En Nadja (1928), la novela por antonomasia del surrealismo, André Breton escribe una frase repetida con demasiada frecuencia por los autores españoles de hace unos años: “La belleza será convulsa o no será”. Los postulantes —y las postulantas— por la supeditación de la estética a la ética deberían aplicarse el cuento. Pero hoy, a lo que vengo, es a la alabanza de una belleza serena y apacible, con magnetismo más que convulsión: la de Emmanuelle Riva. Recordarla, merced a ese edadismo que condena el nuevo entendimiento de nuestros días —en este caso positivo, como a veces se practica la discriminación— en su creación de la Anne de Amor (Michael Haneke, 2012) es un favor tan pequeño como despiadado puede llegar a ser el cine de este realizador austriaco.
Más de seis décadas después, si yo tuviera que catalogar a Emmanuelle Riva en un prototipo, éste sería el de la experta en incorporar a mujeres que amaban al enemigo. Ese fue el caso de Ella, muchacha núbil en su Nevers natal, y enamorada, con la inocencia de la primera vez, de un soldado de la Wehrmacht, que frecuentaba la farmacia de los padres de la joven, durante la ocupación alemana de Francia. Aquel primer amor, al que mataron cuando se disponían a huir juntos para vivirlo lejos del infierno de la guerra, aquel amor sentido por un invasor que la marcó fatalmente entre sus paisanos y —con un tono bien distinto, por supuesto— en mi mitología personal. Aquel amor que Ella, ya convertida en una actriz triste y escéptica que visita Hiroshima para protagonizar una película sobre el holocausto nuclear, se ve reproducido en un encuentro furtivo con un arquitecto japonés, a buen seguro trasunto del amante chino, que le doblaba la edad, que la joven Duras —guionista del filme— tuvo en la Indochina francesa, es decir, colonial.
Tanto a finales de los años 20 —cuando Duras vivió su amor con un hombre de otra raza y mucho mayor— como en 1959, las relaciones interraciales no eran consideradas más que cópulas con el enemigo. De hecho, eran en verdad infrecuentes en la pantalla. Las presiones sociales, los prejuicios de la época —mucho más poderosos que el código Hays que operaba en Hollywood—, dictaban normas no escritas que limitaban o censuraban las relaciones interraciales en el cine internacional. Es más, el común de los actores se hubiera negado a interpretarlas.
Pero a mí aún me conmueve, y sí, hasta la convulsión, el recuerdo de ese plano en que Ella —esa Emmanuelle Riva en la plenitud de su belleza y su talento interpretativo— apoya su rostro en la mano del entonces enemigo: su amante japonés. A partir de entonces, la cinta comienza a ser un verdadero recital de la belleza de su protagonista. Diríase que todos los planos que Resnais dedica a su actriz están focalizados por la mirada del arquitecto incorporado por Eiji Ojada. Atrás han quedado ya esos fragmentos de las filmaciones del horror de la matanza. Diríase, también, que, en esa alternancia entre el horror y la sensualidad, entre los planos cortos y los de conjunto, el Resnais cortometrajista —que únicamente se prodigó en los documentales, a veces tan cercanos al drama de Hiroshima como ese horror de los campos de exterminio nazi mostrado en Nuit et brouillard (1956)— se ha convertido en el Resnais de las ficciones que se desarrollan entre las brumas de la memoria.
“Dentro de unos años, cuando te haya olvidado y otras historias como ésta, por la fuerza misma de la costumbre surjan ante mí, me acordaré de ti como del olvido del amor mismo —nos dice la voz en off del arquitecto—. Pensaré en nuestra historia como en el horror del olvido”, continúa cuando la despedida ya se anuncia inevitable. “Es probable que muera sin haber vuelto a verte”.
