que la agredió dos años atrás. Ella intentará poner toda clase de excusas para evitarse ese mal trago, aludiendo a sus obligaciones como criada en varias casas de familias acomodadas del barrio. El policía decide acompañarla, obstinado en que la niña acceda a identificar a su agresor.

El inspector se dio cuenta de que se dejaba llevar otra vez. Las manos cruzadas a la espalda, caminaba despacio junto a la niña y su parloteo melifluo, conformado a esta ronda soleada y sus meandros y a la tarde que empezaba a teñirse de rosa, como si regresaran los dos de un tranquilo paseo por el parque Güell. […] La mitad jubilada de su cuerpo iba del bracete de esa niña solitaria y embaucadora y la otra mitad yacía en alguna parte con el caramelo letal incrustado en la sien…

"El que lee esta obra está caminando junto a ellos, intrigado por lo que va a pasar, esperando que suceda algo. Y lo realmente trascendente sucede, precisamente, durante esa espera, en esa tensa monotonía"

Los dos inician una ronda vespertina por el barrio barcelonés del Guinardó, en el transcurrir de unas largas e intensas horas, y entre ambos nace una especie de vínculo extraño, que no se puede calificar de amistad, sino de una compañía que por azar se crea entre dos seres desamparados y supervivientes. Ella con su desparpajo espontáneo y charlatán, que trata de ocultar un miedo real y severo con el trauma sufrido; él, críptico y amargo por tener claras, precisamente, sus convicciones y desengaños. Ambos representan, en definitiva, lo único que parece verdadero y auténtico en medio de la podredumbre, impostura y decadencia moral y física por la que discurre su deambular. La inocencia arrebatada e imposible de la niña perdida y el derrumbe físico y anímico del inspector se equilibran en el devenir de sus conversaciones, más bien monólogos por parte de Rosita, y por los silencios y elocuentes gestos de su acompañante. Ella tiene algo de Lolita involuntaria, sin perversión alguna. Juan Marsé hace hincapié en los calcetines que lleva bamboleando en torno a un tobillo rasguñado y esbelto, a veces para recordar su escasa edad, otras para insinuar una madurez furtiva.

Rosita tensó la mirada, sin un parpadeo; por un breve instante, entre el arrebol de sus mejillas y el carbón de sus ojos circuló una ponzoña febril, un ajetreo de sedas y alacranes.

Fotografía de Xabi Piñeiro

Fotografía de Xabi Piñeiro

El que lee esta obra está caminando junto a ellos, intrigado por lo que va a pasar, esperando que suceda algo. Y lo realmente trascendente sucede, precisamente, durante esa espera, en esa tensa monotonía. La sensación que me transmite es la de que ambos están a salvo mientras caminen juntos durante ese breve espacio de tiempo que mitiga sus respectivas soledades. Se intuye un instinto protector por parte de él, a pesar de que no existen en esta magistral novela de Marsé juicios de moral sobre los acontecimientos. Tal vez una suerte de última voluntad, que debe concluir con esa niña por la que el inspector parece sentir algo. Algo que no sé definir al acabar de leer el libro y que, quizá, resuma el propio autor en esta cita:

Consideró entonces la falacia ambulante que representaba la huérfana, la añagaza piadosa de su peregrinaje con la capilla, su solitaria ronda al borde del hambre y la prostitución y esta última e involuntaria aportación a la mentira.

Como en otras ocasiones, Marsé descarga implacable su ironía inteligente, cual lacerante bisturí disecando la opulencia y la ceba catalanas, cómodamente instaladas en sus creencias y desprecio hacia los omnipresentes charnegos, dando lugar a escenas insólitamente cómicas.

Comen escudilla cada día y tienen un loro que reza el rosario en catalá […]. ¿Sabe cómo se llama el lorito? Patufet. ¿Eso no está medio prohibido?

Estos cabrones beatos del Virolai, dijo con desdeñosa ironía: Intercambian versitos y sardanas y juegan a conspiradores. Borricos.

"Uno puede preguntarse al concluir la lectura ¿qué habrá sido del viejo inspector? ¿Llevará a cabo los planes funestos con los que había iniciado el día? ¿Qué sucederá con esa niña-mujer, logrará encarrilarse de alguna manera? No hay una respuesta"

La tela que enmaraña los recuerdos de una Barcelona que se asomaba temerosa tras la negrura de los años de la guerra tiñe el relato de una sensación descorazonadora…y sin embargo, y aquí está el milagro orfebre del magistral Marsé, se insinúa un cielo en mitad del infierno. Un celaje que no tiene que ser necesariamente bueno, tan solo real, con diversas tonalidades, como los mismos personajes que parecen existir al margen de lo que sucede a su alrededor. Estos no tratan de imitar aquello que desearían ser, como el Pijoaparte para conquistar a Teresa, ni transformarse en otros individuos, como el pobre Faneca tratando de reconquistar a su mujer. Aquí ninguno de los dos protagonistas, niña e inspector, deja de ser quien es, salvo para subsistir en el caso de ella. Y para acabar, en el caso de él, con algo que, tal vez, merecía la pena hacer.

La paloma entró en el oscuro agujero con las blancas alas desplegadas […]. Ni siquiera la muerte conseguía despojar de cierta decorosa ingravidez, un amago postrero y fugaz de libertad.

En cada frase de este libro hay un mundo, porque el genial Marsé sabe hacer danzar palabras que evocan imágenes y sensaciones. Una ronda sublime, colmada de inocencia, malicia, vitalidad y lucidez que surge de esta azarosa y peculiar amistad entre la niña sin infancia y el adulto sin futuro. Huérfanos ambos de algo, en suma, esencial.

Uno puede preguntarse al concluir la lectura ¿qué habrá sido del viejo inspector? ¿Llevará a cabo los planes funestos con los que había iniciado el día? ¿Qué sucederá con esa niña-mujer, logrará encarrilarse de alguna manera? No hay una respuesta. Y yo, al menos, lo último que me pregunto es si el pobre diablo a quien la niña tenía que identificar era realmente su agresor y si su muerte fue accidental. No es casual, en mi opinión, que Marsé haya seleccionado la siguiente cita para iniciar esta pequeña joya que es Ronda del Guinardó.

Érase una vez una coincidencia que había salido de paseo en compañía de un pequeño accidente; mientras paseaban, encontraron una explicación tan vieja, tan vieja, que estaba toda encorvada y arrugada y parecía más bien una adivinanza.

L. Carroll

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Autor: Juan Marsé. Título: Ronda del Guinardó. Editorial: DeBolsillo. Venta: Amazon, FnacCasa del Libro.

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