En uno de sus ensayos capitales, redactado en 1927 bajo el título de Informe sobre una investigación del movimiento campesino en Hunan, Mao Zedong —Mao Tse-tung en los años 70, cuando el Gran Timonel tenía tanto predicamento entre los revolucionarios europeos— defiende: “La revolución no es una cena de gala; no es como escribir un ensayo, o pintar un cuadro. No se puede hacer con elegancia y cortesía. No es una creación literaria, un dibujo, o un bordado; no hay delicadeza, gentileza, moderación o generosidad que valgan… La revolución es un acto de violencia”.
Desde entonces, cuadrillas de sans-culottes se aplican en la matanza de los presos. El amor a la nación —y a la carnicería— les exalta. El pueblo teme una invasión de Prusia y del imperio austriaco, enemigos declarados de la Francia revolucionaria. Pero también aguardan temerosos un complot de los contrarrevolucionarios que se hacinan en las prisiones. Creen que allí, en las cárceles, los aristócratas han comprado a los presos comunes para alzarlos en armas contra la Revolución. Solo en París, a los septembristas, que llamará la Historia a los sans-culottes que degüellan, evisceran y clavan en una pica las cabezas de sus víctimas durante estas masacres de septiembre. Auténtico preámbulo del Reinado del Terror (1793-1794), que impondrán Robespierre y los jacobinos en unos meses, entre el dos y el seis de septiembre solo en París, en las sacas de las prisiones de La Abadía, Grand Châtelet, Carmes, La Force y el resto de los centros de reclusión de la ciudad, se pasean para ser asesinados entre 1.100 y 1.400 reos, la mayoría presos por delitos comunes. Ya el tres de septiembre de 1792, un día como el de hoy, pero de hace 233 años, Marat escribe en su periódico, El Amigo del Pueblo:
“La Comuna de París desea informar a sus hermanos de todos los departamentos que una parte de los temibles conspiradores detenidos en las cárceles ha sido condenada a muerte por el pueblo: actos de justicia que creen indispensables a fin de acabar, por temor, con todas las legiones de traidores encerrados tras sus muros; por el momento se ha conseguido que el enemigo se detenga y, sin duda alguna, toda la nación, después de la larga sucesión de traiciones que la han conducido al abismo, se decidirá a adoptar estas medidas…”
Unas horas antes, Elizabeth Cazotte, hija de Jaques Cazotte, el autor de El diablo enamorado (1772), ha salvado a su padre, con un coraje que le ha valido los aplausos y los vítores del pueblo, de la barbarie de los septembristas. Vayamos por partes.
Hijo de un notario de Borgoña, Jacques Cazotte (Dijon, 1719) se empleó desde muy joven en la administración civil de la marina real. Destinado durante catorce años en la Martinica, fue allí donde sus extravagancias, pues solo eso eran para sus primeros biógrafos, encontraron acomodo en las fantasías orientales. Estudioso de la Cábala, iluminista, masón e interesado en todas las ciencias ocultas, y en no pocas sociedades secretas, de las que tuvo noticia, de no haber gozado de la buena posición de la que gozó al volver a Francia nunca hubiera dispuesto de tiempo ni para el estudio del misterio ni para escribir. De su correspondencia —tan copiosa como era frecuente entre los hombres de letras de su tiempo— sus biógrafos gustan de extraer un argumento que solía oponer a los ilustrados: “No llames demagogos a tus adversarios, llámalos filósofos: es el mayor insulto que puede decírsele a un hombre”.
Su bibliografía, en la que denunció las corrupciones del Antiguo Régimen con el mismo afán que polemizó con el enciclopedismo y el racionalismo del Siglo de las Luces, fue inaugurada con La Patte du Chat (1741). Ahora bien, la posteridad habría de salvar para nosotros —a fin de cuentas, los lectores venideros de Jacques Cazotte— El diablo enamorado (1772). Cierto que ese futuro del autor eligió para nosotros esta nouvelle —que llaman los franceses a los cuentos con trazas de novela corta, frente al roman, el novelón extenso, más o menos tocho— merced a la inestimable intercesión de Charles Nodier y Charles Baudelaire. Aquél, uno de los primeros escritores que percibieron cuanto de sobrenatural latía en Cazotte, alabó en su predecesor “el precioso talento de contar mejor que nadie historias extrañas e ingenuas a la vez, que respondían a la realidad más cotidiana por la exactitud de sus circunstancias y a la fantasía por su clima maravilloso”. Baudelaire, según comenta en sus Diarios, creyó ver en Cazotte un destello semejante al percibido en Edgar Allan Poe.
Enamorado el Príncipe de las Tinieblas de don Álvaro, un joven noble español, decide convertirse en súcubo, espíritu maligno con forma de mujer presta al comercio carnal con el varón. Eso es, en líneas generales, lo que viene a contarnos el texto en cuestión. Emparentada con una buena parte de la literatura esotérica que la precede, y precedente de otro tanto de la novela fantástica que vendrá, la razón “atruena en marcha”, como en el verso de La internacional. El racionalismo, con las armas en la mano, no veía en el escritor, ya anciano, más que a un terrateniente monárquico. Antoine Quentin Fouquier de Tinville, fiscal del tribunal revolucionario —quien también acabaría decapitado cuando la Revolución empezó a dar muerte a quienes la habían puesto en marcha— había acusado al escritor y a su hija de formar parte de una conspiración conocida como “los caballeros del puñal”.
Recluido en la L’Abbaye, así como se especulaba con las crueldades que habían rodeado el linchamiento por parte de los septembristas de la princesa de Lamballe —dama de compañía de María Antonieta— empezó a rumorearse que Jacques Cazotte había presagiado la caída del Antiguo Régimen, la decapitación de Luis XVI e incluso la suya propia.
Si Elizabeth hubiera dado pábulo a las dotes adivinatorias de su padre, aquella madrugada del tres de septiembre de 1792, los condenados aguardaban su destino último en la capilla de L’Abbaye cuando dejaron entrar a las mujeres para despedirse de ellos. Solo restaba trasladar a los condenados a La Force, donde les decapitaban. Y fue entonces que Elizabeth vio cómo los verdugos de la Revolución agarraban a su padre y tuvo el arrojo suficiente para interponerse entre ellos y su progenitor. Cuál no sería su elocuencia, en la defensa del autor de sus días, que el pueblo y sus verdugos no solo les perdonaron la vida, también les concedieron la libertad.
El escritor y su hija se marcharon a su casa entre vítores y aplausos de los que, hasta unos minutos antes, los querían guillotinar. Las tropas marsellesas les abrían el paso. Y fue así, con aquellos dos enemigos del Pueblo, con aquella hija que salvó a su padre de la razón en marcha, como la humanidad vivió uno de sus momentos estelares en medio de las Masacres de septiembre, todo un preámbulo del reinado del terror.
Pero Fouquier de Tinville no cejaba en su empeño. Volvió a detener al escritor y, ya condenado por la Convención Nacional —el órgano legislativo creado el 20 de septiembre—, pese a que su defensor alegó que había sido absuelto por la justicia del pueblo, fue guillotinado en la plaza del Carrusel el 25 de septiembre de 1792. “Muero como he vivido: fiel a mi rey y a mi Dios”, fue lo último que se escuchó decir a Jacques Cazotte.


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