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El tren de Bucarest, de Michel Rouan

El tren de Bucarest, de Michel Rouan

Durante los días agónicos de la locura totalitaria de Ceausescu, una trabajadora de una fábrica de lencería inicia una huelga que a muchos incomoda: cada día se planta en la estación para ver partir el tren hacia Bucarest.

En Zenda ofrecemos las primeras páginas de El tren de Bucarest (Nota al margen), de Michel Rouan.

***

I

La huelga de Tereza

Durante mucho tiempo, Tereza Codotreanu recorrió el mismo trayecto a la misma hora, al principio de la tarde: subía por la calle San Atanasio, bajaba por Balcescu, se encaminaba por Engels, luego por Lapusneanu y, por último, llegaba a la calle Arcu hasta la estación de Iasi. Una vez allí, esperaba la salida del tren de Bucarest y volvía sobre sus pasos: calles Arcu, Lapusneanu, Engels el Bienaventurado, Balcescu, San Atanasio. Empujaba la cancela de su edificio, atravesaba el jardín, se metía en su casa. Invertía una hora en este paseo.

—Tereza, mujer, ¿por qué diablos vas a ver salir el tren de Bucarest y siempre por las mismas calles? —le había preguntado, riéndose, su amiga Elena Cojan.

Y ella, echándose a reír también, le respondió:

—Estoy de huelga.

—¿De huelga, tú solita? ¿A santo de qué?

—Para que la gente se subleve, regrese el rey, el arcángel exterminador de Dios, en fin, lo que sea y que acabemos con la pareja Ceausescu.

—Mira, a mí me lo puedes contar, pero ándate con cuidado, no se lo digas a los demás. Imagínate que alguien te cree a pies juntillas o disimula, y se las arregla para denunciarte.

Tudora Bratu, otra amiga, le había preguntado: —Tereza, mujer, ¿por qué diablos vas a ver a la misma hora todos los días el tren que el Partido Supremo ha creado? Y le había contestado lo mismo; y la misma respuesta le había dado a Andrei Popescu, a Vladimir Paunescu, a Iulian Niculescu y a Demostene Urlez.

¿Quién de los seis fue con el cuento? Los seis, quizá. ¿Quién había dado el soplo entre los que, avisados por terceros, se enteraron de lo de la huelga de Tereza? Unos cuantos, tal vez, y se debieron de recibir una buena tanda de denuncias valientemente anónimas en los locales de la Seguridad del Estado, ubicados al fondo del parque de Copou, pues hacer huelga no era un asunto baladí. Por Tereza se interesaron los esbirros barrigudos, alimentados en almacenes y restaurantes del Partido, oliendo a jabón y a perfume occidental de imitación, con las mejillas caídas y la nariz muy marcadas por la rosácea, y con la gloriosa corbata de color rojo cardenal al cuello, habituados a la bajeza y a la tortura.

La convocaron para que se presentara en Copou.

En un despacho del sótano, el más sucio y oscuro que pueda existir, habían intentado asustarla, insultándola, retorciéndole un brazo, abofeteándola; el tipo de la corbata y la cara rojas le dijo que la iba a encerrar.

Y por la tarde, en los despachos del piso de arriba, consideraron que estaba loca de atar: que unos críos de tres o cuatro años fueran a ver los trenes partir, pase, pero una mujerona de treinta y pico, y cada día el mismo tren…

—A mí me gustan los trenes, y, sobre todo, ese; me da tiempo a echarme una siestecita antes del paseo.

Era como para reírse sin parar. Y, sin embargo, no se hubiera dicho que el cerebro de aquella mujer estuviera escacharrado, quizá les tomaba el pelo. Parecía mentira, ¡pensar que había sido profesora de universidad!

—A mí me gustan los trenes, los tren-trenes —cantaba el subcomisario—. ¿Y por qué no las pollas, las po-pollas? Entran y salen también, ¿verdad?

En resumen, le retorcieron de nuevo un brazo para el otro lado, y ella les prometió que no volvería a dar ese paseo ni a ir a ver los trenes entrar en la estación y salir de ella. Si la loca del tren seguía así, le esperaría la trena… y, bueno —ya estaba ella al corriente, ¿verdad?— se le acabarían las ganas de reír. Po-pollas o tren-trenas, perdería todo.

Ella, imperturbable, continuó con su trayecto desde la calle San Atanasio a la estación y de la estación a la calle San Atanasio.

La convocaron de nuevo a la comisaría. Un vecino que le 15 había echado el ojo a la casa de la huelguista la delató, y en esa ocasión sí firmó la carta; denunciada por actividades subversivas y por atentar contra la Seguridad del Estado. Pero el rector de la universidad necesitaba a las amistades americanas del padre de Tereza, catedrático famoso en algunos institutos de lenguas entre los soviéticos y los occidentales: el jerarca ambicionaba colocar a su hija en un campus de Estados Unidos, con la misión de que pescara a algún infeliz medianamente millonario, se casase con él y se estableciese allá; más adelante acogerían al suegro jubilado. Abogó, pues, a favor de Tereza con el fin de preparar ese matrimonio. Como era un mandamás entre los pontífices del Partido, le hicieron caso de inmediato. La dejaron en libertad: le permitieron ser una loca suelta.

—¿Por qué sigues yendo a la estación? —le preguntó Elena o Tudora o Andrei o Iulian o Demostene o Vladimir.

—Elena o Tudora o Andrei o Iulian o Demostene o Vladimir, sabes muy bien que estoy loca: ¿cómo te voy a explicar el porqué de lo que hago?

La policía secreta intentó, en cualquier caso y por lo bajini, provocar dos atentados leves para perjudicar la jubilación del rector, uno en la calle Lapusneanu y el otro en la calle Engels el Santísimo: un coche se abalanzó sobre Tereza y por poco la atropella. En el primer intento, salió ilesa; en el segundo, un esguince en el pie le impidió durante un mes hacer su huelga. Aplastar a las moscas cojoneras era muy práctico durante la edad de oro del socialismo científico.

Pasado un tiempo, la dejaron en paz.

La huelga de la camarada Codotreanu se hizo famosa en Iasi; como no incordiaba a nadie, se había vuelto discreta y no comentaba nada a ninguno de sus excelentes amigos, no se metían con ella. Pero toda la ciudad lo sabía en secreto: desde los niños hasta los viejos. Y el amor por Nicolae Ceausescu y Elena Ceausescu era tan insignificante, ocupaba tan poquito espacio en los corazones de los moldavos, que ya no hubo nadie que se burlara de ella, la insultara, le pusiera trabas; por el contrario, la admiraban. Las cartas anónimas ahora tenían que ver con otros delincuentes.

[…]

—————————————

Autor: Michel Rouan. Título: El tren de Bucarest. Traducción: Malika Embarek López. Editorial: Nota al margen. Venta: Todos tus libros.

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