Los asuntos del alma siempre son un misterio. Cuanto se diga al respecto no es más que especular. Aun así, si con la serenidad del último trance el espíritu de los finados inicia un nuevo tránsito, no se antoja un desatino suponer que, en el caso de Charles Aznavour, ese trayecto postrero, hace hoy siete años, le llevó al monte Ararat. No muy lejos de allí fue donde, según algunas tradiciones, hace cuatro o cinco milenios arribó el Arca de Noé tras el Diluvio Universal.
El monte Ararat, el pico más alto de Turquía, es un estratovolcán del que ya hay noticia en algunos de los escritos más antiguos de la humanidad. Enclave mítico desde varias perspectivas —que llamaremos a las diferentes etnias, credos y reinos que se lloran allí—, el Ararat ya consta en los libros VI al IX del Génesis. Sí señor, en un sutil equilibrio entre lo mítico y lo histórico, se dice que fue aquí donde tocó tierra el Arca de Noé tras el Diluvio Universal. Corría 1929 cuando el profesor alemán Friedrich von Parrot, de visita en Ahora —pueblo de singular nombre, sito en la falda del Ararat— documentó en uno de sus trabajos la existencia en aquella aldea del monasterio de San Jacobo, cuyos monjes aseguraban haber construido aquel retiro con maderas procedentes de los restos de la nave del último de los patriarcas antediluvianos. Lástima que, en 1840, con la última erupción del Ararat, la lava arramblase con todo aquello.
Tiempo atrás, mucho tiempo atrás, cuando el imperio de Adriano (117-118), aunque la analepsis sea difícil de cuantificar, también fue allí, en aquel volcán, donde prefirieron la muerte, antes que renunciar a su fe, los Diez Mil Mártires del Ararat, la tropa de Acacio que, convertida al cristianismo, negó el culto a los dioses paganos: Roma ordenó su crucifixión en la falda del monte.
Aunque se alza en la actual Turquía, el Ararat, más que una montaña, para los armenios es su corazón, una parte inalienable de su historia, algo muy íntimo y arraigado de su identidad, máxime desde que el 24 de abril de 1915 las autoridades otomanas arrestaron a sus líderes e intelectuales en Constantinopla y, a partir de ahí, el Imperio otomano llevó a cabo estas masacres sistemáticas de los armenios, prolongándose hasta 1923. En efecto, aquello fue uno de esos genocidios que no conmueven a nadie, contra los que no se alza ninguna voz. Tal debió de ser el caso de alguno de los perpetrados entre los pueblos nativos americanos durante la colonización y expansión de Estados Unidos. Hubo entonces —nos contaron después— una serie de campañas de desplazamiento forzoso, violencia y políticas que diezmaron a muchas tribus. O el dominio del Congo de Leopoldo II de Bélgica a finales del siglo XIX y principios del XX. Nadie dijo nada entonces ante todas las atrocidades masivas perpetradas contra la población congoleña. Técnicamente puede que no fuera un genocidio. De lo que no hay duda es de que fue un régimen de terror y explotación brutal que causó millones de muertes.
En fin, atrocidades que quienes las sufrieron recuerdan a sus hijos con la encomienda de que ellos las cuenten a otros porque la historia siempre se escribe al dictado de los que se alzan victoriosos entre los cadáveres, al acabar las guerras. Y fue así como mientras Aznavour —por cierto, junto con Jacques Brel el único vocalista en la lengua de Baudelaire que consiguió triunfar, ¡y de qué modo! en el mercado estadounidense—, entre sus canciones y sus películas empezó a dar a conocer a cuantos le escuchaban el genocidio armenio, contra el que nadie, nunca, se manifestó. Algo más que amigo y algo menos que amante de Liza Minnelli, escribió temas para Juliette Greco y para Edith Piaf. Y también fue al primero al que oímos hablar del monte Ararat.
En el cine le descubrimos dando vida a uno de los desquiciados de La cabeza contra la pared (Georges Franju, 1959), después llegó Charlie Koller, el pianista de Tirad sobre el pianista (François Truffaut, 1960) o el Sigismund Markus de El tambor de hojalata (Volker Schlöndorff, 1979). La filmografía de Aznavour, extensa como pocas, viene a poner de manifiesto esa idea suya de que para entonar una canción no basta con repetir la letra como un busto parlante frente al micrófono: hay que interpretarla como se interpretan los personajes de las películas.
¡Qué bien cantó a la bohemia! Esa de cuando se es joven y las noches se pasan sin cenar y siempre sin dormir. Charles Aznavour fue encontrado muerto en la bañera de su residencia de Mouries un día como hoy. Debió de emprender desde allí el viaje al monte Ararat, aquel que dio título a la película más estremecedora del gran Atom Egoyan, un acercamiento a la masacre de Van: 55.000 armenios brutalmente asesinados entre el 19 de abril y el 17 de mayo de 1915. El término “genocidio” no se había acuñado aún. Aznavour escribió algunas de las canciones más hermosas del siglo XX. Pero nunca le faltó tiempo para dar a conocer al mundo entero la historia que los armenios de la diáspora, como sus padres, le contaron a él. Seguro que su alma aguarda la justicia y la reparación para los armenios en el Ararat.


Que hermosa ,triste e interesante historia,mi querida madre adoraba a Charles Aznavour,escuchaba sus canciones junto a ella.llegue a ver 1n película que el protagonizó, tengo 66 años,
Desconocía está historia, gracias
Excelente texto.