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El olor de las casas de los ancianos

El olor de las casas de los ancianos

Les foins, por Jules Bastien-Lepage.

A esta pregunta, cuando éramos jóvenes, mis amigos siempre daban la misma respuesta: “Coños”. Mientras, yo contestaba: “El olor de las casas de los ancianos”. La pregunta era: “¿Qué es lo que de verdad te gusta más en la vida?” Yo estaba destinado a la sensibilidad. Estaba destinado a convertirme en escritor.

La gran belleza, Paolo Sorrentino

El 0 no existe en números romanos

Pienso en los días blancos mientras perfilo la isla de Lesbos y observo el mar Egeo, extendido hacia la plenitud, hacia un horizonte que, por lo que ahora mismo sé, podría prolongarse hasta la eternidad. El barco está vacío y las tablas de madera son algo antiguas, pero el viento brinda dulzor a la caída del sol sobre los hombros de Grecia.

Zeus es una niña que nace para regir el universo que yo conozco.

I. Los días de la cáscara amarga

Acertarán cuando de nuevo sean
un mudo pez en el agua o un pájaro en el aire.

Buitres negros planean el mundo.

No se escucha nada más que el silencio y la percusión de las aguas en calma contra la proa del barco. Las páginas de Purificaciones (Ars Poética), de Eduardo Calvo, se desplazan ligeras. Percibo sobre ellas una pantalla viscosa, una sustancia que se adhiere a mis manos y me hace pensar en el sudor o el nerviosismo. Me resulta complicado llegar a las palabras. No puedo rascar: hace años que me muerdo las uñas como un caníbal. Pruebo a coger un poco de agua y esparcirla sobre el libro, pero la pantalla ejerce como mecanismo deslizante. Las páginas se mantienen intactas, como plastificadas, recubiertas de una gelatina impensable.

Me da algo de pudor reseñar a Eduardo Calvo. Un mosquito se posa sobre mi hombro y lo aplasto con mi mano derecha. Me siento algo culpable. Me siento un genocida de los mosquitos. Mezclo la culpabilidad con el pudor y me alejo de las Purificaciones, enturbiado por los pensamientos cóncavos que se anclan en mi máquina central.

Heraclitus, de Johannes Moreelese.

Buitres negros planean Grecia. Heráclito observa las leves sacudidas del pequeño barco en el que leo a Eduardo Calvo. Están todos ahí reunidos, sé que me juzgan. No tengo interés alguno en escucharlos, porque según ellos no tiene que infectarme / la multitud de tus besos, sólo uno.

Y yo quiero volver a besarte.

II. La pureza se desnuda sólo una vez

y la palabra sanadora podrá obtenerse
y haremos un buen uso de la celebración

Los botones de las blusas son escaleras de caracol hacia los tejados.

[ayer]

El niño desabotona la blusa de su enamorada despacísimo, como si cada botón contuviese el delicado mecanismo de una bomba. Tiene miedo de no ser lo suficientemente delicado, de parecer un auténtico descarado. Los dos están absortos en el ritual de los botones y apenas alzan la cabeza para mirarse, aterrados ante la figura del primer amor que se dibuja, irrepetible, ante ellos.

Al cabo de dos triunfos, la piel empieza a desvelarse como una encimera de puro mármol, tan blanca y luminosa que parece un verano entero. El niño se detiene un instante y lleva su mano derecha a la mejilla de su enamorada, deslizando el reverso de sus dedos por esa piel tan joven y ruborizada. Piensa en las esculturas del British Museum; recuerda las calles de Roma y Florencia. El tacto pétreo de esas estatuas detenidas en un movimiento perpetuo es lo que desearía para este instante inviolable en que la caricia se sostiene y el amor parece una cosa sagrada. Comprende, entonces, el poder de la belleza.

[antes de ayer]

Escondido detrás de la puerta, el niño observa a su versión futura desabotonar la blusa de una joven. Debe bajar la mirada. No puede robarse a sí mismo lo excepcional de ese segundo que todavía no existe. Se da la vuelta y cierra con cuidado la puerta.

Baja al parque, donde los niños juegan en los columpios y se pelean sobre la arena. Desde la calle alza la vista hacia la ventana de su casa y contempla el lento movimiento —casi inapreciable— de dos sombras atascadas en el tiempo. Piensa que todavía es un niño y no sabe nada del amor, tampoco de las sombras. Ya tendrá tiempo de saber.

El niño se remanga y se lanza sobre sus amigos en la arena, dispuesto a pelear por ningún motivo en absoluto.

Interludio: bombo a negras durante veinte segundos / los demás instrumentos callan

Juego a los dados con los niños
y me gusta perderme en lo que dices.

Primero estamos limpios. Luego llega el barro. Nos pasamos los demás días raspándonos el barro de la piel. Buscamos morir limpios.

