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El ruido de vivir: Alberto Chessa y su bioversografía

El ruido de vivir: Alberto Chessa y su bioversografía

Hay un equilibro extraño en los poemas de Alberto Chessa: la vida se cuenta con herramientas raras, palabras escogidas de un diccionario antiguo. En sus versos lo cotidiano se reviste de misterio, torna en extraordinario, se redefine. Todo contiene el alma de un poema: dos pequeñas gemelas que no saben mirarse en el espejo, un viaje en coche hacia el paisaje lunar del primer amor, el cadáver de la abuela beata por costumbre, sentir el peso de la edad o escuchar con dolor las risas que, en un aula y en la infancia, hacían daño a Rosa, la gorda.

Por eso Chessa, Alberto, perfil pirata, inició el camino literario desde dentro, desde muy adentro. En La osamenta (Rialp, Accésit del premio Adonáis, 2010), el primer libro publicado por el autor nacido en Murcia, Alberto se agarra a lo que hay en el cuerpo, a la raspa misma de la existencia, para narrar una biografía compleja, para escamotear ciertas presiones, nubes negras, que rondan a los que, como él, visten el cuerpo a la luz del temblor que producen las emociones.

"Algunas de las obsesiones temáticas del poeta ya se hacen notar en estos libros: el mar está tan presente, como la propia tinta. También acude en esta piel radiografiada a la obsesión por definirse"

De La osamenta a los límites físicos del cuerpo: en la radiografía apareció LA PIEL (Huerga&Fierro, 2013) abunda en ese tono biográfico a modo de diario que Chessa imprime a sus libros. Pero no es esto un lamerse las heridas: no son los poemas una excusa para contarse la vida tal cual, una olla que evapora los humores, un “escribo por necesidad” demasiado solemne aunque vacío. En la obra de Chessa todo lo externo impone lo biográfico: pareciera que el autor extrae mundos de sus ritmos cotidianos, compone versos de sabor barroco con la facilidad del que se afeita varias veces por semana.

Algunas de las obsesiones temáticas del poeta ya se hacen notar en estos libros: el mar (menor, por cosas de la geografía) está tan presente como la propia tinta. También acude en esta piel radiografiada a la obsesión por definirse. Se pregunta: “¿A quién llamamos cuando decimos nuestros nombres?”. Y asume: “Nunca seré / Alberto Chessa, eso está claro”.

Dos libros más componen la mesita de noche que firma este poeta.

"Acaba en este libro con su propia vida, se esconde en las esquinas de la catedral donde otros están velando su mortaja, se enfada con el turista que algunas veces es, se regodea de sus propias contradicciones"

El primero es La impedimenta (Huerga&Fierro, 2017), un exoesqueleto con el que el escritor se protege recurriendo, una vez más, a su propio ser, a lo vivido. Chessa continúa aquí lanzándose interrogaciones que parten de su propio hacer, pero que se expanden hasta cubrir el globo. El hombre se sitúa como centro, como origen y respuesta, aunque no sea capaz de contestar ni una palabra y apenas se pueda rastrear el lugar en el que comenzó a ser tal, a ser humano.

Acaba en este libro con su propia vida, se esconde en las esquinas de la catedral donde otros están velando su mortaja, se enfada con el turista que algunas veces es, se regodea de sus propias contradicciones, siente miedo, se arrebata y casi llora algún lamento en versos viejos.

Un árbol en otros (La estética del fracaso, 2019) es el último puñado de versos que Alberto Chessa ha puesto en manos de sus lectores. Aquí el poeta se atreve a desplazar —al menos en el título de la colección de poemas— su propia creación unos metros más allá del cuerpo. Es fácil imaginar un árbol en el jardín de casa, su sombra esbelta y arrogante, custodiando a otros (a otras, tal vez) más pequeñas, casi débiles. Y el susurro del viento componiendo palabras que son verso.

Todo poeta joven que se precie,
(que se precie joven, ergo todo poeta)
aspira a que sus versos se transcriban
con tinta de la luna. En esa noche
de altas sombras en la que persevera
su alma enrejada, al punto cenicienta,
el hierro de los días, el sarmiento
de cada despertar, cien mil abrojos
cotidianos que cuelgan tan pesados
como un dogal del cuello, la tarántula
del frío que recorre bien su piel,
el resol de las dudas, los celajes
del zarzal, entallados en la verja
del cielo, los cantiles de lo no
decible, el jeroglífico del alba
frente al cual nuestro héroe se aposta
como quien se prepara para ver
el mismo instante de la creación
de nuevos mundos…, todo, todo (¡todo!)
pasa al final, se espeja en la mismísima
vida. Y resulta que cuando la vida
corre que se las pela -la cabrona-
deviene poco menos que una mancha 

Así, sin punto final, (no) termina Alberto Chessa cada uno de sus poemas. Es una forma de dotarlos de vida, de hacerlos respirar, en crecimiento aunque encerrados, mácula de vida en la celulosa. Y esa sensación es evidente en cada libro, en cada página: vida, vida regalada al lector con el pudor olvidado en el perchero, sin que la barrera de la censura —de la autocensura, más bien— imponga nada.

