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Duración de un fantasma, de Ismael Martínez Biurrun

Duración de un fantasma, de Ismael Martínez Biurrun

Cuando, tras el fallecimiento de su padre, Romana emprende la búsqueda de su hermano desaparecido, no lo hace solo para resolver unos asuntos de herencia, sino para escapar del aleteo negro de un fantasma. La acompaña Said, un joven fascinado por las leyendas que envuelven a la familia, y que lucha también por liberarse de sus propios tormentos.

Duración de un fantasma es un relato de almas en fuga y cuerpos que regresan a través del dolor y del deseo. Por estas páginas resuena el eco oscuro y conmovedor de autores como Clive Barker, David Cronenberg o Mariana Enriquez.

A continuación adelantamos un fragmento de la última novela de Ismael Martínez Biurrun.

******

Uno

Said tenía que nadar una hora todos los días. Sin excepción.

Aseguraba que, de lo contrario, su dolor de espalda se volvería insoportable. Peor aún, en pocos meses sus vértebras se fundirían en un solo bloque, un poste de hueso al que se fijarían sus músculos para siempre. Crucificado por dentro era la imagen que él había utilizado el primer día, cuando Romana aún estaba más preocupada por lo que callaban los ojos del joven que por lo que decía su boca.

—¿No puedes esperar a la tarde? —Acababan de ver el lago al pie de la carretera y ella quiso negociar—. Podrás nadar en el mar.

Él alargó el brazo y señaló un recodo perfecto para dejar el coche.

—Por favor —insistió.

Justo donde se apearon, un panel metálico avisaba de que el baño estaba prohibido en todo el perímetro, pero ella supo que aquello tampoco detendría a Said. En los tres días que llevaban juntos, ya lo había visto nadar en una piscina municipal y en un río de dudosa salubridad a las afueras de un pueblo. Romana había decidido aceptarlo como un precepto de obligado cumplimiento, lo que al menos daba una cualidad litúrgica al tiempo perdido, y además le permitía contemplar el cuerpo del joven con una mirada libre de sospechas.

Said se adelantó por el desmonte, entre los altísimos pinos, mientras ella negociaba cada paso con sus zapatillas de suela lisa. No le apetecía tropezar y torcerse el tobillo porque, entre otras cosas, era ella la conductora y no estaba dispuesta a ceder su puesto.

—¡Te espero aquí!

Mientras el muchacho se desnudaba en la orilla terrosa, cuarenta metros más abajo, Romana se instaló en una roca sombreada y sacó un Lucky Strike de la cajetilla que había cogido de la guantera. Trataba de fumar lo menos posible. Entre los muchos miedos que había acumulado a sus cincuenta y un años se contaba el pánico a los hospitales, por buenas razones. Pero también la lista de placeres insatisfechos se hacía larga, y el tiempo apremiaba. Se lo puso en los labios y lo encendió, sintiendo el picor de la primera calada como una bendición perversa.

Said no hizo ningún aspaviento al zambullirse, aunque la temperatura del agua a comienzos de mayo no debía superar los quince grados. Comenzó a bracear hacia el centro del pantano, veloz y en línea recta, como si acudiera al rescate de algún bañista invisible. Había un tesón en el joven que Romana trataba de usar como clave para descifrarlo. Pero no era sencillo.

A través del humo que dejaba flotar por delante de sus ojos, Romana contempló las paredes verdes del valle, la cresta rala y ennegrecida por algún fuego reciente que se prolongaba hacia el oeste, y los larguísimos pilares amarillentos que hacían volar la carretera sobre el extremo del lago. Justo cuando se preguntaba qué haría si el muchacho continuaba nadando hasta la orilla opuesta y desaparecía sin más en el bosque, vio que Said giraba en un ángulo cerrado y continuaba dibujando una especie de figura geométrica sobre el agua. Lo observó durante largo rato, tomando caladas lentas. Cuando estaba más lejos, todo lo que podía percibirse del muchacho era una leve agitación de espuma y una onda fugaz en la superficie negra.

Entonces Romana cerró los ojos. Dejó que su cabeza se meciera suavemente, como por el recuerdo de una melodía, y descolgó su mano libre para acariciar la roca con la yema de los dedos. Al cabo de un minuto volvió a mirar hacia el lago, y ahí estaba el cuerpo pálido de Said, estirándose e impulsándose con elegancia por el filo de agua. ¿Se daría cuenta él? ¿Notaría que el líquido se había vuelto cristalino justo un metro por delante de donde hundía los brazos, y a su alrededor?, ¿que se movía envuelto en una isla de claridad en mitad de la inmensa negrura?

Ella sonrió desde su atalaya. Aplastó la colilla en la roca y aguardó pacientemente a que Said regresara, cumplida su hora. Él no alzó la vista; salió pisando la tierra pastosa y fue directo hacia el lugar donde había dejado su ropa. Se quitó el bañador y utilizó la toalla fina que siempre llevaba en la mochila. Tenía un cuerpo flaco y fibroso, muy blanco, con un tatuaje de jeroglíficos que ascendía desde su tobillo izquierdo hasta la cadera.

—¿Qué tal ha ido? —voceó ella, a la vez que se erguía y se sacudía el polvo del vestido negro.

Él levantó el pulgar y terminó de vestirse sin mostrar el menor gesto de pudor. De pronto Romana se preguntó qué opinión tendría el muchacho de ella. Trató de mirarse a través de los ojos de él: una mujer mayor, de facciones algo duras y ojos escondidos, una melena tan negra como cuando era verdaderamente negra y una cintura que aún invitaba a ser rodeada y atraída. O así lo quería imaginar ella.

Interceptó la mirada de Said cuando se reunieron en el repecho, pero él solo dijo:

—Gracias.

Con cuidado de no resbalar, ascendieron de regreso al coche.

*

Viajaban en busca del hermano de Romana. Doce años antes, Amador Olano había logrado cierta celebridad con el sobrenombre de Sanador de las Almas Tristes. Aseguraba haber creado una psicotecnología revolucionaria, una forma de terapia capaz de sanar en una sola sesión cualquier tipo de trastorno de ansiedad o depresión, y su exclusiva consulta se convirtió en lugar de peregrinaje para clientes de clase alta o simplemente personas desesperadas. Hasta que tuvieron lugar las primeras muertes. Ningún juez fue capaz de dictar una condena contra Amador porque, ante el estupor de todos, resultó imposible razonar las pruebas de su culpabilidad. Después, relegado a la categoría de vulgar farsante, el Sanador de las Almas Tristes cayó en el olvido antes incluso de que decidiera emprender su retiro voluntario del mundo. Y eso fue todo, más o menos. Una anécdota, una breve erupción en el tegumento infinito y graso de noticias de un país mediterráneo.

Romana no había vuelto a hablar con Amador desde entonces —y a decir verdad, durante los años de fama solo intercambiaron un par de llamadas—, así que no tenía idea de dónde se ocultaba. Cada cierto tiempo, sin embargo, ella recibía el mensaje de algún periodista que trataba de recuperar los datos más morbosos de la historia o de algún audaz doctorando en las disciplinas más insospechadas: psiquiatría, inmunología, metafísica. Ella los ignoró a todos, demasiado resentida con su propio hermano como para mover un dedo en su busca, hasta que Said se presentó en la puerta de su piso de Aranjuez. Tan pronto como vio el brillo concentrado de aquellos ojos supo que jamás se rendiría; con ayuda de Romana o sin ella, el muchacho lograría encontrar a Amador Olano. Y detectó algo más. Una simetría en el calado de la mirada de Said y la de su hermano. La clase de semejanza que les impediría coexistir en un mismo lugar y en un mismo instante. Por eso ella estaba convencida de que, si el encuentro llegaba a producirse, aquel día tendrían que lamentar una nueva muerte. A pesar de eso, cogió un mapa y trazó un hexágono con las seis propiedades de la familia donde Amador podría haberse refugiado en los últimos años, y accedió a acompañar al joven con la condición de que lo hicieran en el coche de ella y al ritmo que ella marcara.

Lo que no le confesó a Said, al menos en aquel primer momento, fue que ella tenía sus propios motivos para buscar a Amador. Más aún; que su mente racional había tenido que hacer un considerable esfuerzo para no ver al Destino encarnado en aquel chico de nombre árabe y leve acento andaluz, surgido de la nada justo en el momento en el que Romana más lo necesitaba.

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Autor: Ismael Martínez Biurrun. Título: Duración de un fantasma. Editorial: Aristas Martínez. Venta: Todostuslibros

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