Inicio > Blogs > Ruritania > El cautivo de sí mismo y la Vera de pastel

El cautivo de sí mismo y la Vera de pastel

El cautivo de sí mismo y la Vera de pastel

Escribía Nietzsche/Zaratustra, en la sección De los poetas, en el Segundo Libro de su Así habló Zaratustra, algo así como: “¿Me preguntas por qué? No pertenezco a los que pueden ser preguntados por su «por qué». ¿Acaso mi experiencia es de ayer? Hace ya mucho tiempo que viví las razones de mis opiniones. ¿No tendría que ser un tonel de memoria si quisiera llevar conmigo también las razones? Me pesa ya demasiado conservar mis propias opiniones; y a veces algún pájaro se las lleva volando”.

Me reconozco en la idea del inmortal alemán. No por compararme con su genio (por ejemplo, nunca tuve un caballo al que susurrar al oído, compadecido por el castigo que estaba recibiendo; a lo sumo, unos cuantos borricos y compadecido de mí mismo, por el castigo que yo estaba recibiendo, escuchando pagados rebuznos), sino por recordar a aquéllos que han escrito o pensado lo que a uno le hubiera gustado escribir o pensar.

Y es que me declaro ferviente defensor de mis prejuicios. Y es así, porque hoy ya pintaría canas si me quedara pelo en la cabeza, y mis argumentos vienen —la mayoría— de tan lejos que muchas veces me sorprendo yo mismo preguntándome cómo diablos mantengo una opinión tan clara sobre aspectos tan necesitados de esa base racional que me salto como si fuesen jurídicos notoria non egent probatione, y que, sin embargo, defendería a ciegas y sin paracaídas a espada o pistola, como, por otra parte, hay que defender aquello en que se cree o aquello que se ama, si no se quiere perder el alma una vez pero para siempre.

"Me rebelo ante la presunta obligación de introducir en mi mente saturada información que mi trayectoria vital sabe que va a ser finalmente irrelevante"

En ese tango melancólico que es la vida, los años dan y quitan, y casi es mejor conformarnos en el recuento con un cobardica juego de suma cero, ante el peligro de perder en la apuesta: al fin y al cabo, el capital ya no es tan grande como para seguir dilapidándolo, y, como diría Fito Cabrales, este mar cada vez guarda más barcos hundidos. Por ejemplo, a uno le llega la hora de las renuncias, le hacen parecer sospechosos todos los menores de treinta y le dan una especie de preclaro olfato, ni siquiera deseado, para la tontería contemporánea.

Éste el caso. Por ello, me gusta hablar de prejuicios, sin rubor y sin cautela frente a ofendiditos y canceladores, cuando seguramente debiera hacerlo de posjuicios; es decir, esas convicciones formadas por experiencias muchas de ellas olvidadas —otras no, por supuesto—, pero siempre presentes en el ánimo. Porque éste no necesita pensar, sino solamente sentir. Y bueno, por eso incluso me vale prejuicios: así es la chulería final de los madrizleños, que no nos caemos… nos tiramos.

Y entonces, resulta que todas estas reflexiones se me vienen encima, al hilo de reparar en creaciones culturales del género humano, como El cautivo, de Amenábar, o como Vera, una historia de amor, de Juan del Val. Desde luego, como posición de principios, debo adelantar que no tengo intención de ver la película ni de leer el libro, porque ahí es donde encuentro la gracia del asunto: me rebelo ante la presunta obligación de introducir en mi mente saturada información que mi trayectoria vital sabe que va a ser finalmente irrelevante. ¿Prejuicios, posjuicios? ¿Nos caemos o nos tiramos?

"Reivindico el derecho a no hacer lo indeseado, pero sobre todo lo innecesario"

¿Qué necesidad tendría un director que ha creado Tesis o Los Otros o Ágora de hacer una película como ésta, una calentura en la que, al parecer, se nos muestra un Argel del siglo XVI de la señorita Pepis, y solamente como instrumento para meternos con calzador que Cervantes tenía que ser homosexual? ¿Y qué necesidad tendría un escritor, ya con varios libros publicados, y con fama labrada a base de polemizar, para escribir un libro basado en los lugares comunes a los que, sin duda, azotaría en su tertulia? Me pregunto qué necesidad tienen autores, con su pequeña o su grande inmortalidad ya consagrada, de pegarse un tiro en el pie: ¿qué podemos decir de uno de los últimos libros del reciente premio Nobel de Literatura, del que no transcribo su nombre porque no sé pronunciarlo, escrito en forma de una única frase, con un único punto y final y apenas unos cuantos punto y comas, que ocupa más de cuatrocientas páginas? La tontería. La respuesta tiene que ser la tontería contemporánea. Somos tan cultos, tan altos, tan rubios, con los ojos tan azules y tan guais, que miccionamos colonia y creamos truños que no pasarían el primer filtro de un concurso de pueblo, si no fuese por aquélla amortizada pequeña o grande inmortalidad, un descarado presente mediático y una pizca de desdén hacia el vulgar público.

Así que no, no hace falta haber visto la película ni haber leído el libro. Reivindico el derecho a no hacer lo indeseado, pero sobre todo lo innecesario. Los acontecimientos venideros proyectan su sombra con antelación (¿Goethe?), y, sin más, con haber leído a otros que han acometido la penitencia de sí hacerlo, o, sin ir más lejos, con haber visto el cartel oficial de aquélla o la reseña de éste, es suficiente para despertar esos mis prejuicios… o lo que sean.