III. El Olimpo era un océano lleno de tormentas

Siempre tenías el pelo revuelto
quién podría cansarse de quererte

¿Por qué Purificaciones? Algo busca Eduardo Calvo.

Creo que quiere redefinir lo puro. Establecer un tránsito de ida y vuelta por el tejido de los términos. Quiere visitar los montes grecolatinos y esconderse en las grutas de su conocimiento, beber en las cuevas y acariciar los acantilados. Quiere encontrar en esas paredes las inscripciones de su vida pasada, los destellos de luz de las habitaciones perdidas. Dice: una joven espabilada sabe / que no sólo por diciembre del año / mil novecientos diecisiete quieren / volverme loco los recuerdos. Quiere después volver como un bailarín de agua, enfrentado a ese asalto percusionista que es la vida. Y canta desbocado, triste, feliz, en armonía con la memoria por un brevísimo instante.

Me despierto y la hoja de un árbol sin frutos
tiembla en el dintel de mi puerta,
así tiembla tu alma.
Tus palabras: «Me dijiste que podía contar
                                                                   contigo».

Hay un requiebro de pérdida en algún fragmento de Purificaciones que desconozco, un escondrijo invisible en el que se ocultan los contornos del adiós. Se intuyen dos sombras atemporales, extraídas de la narrativa lineal de los tiempos conocidos: el amante y la amada, los convocantes de las fieras del deseo. Hay un rugido. Un rugido de vida y muerte. Un deseo imposible de ser árboles que contemplan el movimiento tibio de las hojas en otoño.

IV. Yo no tengo hogar, yo construí una casa para ti y para mí

Destinados a la providencia mutua
dejo en tus manos mi morada

Uno nunca sabe cuál es el amor real. Puede, llegado el momento del final, explorar su retrospectiva y alcanzar una conclusión sesgada: he vivido tantas cosas, entre ellas selecciono la experiencia que mi memoria ha salvaguardado con mayor integridad y lucidez. Sin embargo, no hay certezas. Todo es un paseo abismal por colores similares e indistinguibles.

Encore et toujours, de Yves Tanguy.

AMOR UNO: Escogimos un banquito debajo de un olivo bastante grande para esquivar la lluvia y nos besuqueamos como si la tierra estuviese a punto de hundirse. Mi deseo de poseerte trasciende mi propio cuerpo y cabalga a lomos de la vana posibilidad de que algún día tu carne sea mi carne y yo pueda, al fin, mirar el mundo a través del iris marino que puebla tus ojos.

AMOR DOS: La plaza abierta está vacía y tu presencia me invita a bailar. Saltamos por los adoquines como niños encendidos, como velas en un parque abandonado por las farolas. Si miro a la luna puedo ver tu rostro reflejado en ella; si miro tu rostro no veo la luna sino el resplandor de esta noche tan feliz. Me siento bien contigo, querida. Ojalá pudiese hacértelo saber.

AMOR TRES: Estoy sentado en el rectángulo de piedra que flanquea una estatua gigante y representativa de la ciudad en la que hemos de cruzar nuestros caminos. Intuyo en mi futuro el claro verdor de los árboles frutales salpicados por el agua del mar; planeo esperar por ti aquí sentado hasta que vengas, ocupes el espacio vacío y juntos podamos admirar la caída inevitable del sol.

Caminamos por un mar de espinas
rumbo a un dolor distinto.

V. El último bostezo la última batalla frente a la soledad

En la noche de astros generosos atisbo a mi primera novia dormida bajo el agua

El hombre cansado introduce su pie derecho en la transparencia.

Escucha el sonido del viento golpeando la superficie del océano y recuerda la música de los días felices: sentados en el comedor, ambos mirándose bajo el manto de Chopin; llegada la noche, abrazados como dos caracoles al sonido de Fistful of Love; en la distancia, observándola como un fantasma que se disuelve en la bruma invernal mientras Cohen susurra: travelling lady, stay a while.

Sus pasos no pueden detenerse ya, es demasiado tarde para detener el sangrado de la vida que se escapa a través de la piel. El pie derecho se alza unos centímetros y avanza, y se hunde en la arena como un yunque aterrizando en el agua. La sal lava su cuerpo y pronto se introduce en sus pulmones, purgándolo todo.

Al fin la gelatina abandona las páginas. Al fin la pureza. Al fin la muerte.

Manifiesto contra los epílogos que subrayan la curvatura de los círculos

Tres gatos se aproximan al ventanal, atraídos por las sombras. El viento desplaza la cortina y desvela el vacío: no hay nadie en esa habitación misteriosa. Los gatos se dispersan. A pie de calle, el niño sigue absorto, imaginando el amor lento de las blusas sacramentales.

Purificando su futuro en su imaginación.

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Autor: Eduardo Calvo. Título: Purificaciones. Editorial: Ars Poética. Venta: Amazon.

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