Y después llegó la Berny de Léon Morin, sacerdote (1961), del gran Jean-Pierre Melville. De nuevo en la Francia ocupada, la de las torturas y las delaciones, en esta ocasión, la fascinante Emmanuelle Riva recreaba a una militante comunista enamorada de un cura que le deja libros: Léon Morin —Jean-Paul Belmondo en una de sus grandes creaciones ajenas al polar—. El debate entre la fe pagana de la hermosa materialista y la espiritualidad podría dar lugar a todo un circunloquio sobre mi teoría de que política y religión son dos formas de la misma trampa. Pero vengo a recordar a una actriz experta en incorporar a mujeres que amaron a un enemigo como el comunismo tradicional lo es de los curas.
Revalidado en la pantalla el aplauso ya obtenido en las tablas, Emmanuelle Riva supo evitar las miserias del estrellato para desarrollar una filmografía ejemplar. Entre sus títulos, amén de los ya citados, cuentan colaboraciones con Marcel Hanoun —L’huitième jour (1959)— y Georges Franju —Diario íntimo (1962)—. Ciertamente, Emmanuelle Riva fue la protagonista de Amor. Y también es verdad que en sus secuencias, una vez más, esta actriz francesa volvió a demostrar su magisterio interpretativo en la creación de Anne. Su personaje en aquella ocasión era una profesora de música, ya retirada, que afronta el drama de la senectud. Aquel trabajo le valió las más preciadas distinciones del cine francés, inglés y europeo: el César y el Bafta a la mejor actriz.
Y sin embargo, recordar a Emmanuelle Riva por aquella Anne es evocar a una de las actrices con mayor encanto de toda la historia del cine en su ancianidad. A esta sutil interprete de mujeres que amaron al enemigo, entre otros personajes sublimes, hay que rememorarla como Ella, la mujer sin nombre de Hiroshima mon amour, una de las cintas del tríptico inaugural de la Nouvelle Vague. Aquella creación descubrió a la cartelera internacional a una de las mejores actrices del momento, perfección que habría de corroborar el esmero y la calidad de los títulos con el que se fue desarrollando su filmografía.
Emmanuelle Riva nació en Lorena en 1927. Hija de una familia humilde de emigrantes italianos, se vio obligada a coser siendo aún adolescente para llevar dinero a su casa. Lectora ávida de textos teatrales, esas páginas fueron las que provocaron la llamada de la interpretación, después de superar la oposición familiar. Sus primeras experiencias fueron en grupos de teatro aficionado. Matriculada en 1953 en la Escuela Superior de Artes y Técnicas teatrales de París, completó aquellos estudios con unos cursos dictados por el actor Maurice Donneau.
Su debut en las tablas se produjo en 1954, en un montaje de El héroe y el soldado dirigido por René Dupuy. Sus posteriores actuaciones la consagraron como una de las primeras actrices dramáticas de Francia. Por el momento, el cine le llamaba poco la atención. Hasta que el gran Alain Resnais, fascinado con ella —como habríamos de estarlo todos sus espectadores— la convenció para que protagonizase Hiroshima mon amour.
Sin abandonar nunca su actividad teatral, la filmografía de Emmanuelle Riva prosiguió en Kapò (1960), un acercamiento a las mujeres recluidas en los campos de exterminio nazis, del italiano Gillo Pontecorvo. Después encabezó algunas de las mejores películas francesas de los años 60 y 70: Climas (Stellio Lorenzi, 1962), Dos mujeres en su vida (Michel Worms, 1970), Iré como un caballo loco (1973), de Fernando Arrabal… De Georges Franju llegó a ser una auténtica musa. A sus órdenes estuvo inolvidable en su interpretación de Thérèse Desqueyroux, la mujer que envenena a su marido en Relato íntimo (1962). También protagonizó para Franju Thomas l’imposteur (1965).
Mediados los años 70, la actriz publicó su primer libro de versos: Le Feu des miroirs. Convertida en una de las grandes intérpretes del cine europeo —y de las más premiadas, empero lo peliagudo de sus creaciones—, su filmografía también incluye títulos de la talla de Las tribulaciones de Balthasar Kober (1988), del polaco Wojciech Has o Tres colores: Azul (1993), de Krzysztof Kieslowski.


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