"Y tampoco nada tengo nada que decir sobre una obra que, simplemente, trata sobre lo que hoy se lleva y hoy se vende"

En realidad, ignoro si película y libro son geniales o mediocres. Mi reflexión no va de ello. Porque solamente el hecho de ver el cartel con el que se anuncia la película, y ver un tipo vestido como un maniquí, que se intuye hasta perfumado y seguramente recién salido de la manicura, me trastoca el ánimo. Y porque solamente ver que la novela, presentada bajo seudónimo femenino, vergonzosamente a lo Carmen Mola, que va de una mujer (¡cómo no!), con los cuarenta y cinco cumplidos (¡yupi!), recién liberada del yugo patriarcal y machista (¡bravo!), que se agencia un hombre más joven y sin posibles (¡por supuesto!) y hasta cuyo nombre de pila tiene reminiscencias a “verdad” o “verdadera”… pues eso.

Y es que nada tengo que decir sobre una obra que protagonice un hombre que tenga inclinación sexual por otro hombre, por una mujer, por un niño (excepción evidente de que pretenda pasar al acto) o, incluso, por una gallinita o una oveja. Exactamente como me dan lo mismo la altura, el peso o sus preferencias a la hora de matar el hambre: no tengo nada que decir sobre si alguien es alto o bajo, gordo o delgado, o si prefiere las hamburguesas o las hojas de lechuga. Sólo faltaba. Y es que, además, si se pidiera mi opinión, el escritor del Quijote es, literalmente, Dios; y eso es y seguiría siendo así aunque la cosa, en vez de simples inclinaciones, tratase sobre actos reprobables y, por ejemplo, Amenábar hubiera descubierto que Cervantes se dedicaba en sus ratos libres a diseccionar meretrices entre la espesa niebla de Londres.

Y tampoco nada tengo nada que decir sobre una obra que, simplemente, trata sobre lo que hoy se lleva y hoy se vende, porque, además, puestos a elegir vivencias y sentires, me gustan mucho más y me parecen mucho más interesantes las mujeres y sus propias historias vitales que los hombres y las nuestras, mucho más engoladas, necesitadas de aprobación general y ególatras.

"Utilizo la excusa de escribir sobre dos obras que no he visto, pero que proyectan su sombra desde la lejanía"

Pero a cambio, y aun teniendo en cuenta que no estoy en contra de que excepcionalmente se hagan películas para hacer valer o dar relevancia a las propias inclinaciones, o de que se escriban novelas como es debido —entre otras razones porque yo también he exorcizado mis propios fantasmas escribiendo y también alguna vez (una o ninguna, no estoy seguro) me he dejado arrastrar por lo que convenía—, creo que lo más honrado sería avisar. Quizás se pudiera hacer algo así como en las cajetillas de tabaco, donde se advierte que puede matar o, peor aún, causar impotencia: en las películas o en los libros habría que alertar de que no se basan en hechos reales, sino deseados, y de que no necesariamente responden a aquello en lo que cree el autor (o sí).

Porque no, resulta que no todos los hombres tienen un poco de homosexual, como desean defender, al parecer, algunos homosexuales (lo veo como si a mí me diera por sostener que todos llevamos un calvo debajo del pelo), ni tampoco todo el mundo disculpa la contradicción entre cómo se habla y cómo se escribe.

En conclusión, mi reflexión va de eso: utilizo la excusa de escribir sobre dos obras que no he visto, pero que proyectan su sombra desde la lejanía. Se critica el prejuicio por la ilusión de que poseemos una razón capaz de comprender el mundo desde una posición de neutralidad absoluta. Pero nada más lejos de la realidad. Comprender implica partir de un horizonte previo de sentido dado, de una serie de experiencias, creencias, valoraciones e, incluso, expectativas, que seguramente orientan la interpretación antes de iniciar el análisis racional. Defiendo la dignidad epistemológica del prejuicio, porque nada como el prejuicio es más yo, es más nosotros, es más autenticidad frente al otro. Los años dan mucho combustible al presente, y quemándonos trozos de nosotros mismos alumbramos nuevos pensamientos, nuevas decisiones, nuevos juicios. Cuando uno tiene ya mucho menos horizonte que retaguardia, es muy difícil encontrar algo completamente nuevo, algo que sorprenda hasta el punto de no tener referencias sobre las que apoyarse para asirlo, y, sin embargo, reconoce patrones y tipos humanos a primera vista (¿prejuicios?). Y posiblemente, la tontería contemporánea nos salte a los ojos como esos flashes de los radares de tráfico —instalados por la Autoridad por nuestro bien, como todo el mundo sabe— que nos anuncian la multa.

"Así que, en efecto, creo que una de las formas más refinadas de tontería contemporánea consiste en creer que el mundo empieza con nosotros"

Y en fin, perdóneseme querer casi terminar esta diatriba sobre los prejuicios y la tontería humana con dos poco políticamente correctas reflexiones: una, que, ¡vaya!, a ver si va a resultar que, a este paso, los únicos hombres verdaderos que quedan van a ser las lesbianas; y, dos, que a ver si las vamos dejando en paz de una vez con supuestos apoyos que suenan a viejos permisos paternalistas: las mujeres creo que no necesitan que las empoderemos los hombres con campañas artificiales de medios de comunicación, políticos falsos (perdón por el pleonasmo), coros de sobrevenidos feministos y libros comerciales, sino que sean para nosotros, únicamente, pero nada más y nada menos que nuestras compañeras de camino (compañeras y no otra cosa, y del mismo camino).

Así que, en efecto, creo que una de las formas más refinadas de tontería contemporánea consiste en creer que el mundo empieza con nosotros, o que terminaría sin nosotros, y que nuestros espectros son importantes de verdad para alguien. Empezamos tomándonos demasiado en serio y terminamos cargando sobre los demás nuestros fantasmas y nuestras contradicciones. Por favor, avisen… como en las cajetillas de tabaco.

4.6/5 (14 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios