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El poeta guardián

La poesía de Sepúlveda contiene la visión desgarrada, a veces melancólica, elegíaca siempre, de un mundo que está en permanente fuga. Todos estos elementos están adheridos a sus poemas de forma natural porque también así se encuentran en su autor lastrado por las pérdidas; pérdidas que igualmente se observan a través de esa respiración entrecortada con la que el autor dice que escribe sus poemas, una respiración que obtenía el oxígeno, inevitablemente, de países distintos. Es una poesía de sentido unívoco que quiere concretar la realidad endógena y exógena del momento en el que el sentimiento provoca la avenida del poema. Es una poesía que huye de lo sentencioso y se complace en la extensión, a veces descriptiva. El poema en Sepúlveda es un impulso, como la cámara fotográfica que detiene una realidad en un instante que nace con la intención de perdurar. Hay en él una voluntad inequívoca de confesionalidad que, unida a un lenguaje llano, con toques localistas de su tierra natal, lo hacen aún más cercano a la realidad que intenta retratar. Y digo «retratar» porque muchos de sus poemas son retratos ideológicos, emocionales, con pretensión de fijar utópicamente un determinado concepto de verdad en el momento sociohistórico que le tocó vivir. No elude lo escabroso ni lo sórdido (es ejemplar en este sentido el poema «Cuando no tengas un lugar donde llorar»), pero no era la finalidad del autor detenerse a reflexionar sobre las posibilidades expresivas del poema, ni hacer experimentos sobre lo que la poesía podría contribuir a ampliar los horizontes de la de la literatura, ni tampoco explorar otras fórmulas para que el autor habite en el poema. Tal vez ni siquiera esto sea necesario para ser un poeta que conecta con la profundidad del ser humano. Al contrario que en su obra narrativa, su poesía no está preocupada por el estilo ni por la adscripción a ninguna estética definida. Sepúlveda parece que escribiera como leyó que otros poetas lo hacen. Tal vez su máxima aspiración en el poema sea únicamente la consecución de esa verdad emocional que él piensa —erróneamente, si creemos a Barthes, a Foucault y a Blanchot— que es directamente transportable al poema. Esa verdad que sienten los poetas inmediatos, esa misma verdad y esa necesidad de desnudarse ante sí mismo que concentran su actitud frente a la poesía de la misma manera que dijo su maestro Pablo de Rokha en unos versos: «Yo canto, canto sin querer, necesariamente, irremediablemente, fatalmente, al azar de los sucesos, como quien come, bebe o anda y porque sí» [1].

"Palabra unida al tiempo en el que nace, implicada con el momento preciso que la impulsa, palabra memorística, palabra como recurso ético, palabra como insignia de justicia"

Sepúlveda nos habla con esa misma sinceridad que propone Blanchot [2]: «Leer, escribir, tal y como se vive bajo la vigilancia del desastre». Y, sin embargo, como bien nos advierte Todorov [3], no debemos olvidarnos nunca de que la verdad de la literatura desprecia la constatación. La verdad literaria solo puede ser verificada en el lector, porque jamás propone teorías que puedan ser demostradas y, por lo mismo, tampoco refutadas; quizás a lo único que aspire es a ser interpretada —reinterpretada, si quisiéramos ser aún más precisos—, y eso no es otra cosa que su magia. Esas contigüidades asombrosas, esas grietas, esos espacios que se dejan al lector para que solo él pueda llenarlos.

En una entrevista con Faride Zerán [4] dice Sepúlveda: «Me he preocupado de que mi escritura sea una larga cadena de homenajes, porque homenajear es un ejercicio de la memoria, y si algo define mi quehacer como escritor es justamente ser un perseverante de la memoria. Me aterra una parte de la época que nos ha tocado vivir en la que se imponen los olvidos. Vivo la literatura como un recordatorio». Y es cierto, Sepúlveda tiene una concepción cronológica de la palabra. Palabra unida al tiempo en el que nace, implicada con el momento preciso que la impulsa, palabra memorística, palabra como recurso ético, palabra como insignia de justicia. «Las gentes del Sur del mundo modulan el idioma sintiendo el carácter fundacional de las palabras. Así dan vida a lo que nombran», escribió Luis Sepúlveda en el relato «La señora de los milagros» [5]. En Patagonia Express [6] dijo sobre sus habitantes: «En esta tierra mentimos para ser felices. Pero ninguno de nosotros confunde la mentira con el engaño».

