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El silencio es mi mejor idioma

Pasar la tarde con Cristino de Vera, 93 años, cambia el compás de cualquiera

Es una tarde de viernes con lentitud de domingo. Cristino sigue fiel a su pantalón negro, a su sombrero negro y a una camisa gris oscura. Cristino es el Leonard Cohen de la pintura.

—Vacuidad, nada, vacío —comenta en el patio de una residencia perfumado por una brisa alegre y caprichosa.

A través del móvil de Aurora, Cristino de Vera suele escuchar Mozart, Schubert y Bach, pero esta tarde, a la misma hora en que el mundo está pendiente de sí mismo, al pintor le da por tararear “el amor es una barca / con dos remos en el mar / un remo aprieta mis manos / el otro lo mueve el azar”.

—¿Lees, Cristino?

—Algo, pero sobre todo medito.

Cristino de Vera, 93 años, se fija en cinco palmeras de apenas tres palmos que se disputan un macetero demasiado estrecho. Quizá le evoquen su Tenerife.

—Me he echado una siesta corta, no de esas de sapos.

A las cinco y media, Valentina, una jovenzuela colombiana, le trae un zumo de naranja.

Cristino recuerda cuando habló con Picasso.

—Fue en el puente de al lado del de Saint-Michel. Le dije que era un pintor español recién llegado y le di la dirección de mi pensión. Por aquella zona vivían muchos artistas, Braque y otros.

Cristino vuelve a Mari Trini. “Quién no escribió un poema / huyendo de la soledad”.

A Cristino le dieron en enero la más alta distinción canaria y fue tal su entusiasmo en su discurso que tuvieron que empezar a aplaudir porque no paraba de hablar.

—El silencio es mi mejor idioma —suelta en la nada del viernes.

A Cristino le encantan los lápices. Le gusta uno que llevo en el que aparece Pessoa tal y como lo imaginó Almada Negreiros. Se lo regalo y sonríe.

Cristino no sólo es de buen conformar, sino que tras un rato con él sales bautizado en una religión a la que sólo pertenece Cristino.

—La vida es extraña.

Cristino es de los que te aprietan la mano, de los que miran fijamente a los ojos varios segundos.

Se quita el sombrero negro y lo acomoda sobre la mesa negra protegida con un cristal redondo. Conserva unas manos enormes, como de los primeros apóstoles.

—Nadie ama más que el silencio.

—Cristino, eso es magnífico.

—Me sale así, natural.

Sale en la charla Silos y aquel abad, Clemente Serna, con el que tan bien se entendía. En su día, Cristino expuso allí, en el claustro.

—El silencio es un río muy largo que cultivo.

A Cristino, recién afeitado, también le traen agua, que bebe como un jilguero.

Estar un rato con Cristino te cambia el compás.

—Amo y cultivo la calma. Y la quietud. Una sinfonía de quietud.

Fuera, en la calle, dos jóvenes compran algún décimo de los ciegos.

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