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El crimen de Smith y Hickock

Otro 15 de noviembre, el de 1959, hace hoy 64 años, la del alba sería cuando Richard Eugene Hickock, alias Dick, y Perry Smith, dos reclusos de la penitenciaría de Kansas, en libertad condicional desde hace apenas unos días, se disponen a ser la piedra angular del nuevo periodismo, la novela de no ficción y todo un argumento tanto para los partidarios como para los detractores de la pena capital.

Desde el atardecer del día 14, los dos exconvictos han estado conduciendo —casi 650 kilómetros a lo largo de toda Kansas— en pos de una quimera: la nacida en la cabeza de Hickock cuando Floyd Welles —un compañero de reclusión— le habló de un granjero de Holcomb, en el condado de Finney, que guarda grandes cantidades de dinero en efectivo, en su propia casa, para pagar la nómina a los 18 empleados que contrata. Hickock, quien, pese a que hoy va a convertirse en uno de los asesinos más célebres de la historia, con anterioridad, como criminal, era muy poca cosa —fue a la cárcel por firmar cheques sin fondos—, al escuchar a Welles imaginó el gran golpe de su vida, aquel cuyo botín habría de permitirle retirarse al otro lado del río Grande. Imaginar cosas así hacen más llevaderas esas horas, que siempre transcurren lentas en presidio.

"Cuando el 14 de abril de 1965 lleven a Smith al cadalso, el cuello no le llegará a la soga. Su verdugo habrá de subirle a un escabel, a una pequeña tarima para ahorcarle"

Perry Smith, en gran medida, ha llegado hasta la casa de los Clutter por farfolla. Alardeó con Hickock de haber “matado a un negro en Las Vegas”. Aunque la investigación de la matanza que se disponen a perpetrar demostrará que Smith, con anterioridad, no había matado a nadie en ningún sitio, Hickock reconoció en Smith a “un asesino nato”. Quienes verdaderamente luchan contra la Ley y saben lo que la Ley reserva a quienes derrota, nunca abren tanto la boca.

Cuando el 14 de abril de 1965 lleven a Smith al cadalso, el cuello no le llegará a la soga. Su verdugo habrá de subirle a un escabel, a una pequeña tarima para ahorcarle. Este detalle dará mucho que hablar a los que abogan por la abolición de la pena de muerte. Tanto como a sus partidarios esos consejos que daba Herbert Clutter a su hijo Kenyon, sobre la inconveniencia de comer caramelos en ayunas para disimular el olor del tabaco. Pero a Kenyon, que no llegará a cumplir 16 años, no va a matarle la nicotina.

"No le gustaba que se hiciera a las chicas esas cosas que Dick pretendía hacer a Nancy. La bondad se puede tornar maldad en cuestión de segundos"

Tras maniatar y amordazar al matrimonio Clutter y a sus dos hijos, Dick y Perry buscan desesperadamente esa fabulosa cantidad de la que les habló Welles en la penitenciaría. El dinero no aparece: solo dan con 50 dólares en efectivo. Hickock es un tipo inestable y no quiere dejar testigos. De modo que corta el cuello a Herbert Clutter antes de volarle la cabeza de un tiro. Nunca se sabrá quién mató a quién. Durante los interrogatorios Hickock culpará de todos los crímenes a su compañero. Sin embargo, Perry Smith —el asesino que no llegará a la horca— dirá que fue Dick quien mató a las dos mujeres. Es más, incluso, asegurará que paró a su compinche cuando, antes de matar a Nancy Clutter, la joven que no habría de cumplir 17 años, Hickock quiso abusar de ella. El asesino que no daba la talla de la horca llegó a culparse de toda la matanza porque “la madre de Dick era una persona muy dulce”. No le gustaba que se hiciera a las chicas esas cosas que Dick pretendía hacer a Nancy. La bondad se puede tornar maldad en cuestión de segundos. Tanto fue así que incluso llegó a hablar con ella de poesía y de pintura antes de volarle la cabeza.

Al menos, eso fue lo que aseguró a Truman Capote. Aún no se habían descubierto a los asesinos de los Clutter cuando el gran Truman leyó sobre el crimen de Holcomb y vio en aquella matanza el germen de la novela que habría de inaugurar el nuevo periodismo y, con un poco de manga ancha, hasta ese true crime que tanto interés despierta en nuestros días.

"Sin ir más lejos, aquellos eran los días de la mitificación del marginado, cuando los delincuentes lo eran ante la imposibilidad de elegir otra vida. Pero ¿qué vida pudieron elegir Nancy Clutter y su familia?"

Antes de que los investigadores, siguiendo una pista facilitada por Welles, detuviesen a Smith y Hickock, Capote ya había llamado a Harper Lee, su amiga de la infancia y los dos estaban inmersos en el trabajo de campo previo a la redacción de A sangre fría (1966).

Ése fue el momento estelar de la humanidad que trajo la horrible matanza: dos de los grandes autores del Sur estadounidense, tierra pródiga en novelistas como pocas, cumpliendo las promesas que se hicieron siendo niños de alcanzar juntos la gloria de las letras, se desplazaron al Medio Oeste, a Kansas, en busca de materia literaria, y Capote alcanzó la gloria en el relato verídico de aquella carnicería. “A Jack Dumphy y a Harper Lee, con afecto y gratitud”, reza la dedicatoria. Lo que sigue son más de 350 páginas —publicadas originalmente por entregas en The New Yorker en 1965— del verdadero recuento de un asesinato múltiple. Un pequeño tocho que partió varios esquemas. Sin ir más lejos, aquellos eran los días de la mitificación del marginado, cuando los delincuentes lo eran ante la imposibilidad de elegir otra vida. Pero ¿qué vida pudieron elegir Nancy Clutter y su familia? La bondad puede tornarse maldad en cuestión de segundos, y viceversa. Así se escribe la historia.

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