"El exilio se convierte en la piedra angular de la que irradian, hacia atrás y hacia delante, todos los demás caminos que recorre Sepúlveda"

Sepúlveda fue siempre un poeta de su tiempo. Si algo caracteriza su poesía es una intensa implicación social que ya se observa en los poemas iniciales y que más tarde se asentarán sobre un firme compromiso político, con una fortísima y radical carga ideológica que recuerda a Marcos Ana o Erich Fried, si bien en el chileno con mucha más carga lírica que estos. Hasta en los poemas finales, en donde ya es visible un arraigado componente elegíaco, satírico también y a veces celebrativo en materia amorosa, se encuentra la preocupación por el papel que el ser humano juega socialmente; característica que es transversal a toda su obra narrativa y la recorre como una poderosa corriente de fondo. La poesía de Sepúlveda enraíza en una rebeldía áspera e imperecedera, siempre militante, de permanente denuncia y exigencia de una justicia que deviene de su marcadísima posición ideológica. Esto es aún más perceptible en las ediciones de la obra completa, donde sí se han incluido sus Cinco poemas militantes y otros rabiosamente influidos por su paso por la cárcel. Los elementos basales de su poesía están en los binomios patria/casa y exilio/ pérdida, y en la nostalgia de estos elementos, todos entrelazados, todos interdependientes, todos inseparables, que al final convergen en esa poesía de los despojados que nos transmite un sueño perdido. Un sueño que enraíza también, idealizado, con esa mitad suya de procedencia mapuche.

La vida y la obra de Sepúlveda se han ido edificando sobre lo que se ausenta y se vacía, sin olvido, pero con la constancia indeclinable de encontrar una tierra amable, tal vez algo parecido a una nueva patria desde donde contemplar el horizonte de aquello que se sabe ya perdido de forma permanente. El exilio se convierte en la piedra angular de la que irradian, hacia atrás y hacia delante, todos los demás caminos que recorre Sepúlveda. Los títulos que ha puesto a sus agrupaciones de poemas son, en este sentido, de una extraordinaria significación: Poemas del camino obligado, Balada del ermitaño, La semilla encendida…

"Pero la palabra patria, y sus derivadas, aparece escrita en su obra treinta y cuatro veces. Trece de ellas la escribe con mayúscula sin que sea ortográficamente necesario"

Decía Cortázar [7] que el escritor exiliado «es alguien que se sabe despojado de todo lo suyo. El exilio es como una muerte inconcebiblemente horrible porque es una muerte que se sigue viviendo de forma consciente». Como en el resto de escritores chilenos en la primera etapa de su exilio, la de Sepúlveda es una poesía testimonial, muy cercana a la crónica, que recoge los horrores y las consecuencias de una guerra perdida, contada con una impenitente urgencia, con afán de restitución y de denuncia. Y no es menos horrible la experiencia de ir de un país a otro intentando encontrar sitio. El exilio, unido a la idea de patria, es parte inseparable de su poesía; sin embargo, a partir de un momento de su vida, comienza a aborrecer el patriotismo imbuido quizá de esa universalidad que da el haber vivido en tantos países. Lo expresa muchas veces, en muchas entrevistas. En la mencionada anteriormente con Faride Zerán dice textualmente: «Yo no soy un escritor chileno y no quiero ser jamás un escritor chileno, (…) porque sería encerrarme a mí mismo en una realidad terriblemente mezquina». En una entrevista con Marcia Scantlebury [8] insiste orgullosamente en este mismo asunto: «Tengo cinco hijos y una y una hija, una nieta y un nieto. Soy una especie de patriarca fundador de una familia cosmopolita, porque a mi mesa familiar se sientan chilenos, ecuatorianos, suecos y alemanes, se hablan cuatro idiomas y todo mi clan siente un enorme desprecio por la palabra patria». Pero la palabra patria, y sus derivadas, aparece escrita en su obra 34 veces. Trece de ellas la escribe con mayúscula sin que sea ortográficamente necesario. Luis Sepúlveda cantó a la patria y la añoró como el mejor patriota, eso sí, de una patria perdida y tal vez idealizada.

