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El agua no tiene memoria, el mercado literario tampoco

El agua no tiene memoria, el mercado literario tampoco

Varios crímenes atroces han conmocionado al pequeño pueblo de Las Angustias, en la sierra madrileña, y el gobierno de la nación decide enviar a un inspector de policía desde la capital para que colabore con la Guardia Civil y las autoridades locales en su resolución, ya que se teme que el asunto pueda complicarse y terminar afectando a la imagen de paz que desea transmitir el régimen de Franco. 

La editorial Alrevés recupera el primer caso del inspector Ernesto Trevejo. Zenda reproduce el prólogo a la reedición de Aguacero de Luis Roso.

 

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“El agua no tiene memoria: por eso es tan limpia”. Recuerdo que leí la cita que abre este libro allá por el verano de 2015, y que de inmediato supe que debía encabezar la novela que ya por entonces tenía terminada, y cuyo título provisional, Aguacero —pese a todas mis protestas—, llegaría a ser el definitivo.

La cita no solo tenía sentido por su contenido —el agua, la memoria—, que tan a propósito venía con la historia, sino también por su autor, Ramón Gómez de la Serna, el gran vanguardista español y uno de los mayores referentes culturales de las primeras décadas del siglo XX, quien sin embargo ha quedado reducido hoy a un nombre vacío en manuales escolares, asociado siempre a un puñado de aforismos humorísticos:  las greguerías.

Gómez de la Serna se exilió durante la guerra, y aunque nunca se alió abiertamente con ningún bando —o precisamente por no haberlo hecho—, tras la instauración de la Dictadura continuó residiendo en Buenos Aires, desde donde colaboró a menudo con publicaciones españolas. Recibió cierto reconocimiento por parte del nuevo régimen en las décadas siguientes, pero ya no era más que una sombra de sí mismo. No era un referente para nadie, sino un incómodo recuerdo de otros tiempos.

El humor, la guerra, el agua, el olvido y la memoria; en la greguería de Ramón Gómez de la Serna –junto a la triste biografía del propio autor– estaban condensados todos los temas de mi novela.

Aguacero se publicó en junio de 2016, hace apenas siete años, pero a causa del ritmo frenético impuesto por el mercado de libros, esos siete años se sentían como veinte. Aguacero era, desde hacía algún tiempo, una novela, si no descatalogada –ni tampoco completamente olvidada–, al menos sí difícil de encontrar en las librerías. No era una novedad, con todo lo que ello implica en este mundillo. Se encontraba en un limbo semejante al de Gómez de la Serna en ese último tramo de su vida: no había llegado a desaparecer, pero tampoco era relevante para casi nadie. Ni siquiera lo era ya para mí como autor, dado que mi carrera había seguido adelante con nuevos títulos.

Que la editorial Alrevés haya decidido rescatar la novela de ese limbo y volver a publicarla en 2023 es digno de elogio, y algo de lo que yo estaré siempre agradecido. No es sencillo que una editorial apueste por un autor y por el conjunto de su obra de esa manera —por ese ritmo frenético del mercado del que hablaba antes—, pero yo sinceramente creo que Aguacero se merecía esta segunda oportunidad.

El inspector Ernesto Trevejo, el protagonista de Aguacero, estuvo a punto de terminar su andadura tras la publicación de la siguiente novela. Yo mismo como autor estuve a punto de abandonar o pausar indefinidamente mi carrera literaria en ese momento, alrededor del año 2018. También entonces fue Alrevés quien acudió al rescate, tanto del inspector como de mí.

Aguacero está muy lejos de ser una obra perfecta. Al releerla para esta nueva edición he sentido ganas de cambiar o eliminar algunas líneas, párrafos o hasta páginas enteras. La escribí cuando tenía entre veinticinco y veintiséis años, y quizá lo que he captado en esta relectura no sea otra cosa que la inmadurez propia de esa edad. Aun así, no he llegado al punto de renegar de ella –como hiciera Miguel Delibes con su primera obra, La sombra del ciprés es alargada–. Es posible que Aguacero adolezca de inmadurez, pero también he sentido que rebosaba ilusión —o incluso inocencia, o ingenuidad—. Mi yo de hoy, aunque solo hayan pasado siete años desde su publicación, no sería capaz de escribir Aguacero. O lo escribiría de una forma muy distinta. Tal vez porque el devenir de la vida me haya restado parte de esa ilusión —o inocencia, o ingenuidad—. Ya lo decía en cierto pasaje de mi anterior libro, El crimen de Malladas —cuya documentación y escritura me obligó a asomarme a las peores miserias humanas—: tengo la sospecha de que jamás volveré a ser la persona que alguna vez fui.

El inspector Trevejo tiene treinta y cuatro años en esta novela, la primera de su saga. Treinta y cuatro años tengo yo ahora, al redactar estas líneas. No creo en la numerología ni en ninguna otra seudociencia, pero me gusta observar y remarcar las casualidades que hilvanan nuestras vidas —a fin de cuentas, no somos otra cosa que una suma de casualidades—. El inspector Trevejo de treinta y cuatro años no es el mismo que el inspector Trevejo de las siguientes novelas, en las que ha ido cumpliendo años. Yo tampoco soy el mismo ahora que el que era antes, al escribir Aguacero, y no seré el mismo dentro de algún tiempo.

Quizá por ello, en una futura tercera relectura de la novela, mis conclusiones sean distintas. Hoy por hoy, creo que Aguacero es una novela con buenos mimbres. Entretenida, envolvente, visual y con algunas escenas que se quedan fácilmente grabadas en el recuerdo. Ahora corresponde al lector comprobar si su opinión coincide con la mía. Feliz lectura.

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Autor: Luis Roso. Título: Aguacero. Editorial: Alrevés. Venta: Todostuslibros

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