Te encuentro en medio del camino, deslumbrado por los faros del coche, inmóvil, casi niño, tú que eres una fiera, pleno de desamparo.
Quizás vienes del interior de alguna conejera donde has mordido el espeso pelaje hasta encontrar la sangre; o de la batalla con una serpiente a la que has sacado de su guarida y se ha enlazado a ti para asfixiarte hasta que le has clavado tus colmillos en la base del cráneo. Quizás has sido tú el que has escapado de las mandíbulas del zorro viejo que vive en las carrascas; o aún te esperan las garras del búho real que permanece en lo alto del almendro oteando los crujidos del silencio.
Ahora me observan esos ojos tuyos que han grabado cualquier movimiento de la oscuridad: la oscilación pesada del sapo al cruzar el camino y la vibración mínima del gato montés agazapado en el matorral alentando que seas tú quien no se percate de su presencia.
Y me pregunto cuántos planos percibes de la noche. Si tu mirada prefiere la hojarasca que se va acumulando conforme nos abarca el otoño o, si en algún momento, elevas tu pequeña cabeza más allá de las altas ramas de los olmos, a esa otra oscuridad cuajada de luces inalcanzables y perennes. Si percibes las sombras de lo que fuimos; aquellos sin ruido ni ondas electromagnéticas; aquellos cuyas pupilas sabían los secretos de cada matiz de las estaciones.
Sé que sientes el calor de tu vida debajo de tu piel y que por eso te preguntas qué peligro hay detrás de los faros que te deslumbran. No hace tanto, de este coche se hubiese bajado alguien como yo para arrancarte esa piel y hacer contigo un abrigo de lujo. Como a menudo hoy te buscan otros hombres que te llaman alimaña porque te alimentas de los conejos que ellos cazan al solaz de las mañanas de domingo.
Es tu cuerpo de la misma densidad que los nuestros: luz hecha carne. Luz hecha carne en movimiento en busca de un destino muy pegado a la tierra, casi tocándola con tu estómago, a unos pocos centímetros, los que se corresponden con el tamaño de tus patas. Qué te mueve. El olfato. La soledad.
La buscas más que muchos de tus congéneres, y, desde luego, más que nosotros. Nada te da miedo. Haces túneles de arrojo en el miedo que hemos propagado por el mundo. Eres el valiente solitario, el turón de la media noche.
Por eso me conmueve verte desamparado delante de mi coche en el camino que lleva a la torre. Desciendo para orientarte hacia los márgenes, hacia la espesura, pero, al hacerlo, tú te pones en movimiento por ti mismo, pero con una lentitud que me asombra. Los faros alumbran tu carne traspasando el pelaje pardo: es rosada y frágil y candente y desea sobrevivir al igual que yo mismo.
Bajo la fuerza de la luz eléctrica, por primera vez tienes miedo y apenas sabes caminar a tu paso. Y, mientras por fin logras esconderte, percibo en tu andar vacilante todo aquello que aún perturbaremos, todo aquello a lo que quieres dirigirte, la suprema libertad de la noche que te camufla, la noche con la que fundes, la noche de la que nosotros mismos nos hemos expulsado.


hermoso texto para acompañar a un animal salvaje. Trasluce el respeto del autor por la vida silvestre, el matar y morir de la naturaleza.
Excelente este artículo, don Ernesto. Pero, sobre todo, me ha conmovido. Es un animalito simpático y muy atractivo para mí.
Todas las épocas tienen su lenguaje propio y adoptan palabras que las definen. Cuando era niño se empleaba la palabra hurón, que creo que es la versión doméstica del turón, para designar a personas poco sociables y que no caían simpáticas. Yo era retraído, tímido y asocial de pequeño, lo que quizás hoy califican de autista (entonces no se conocía el autismo y a los niños como yo no se les hacía ni p. caso; en todo caso, se les reconvenía y se les maltrataba psicológicamente en una incomprensión social tremenda). Hurón. Ya te habían calificado. ¡Pobre animalito!
Ahora ya no se califica así a la gente y a los niños autistas se les tiene, en general, otra consideración que no es la desaprobación total en mis tiempos. Los autistas, igual que el turón o el hurón, esconden detrás de esa coraza de defensa ante la agresiva sociedad, una fina inteligencia.
Por eso me ha conmovido este artículo.
Esconderse ante las luces de una incomprensible sociedad…
Es un animal bastante cabroncete, como el zorro. Si entran al gallinero, no te dejan un bicho vivo.