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El camino de los ingleses, de Antonio Soler

El camino de los ingleses, de Antonio Soler

Hace ya más de veinte años que Antonio Soler se alzó con el Premio Nadal gracias a una novela en la que un grupo de jóvenes malagueños se enfrenta al final del verano y, paralelamente, al final de la inocencia.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de la edición conmemorativa de El camino de los ingleses (Galaxia Gutenberg).

***

En el centro de nuestras vidas hubo un verano. Un poeta que no escribió ningún verso, una piscina desde cuyo trampolín saltaba un enano con ojos de terciopelo y un hombre al que una noche se llevaron las nubes. Los días cayeron sobre nosotros como árboles cansados.

Esta es la historia de Miguel Dávila y de su riñón derecho. Y también es la historia de mucha otra gente, de la Señorita del Casco Cartaginés, de Amadeo Nunni el Babirusa o la de Paco Frontón y aquel coche de color fresa y nata en el que se paseaba cuando su padre estaba en la cárcel. Y también es mi propia historia. Al recordar aquel tiempo voy resucitando una parte de mí mismo. Como un viejo paisajista que al pintar los ríos, las hojas de los árboles y el azul de las montañas que tiene frente a él estuviese dibujando el contorno de sus ojos, el trazo que el tiempo ha dejado en las arrugas de su piel. Su autorretrato.

No sé qué fotografía, de todas las que nos han hecho a lo largo de la vida, sería la que acabaría por definirnos. La que por encima del tiempo diría quiénes hemos sido verdadera mente. Pero sí sé que el verano en el que ocurrió la historia de Miguel Dávila es la foto que define lo que fue el germen, la verdadera esencia de nuestras vidas.

*

A Dávila lo vimos regresar al barrio la mañana de un día despejado de finales de mayo, cuando los jazmines de doña Úrsula empezaban a llenar la calle con su olor dulzón y los gatos que en otro tiempo había despellejado vivos Rafi Ayala maullaban con la desesperación del celo. Dávila tenía la misma figura delgada y altiva de siempre, aunque en la espalda, bajo la camisa blanca, llevaba una cicatriz de cincuenta y cuatro puntos en forma de media luna. A Dávila todo el mundo lo conocía como Miguelito. Después de la operación que sufrió aquella prima vera también empezó a ser conocido como Miguelito el Poeta o, simplemente como Dávila el Loco. Bajo el brazo llevaba un libro grueso y con el borde de las hojas un poco rizadas. El símbolo de su desgracia.

«Me pusieron el riñón en una bandeja y luego una enfermera gorda lo echó a una cubeta con papeles sucios, guantes de goma y cajas de cerillas vacías», fue lo primero que comentó Dávila en el Salón Recreativo Ulibarri, sonriente y con el orgullo de su herida aclarándole un poco el color pardo de los ojos. El Babirusa fue el primero de sus amigos en verlo. Al llegar al Salón Recreativo se sentó en la nevera de los refrescos para mirarlo desde lejos mientras Dávila le contaba al Carne, a Milagritos Dulce y al maestro Antúnez la aventura de su operación.

El Babirusa era pequeño, tenía cara de malayo —de chino decían— y un peinado de franciscano o algo así, con el flequillo de pico y las patillas recortadas casi por encima de las orejas. Las piernas le colgaban a lo largo del frigorífico rojo, sin llegar le al suelo, y él golpeaba suave y repetidamente con el tacón de su zapato derecho la segunda «o» de las palabras Coca-Cola. «Una enfermera gorda y morena, una gallina clueca que me daba de comer, me lavaba las manos o la polla cuando no podía moverme y que luego tiró mi riñón a la basura como quien tira cáscaras de patata, así lo hizo.»

Ni el Babirusa ni Avelino Moratalla habían ido a verlo al hospital. «Por no parecer maricones», dijo el Babirusa. Paco Frontón sí fue una tarde, cuando corrió el rumor de que Miguelito se iba a morir. Ni siquiera entró en la habitación. Se quedó en la puerta, mirándolo desde lejos como aquella tarde lo miraba el Babirusa. La madre de Dávila estaba sentada en una silla doblando y volviendo a doblar un pañuelo entre las manos. Miguelito giró muy despacio la cabeza en la almohada, miró a Paco Frontón y con la boca hizo un movimiento raro, como si se quisiera reír. Pero nunca estuvo seguro Paco Frontón de que los ojos de su amigo lo hubieran distinguido de la figura de un enfermero, de la propia muerte o incluso de la blancura de la pared.

