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En Plasencia sin Robe

En Plasencia sin Robe

Fui a Plasencia este verano con la ilusión de encontrarme a Robe por sus calles. Se lo comenté al recepcionista del hotel mientras esperábamos al coche que nos iba a trasladar hasta la ciudad y él intentó desengañarme —«ése no se deja ver mucho, va a lo suyo»—, pero aun así fabulé con esa posibilidad durante el trayecto que nos acercó desde las orillas de la Sierra de Gata hasta las murallas placentinas y aun después, en los merodeos que durante escasas horas nos tuvieron dando vueltas por el dédalo de callejuelas por las que discurría la vida mansa y desentendida de los sábados de agosto. No tenía nada concreto que decirle ni sé si me habría atrevido a estrechar su mano, pero me habría gustado verlo tomando un vaso de vino en la barra de alguna taberna o paseando con las manos a la espalda por algún rincón de la parte vieja, sólo por comprobar que era de carne y hueso uno de los mitos que habían habitado los predios de mi juventud, el dueño de aquella voz agrietada que sabía ser salvaje y dulce al mismo tiempo para demostrar que una procacidad bien dicha también podía convertirse en poesía si se encajaba en el verso adecuado, que eran artificiales las fronteras que algunos se empeñaban en trazar entre el lenguaje eminentemente literario y el habla popular.

"No fue la mía una devoción continuada, pero sí un deslumbramiento que se prolongó a lo largo de una década"

De ahí que me mantuviera ojo avizor en el corto periodo que transcurrió desde que el coche nos depositó en la Puerta Coria hasta que nos recogió en el mismo lugar. Ni en el recorrido por la calle ascendente que nos condujo a la Plaza de San Nicolás, ni en la corta caminata que nos llevó a las catedrales, ni en nuestra incursión por la Rúa Zapatería, con la necesaria incursión en La Puerta de Tannhäuser, acerté a cruzarme con ningún transeúnte que guardara siquiera un mínimo parecido con Robe. Me abstuve de preguntar por no hacer mucho el ridículo y porque ni siquiera estaba seguro de que viviese allí. Tampoco quería avergonzar más de la cuenta a mis acompañantes, a los que en algún momento de la excursión había hecho partícipes de una fantasía que no dejaba de ser una suerte de concesión al adolescente que fui, uno más de esa generación que descubrió a Extremoduro por vías insospechadas —quizá convenga recordar que por entonces apenas salían en la tele y no era nada fácil escucharlos en la radio; como ha dicho alguien, si sabías de ellos era porque ibas a los bares adecuados— y encontró en sus canciones algo nuevo, algo rabioso, algo personal e intransferible, pero también urgentemente colectivo, que lo interpelaba con la fuerza de una epifanía descarnada. No fue la mía una devoción continuada, del estilo de las que mantuvieron colegas como Domingo Villar o Lorenzo Silva, pero sí un deslumbramiento que se prolongó a lo largo de una década —descubrí el prodigio poco antes de la explosión de Agila, empezó a mitigarse el apasionamiento tras Yo, minoría absoluta— y conoció rebrotes esporádicos, gracias principalmente a esa maravilla que fue La ley innata y a las perlas que de cuando en cuando iba regalando el líder por su cuenta y riesgo, una vez disuelta el alma máter. Seguramente a Robe no le habría contado nada de esto; es probable que me hubiese limitado a observarlo, quizá como mucho me habría atrevido a pedirle una fotografía, o tal vez a confesarle lo que ocurrió hace unos años en Salamanca, cuando nos juntamos después de un par de décadas los compañeros de la carrera y entramos en un bar en el que empezó a sonar «Salir» y de repente volvimos todos a tener dieciocho años; puede, qué sé yo, que en un alarde de elocuencia retrospectiva me hubiese lanzado a comentar que en el Mieres de los noventa su «Jesucristo García» fue una especie de himno y una lección moral con la que aprendimos que había sido una mano invisible y siniestra la que había expulsado de la tierra prometida a los yonquis que deambulaban alrededor de los bares de la calle’l Viciu.

"Pero estuve en Plasencia y no vi a Robe y no pudo darse nada de eso, y ahora sé con seguridad que no lo veré si un día vuelvo y, de una manera tonta, pensar eso me entristece"

Pero estuve en Plasencia y no vi a Robe y no pudo darse nada de eso, y ahora sé con seguridad que no lo veré si un día vuelvo y, de una manera tonta, pensar eso me entristece. Una mujer que estuvo por allí con la familia hace no mucho cuelga en las redes sociales una fotografía de una calle y escribe a su pie que, cuando alguien les desveló que en ella estaba el local donde se encerraba el Robe a ensayar a veces, su hijo permaneció apostado un buen rato en una esquina por si lo veía aparecer, cosa que finalmente no ocurrió. Sonrío al leerlo: me conozco y sé de sobra que yo habría hecho lo mismo. Como no identifico el lugar y me pregunto si pude pasar también por ese rincón en algún momento de mi visita, le envío la imagen a Luis Roso, que nació en la ciudad y fue mi anfitrión en aquellos días calurosos de agosto. Tarda unos pocos minutos en hacer comprobaciones y resuelve el misterio: se trata de la calle Ancha, una larga arteria en curva que comunica la muralla con los alrededores catedralicios. La busco en un mapa y confirmo que, en efecto, la tuve que atravesar en algún momento, seguramente a mi llegada y a mi partida, pero tristemente no tuve quien me advirtiera de que en uno de sus bajos se atrincheraba el trovador de garganta rota para alumbrar las canciones que, según él mismo dijo, daban sentido a sus días. Supongo que le gustaría saber que las que dejó escritas, de una u otra forma, van a seguir dando sentido a los nuestros.

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