"Los signos de la derrota quedan en su escritura porque en ella se afianza la biografía de una sempiterna recaída en la memoria que preña sus palabras"

En esta poesía de la pérdida y la espera nostálgica está también la muerte. No importa que señale a sus seres queridos, camaradas, o a otros personajes que desaparecen y vuelven como sombras, porque este poeta posee esa capacidad recolectora que hace que cada muerte sea todas las muertes. Y aunque parezcan pérdidas escritas con minúsculas, la sensación de privación está esencializada. La pérdida no es ningún trampantojo literario, no es retóricamente el constructo de un yo confesional, sino la completa asunción de una de las formas terribles que tiene la vida de mostrarse. En Sepúlveda la palabra se erige como redención del sufrimiento, como verdad que trata de contener todo vacío. En ella está el máximo valor que se ha dado a la vida, a lo que queda de ella y a lo que se espera de ella. Y a pesar de ir dejando fragmentos de sí mismo en todas las carencias, en todos los países, en todos los exilios, Sepúlveda siguió siendo un hombre entero. Los signos de la derrota quedan en su escritura porque en ella se afianza la biografía de una sempiterna recaída en la memoria que preña sus palabras. Estos poemas han nacido del hecho vital de haber tenido que contener la respiración y el aliento ante la evidencia de que esa parte de la vida, el tiempo en el que se incuban todas las esperanzas, todo lo que alguna vez pensó que tenía sentido, le fue arrebatado. Lo que obtenga más tarde, con esfuerzo o sin él, será inevitablemente comparado con lo que previamente se ha perdido.

Dijo José Ángel Valente [9] que Jorge Luis Borges, el mayor narrador —no novelista, ciertamente— que ha tenido nuestra lengua en el siglo XX —incluidos los novelistas, por supuesto— estaba doblado por un poeta no de menor condición. Cabría derivar de esta reflexión un postulado: todo auténtico novelista —incluso refiriéndonos al mismo Cervantes— ha de estar amparado o protegido por un poeta guardián. En el caso de Luis Sepúlveda hemos esperado demasiado tiempo para comprobarlo.

***

[1] Pablo de Rokha. «Balada de Pablo de Rokha», Los Gemidos, Santiago de Chile: Editorial Cóndor, 1922.

[2] Maurice Blanchot. La escritura del desastre, Madrid: Trotta, 2019.

[3] Tzvetan Todorov. La literatura en peligro, Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2009.

[4] Faride Zerán. «Macondo vs. McOndo», Desacatos al desencanto: ideas para cambiar el milenio, Santiago de Chile: LOM Ediciones, 1997.

[5] Luis Sepúlveda y Daniel Mordzinski. Ultimas noticias del Sur, Barcelona: Espasa, 2011.

[6] Patagonia Express, Barcelona: Tusquets, 1995.

[7] Julio Cortázar. Argentina: años de alambradas culturales, Barcelona: Muchnik, 1984.

[8] Marcia Scantlebury. «No soy un mitómano», El Sábado, Santiago de Chile, septiembre de 2002. Recuperado en http://www.letras.mysite. com/sepulveda250103.htm

[9] Camilo José Cela. Poesía completa, Madrid: Galaxia Gutenberg, 1996. «Prólogo» de José Ángel Valente.

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Autor: Luis Sepúlveda. Edición: Alejandro Céspedes. Título: Disparos al aire. Editorial: Visor. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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