Pero no murió Miguel Dávila. «Or direte dunque a quel caduto che’l suo nato è co’vivi ancor cogiunto», les dijo aquella tarde a quienes lo estaban escuchando en el Salón Ulibarri. Y como el Carne y Milagritos Dulce se quedaran mudos y el maestro Antúnez, tan delgado como una calavera, con el pelo gris peinado hacia atrás, dijese, rizando hasta lo insólito el car naval de arrugas de la frente:

–¿Lo qué?

Dávila pronunció despacio:

–«Diréis ahora a aquel yacente que su hijo aún se encuentra con los vivos.»

Y se levantó del banco en el que estaba sentado, dejando al Carne, a Milagritos Dulce y al maestro Antúnez con una ex presión confusa en la cara, simulando los tres que al fin habían comprendido lo que Miguelito les había querido decir antes de darse la vuelta y dirigirse hacia la salida. Se detuvo delante del Babirusa. Se miraron los dos, ahora sí, con una sonrisa abierta. Y sin decirse nada, el Babirusa saltó de la nevera y salió del Salón Recreativo Ulibarri al lado de Miguel Dávila, con sus andares de saltimbanqui y los ojos de chino o de malayo brillando de orgullo por la cicatriz de cincuenta y cuatro puntos en forma de media luna que su amigo, regresado del reino de los muertos, tenía en la espalda. Contenía la respiración y el habla el Babirusa para no pedirle a Miguelito Dávila que se levantase la camisa y allí mismo, en mitad de la calle, le mostrara de una vez aquella huella del infierno.

Esa tarde yo había ido a llevarle los apuntes a González Cortés al bar de su padre. Cortés, todavía más alto de lo que parecía en clase a causa de aquel mandil blanco que casi le llegaba a los tobillos, estaba de pie a mi lado, junto a una de aquellas mesas que había pegadas a los ventanales del bar. El Garganta se peinaba con mucho detenimiento mirándose en el espejo que había detrás de la barra. Llevaba su traje de las grandes ocasiones y una camisa verde esmeralda, con los cuellos aplastados sobre las solapas de la chaqueta negra.

González Cortés estaba preguntándole al Garganta si iba a otra entrevista para trabajar en la radio, secándose las manos en el mandil, cuando miró hacia la calle y me dijo, con la son risa entristecida de repente: «Mira. Dávila. Decían que iba a morirse». Yo giré la cabeza y los dos vimos pasar por el otro lado de la calle a Miguelito y a Amadeo Nunni el Babirusa ca minando a su lado. El sol de la primavera iluminaba las dos figuras. Dávila con su camisa blanca resplandeciente y el otro, pequeño y saltarín, con sus zapatos de fieltro pintorreados con banderas sudistas, cruces gamadas y calaveras de pirata. Victoriosos de no se sabe qué lejana batalla. Todavía inocentes e intrépidos.

Esa fue la tarde en que Miguelito reparó en Luli Gigante. Ya la había visto tiempo atrás, cuando iba con sus amigos a observar cómo Rafi Ayala despellejaba gatos en las tapias del Convento o a ver cómo se metía la punta de un destornillador por el agujero de la uretra o se subía a pulso sobre un ladrillo colocado encima del pene. También la había visto algunas mañanas, antes de caer enfermo, en el Camino de los Ingleses, ella abrazada a sus libros y él por la acera contraria, camino de la droguería. Pero aquella fue la primera vez que Luli le dedicó una mirada lenta y una sonrisa que apenas era una sonrisa, tan suave que el Babirusa no la advirtió y Miguelito, cuando ya había avanzado unos pasos calle adelante, tampoco estuvo se guro del gesto.

Antes de ese fugaz encuentro, al apartar yo la vista de aquellas dos figuras, la de Dávila y el Babirusa, mis ojos fueron a pararse en las manchas de agua que las manos mojadas de González Cortés acababan de dejar en la blancura de su mandil. Y al ver el rastro gris suave de la humedad en la tela sentí lo mismo que se siente en las tardes de sol, cuando pasa una nube y de pronto se oscurece la luminosidad de un día feliz.

[…]

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Autor: Antonio Soler. Título: El camino de los ingleses. Editorial: Galaxia Gutenberg. Venta: Todos tus libros.

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