¿Una voz o un imán?

La manera que tenía mi abuela de dirigirse a Dios… Ojos al
infinito, mentón en ángulo de sombra, manos en cruz sobre
el regazo, a la vez que aventaba el aire con la mecedora.

Cuánto pesaba su cuerpo cada día más enjuto, su sonrisa feraz
en tiempos, y hoy (aquel hoy) silueta de la noche, el cubilete
del parchís que ya sólo agitaba como se agita un incensario.
(Cuánto pesó su cuerpo inerte cuando hubo que embolsar
con diligencia el cascajo de Díaz Alcaraz, Concepción).

La manera que tenía mi abuela de caminar con miedo… Cada
paso un derrumbe, una amenaza cada vertical, el pánico a
morirse sonando en cada pie, como sonaban las monedas en
el bolsillo holgado de su bata. El vértigo a quedarse sola, no
aquí, en otro lado, donde su Dios pudiera desamarla, no
salir a su encuentro, dejar que se perdiera, que acabase lle-
gando al borde del silencio; ella, que había sido tan gran con-
versadora.

La manera que tenía mi abuela de conversar con Dios y con el
miedo… Y sobre todo esa manera de reblagar las sílabas para
adversar todo lo que en su vida era no luz, rescoldo,
acabamiento, el peor final de todos los finales, que es el que
no termina de venir y acaso empiece nada,

cuando de pronto, sin venir mucho a cuento, tomaba aire, impulso
fuerza, y expelía: …¡Pero Señor

Leyó este poema en un recital repleto de gente. Unos segundos de silencio. Más silencio todavía. Y, después, el aplauso. Una ovación caliente, como una palmada en la espada, como el abrazo contenido de quien acoge en su pecho a la mujer que ama en secreto. La emoción en las cuencas.

Su voz, la de Alberto Chessa, es una armónica capaz de interpretar la melodía exacta del poema. La cadencia, el tono, las miradas de esos ojos sin fondo que acompañan a las palabras… Todo en sus lecturas es orgánico, está vivo, carece de punto final, como sus versos.

También, como en sus versos, no hay nada impostado aunque todo lo parezca: su voz es un imán perfecto capaz de atraer hasta en los aburridos (sí, aburridos y tediosos… abominables) recitales de poesía.

Este don está presente en cada instante en el que el escritor abre los labios. No solo la lectura de sus versos supone un acontecimiento: escucharle hablar se parece a abrir un libro bien escrito. Se convierte en una fuente nutrida por cientos de canales: las citas son agua helada; las reflexiones, un pájaro que acude a refrescarse y regala a cambio su gorjeo; cada gesto, un rayo de luz formando el arcoíris. Verlo en el gesto de contar resulta semejante a contemplar una postal idílica, la acción asombrosa de cientos de engranajes que trabajan al unísono.

La poesía: un sombra que acompaña desde siempre

Alberto Chessa reconoce que la poesía ha ido incardinada a su vida desde siempre. De un modo natural, orgánico, los versos se han imbricado en cada uno de los rincones de su osamenta, en los poros de su piel, han sido armadura y ramas florecidas de un árbol misterioso.

“Comprendo la poesía como la constatación de un fracaso, de una pérdida”, asume el poeta. Y asegura que se escribe en la resaca, cuando la experiencia abandona al cuerpo y se abre paso la reflexión, el hueco. Allí surgen versos como “El tiempo de la vejez es el pasado: envejecemos sólo / cuando miramos atrás” o “¿He escrito ya que las amistades envejecen?”.

Así sucede en él la poesía: es un acto tan involuntario como las propias pulsaciones. Y ay de él cuando no ocurra: es posible imaginarse al vate derruido, con sus ojos encendidos por el silencio. Porque todo en él es poesía, hasta él mismo, cada gesto.

Nada en mi cuerpo
anda en su sitio

los órganos llamados interiores
son ahora extremidades

la mirada olfatea
y el gusto toca

pienso con la osamenta
y me vertebro con los pensamientos

suplicaría ayuda si pudiera

pero sólo boquea

el barro que no fui

el polvo que habré sido

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