Los primeros que se me vinieron a la cabeza fueron Goro, Kintaro y Sheeva, de Mortal Kombat. Seres de cuatro brazos, enormes, musculosos. Lo más perturbador es, sin embargo, su sonrisa de dientes afilados. En el juego son fieros en el combate, despiadados. Su aspecto, amenazador y terrorífico, habla por sí mismo. No son los únicos personajes que acuden al escenario de mi mente. Divinidades del hinduismo como Brahma, Vishnu, Ganesha, Parvati, Durga… De manera tangencial me han recordado a Sarah Paulson en su doble papel de Bette y Dot Tattler, donde dos hermanas con un único cuerpo trabajan en el circo de Freak Show en la cuarta temporada de American Horror Story. Me encanta esa serie. Como también me encanta Junji Ito. Me pregunto si, en alguna ocasión, serán como «Tomie», la protagonista homónima de esa espeluznante novela gráfica, o siempre es igual. Me refiero a lo de la simbiosis. Creo que me va a explotar la cabeza. Cierro los ojos y no dejo de verlas. Y, como si fuese un video al triple de velocidad, veo todas esas referencias a criaturas místicas, todas esas bestias del imaginario popular fantástico. Todo me recuerda ahora a ellas.
Es cierto que fui sin avisar. Ellas no me esperaban. También huelga decir que fue todo un descuido por su parte dejar la puerta entreabierta. ¡Cualquiera podía entrar y pillarlas in fraganti! Estaba por el barrio y quería solucionar algunas cuestiones relativas a la presentación de su última novela. Antes de ir no me planteé siquiera que pudieran no estar en casa. Y tampoco llamé —como suelo hacer— al telefonillo, porque un vecino me dio paso justo cuando llegaba al portal. Tomé el ascensor, como siempre. Nada anormal hasta entonces. ¿Por qué habría de serlo? Sin embargo, el extraño silencio podía haber sido un indicativo de la verdad que se ocultaba tras él. Un silencio que no era tal, pues de fondo se oía el traqueteo continuo de las teclas. Había algo raro en el ambiente que, aún hoy, no sabría definir ni identificar. Quizá debí haberme dado la vuelta y volver en otro momento. Quizá debí haberlo hecho. Y no sé por qué no lo hice. De verdad que no lo sé.
Me asomé a la habitación lateral donde solían escribir hace unos meses; habían convertido el lugar en un pequeño y coqueto aviario; tras la última reforma, lo habían modificado un poco. Los pájaros estaban en silencio, congelados en un segundo eterno. En la misma situación estaba Zoe cuando la encontré a los pies de la cama de matrimonio, con el hocico abierto en mitad de un ladrido, los ojos entornados y los cuartos traseros elevados en posición de alerta o amenaza. Miraba en dirección a sus dueñas que, por una vez, eran de verdad Silver en lugar de Silvia y Vero. La retroiluminación de la pantalla del ordenador iluminaba sus rostros y sus ojos, recubiertos por una pátina gelatinosa blanquecina, estaban fijos al frente, los labios fruncidos, el ceño relajado. Ellas no estaban paralizadas, sino en plena efervescencia creativa. Un solo cuerpo, dos cabezas, cuatro brazos. Una simbiosis que justificaba su escritura a cuatro manos. Escribían a una velocidad pasmosa; me recordó a esos portentos que pican código sin mirar el teclado a cientos de pulsaciones por minuto. Los dedos de Silver se movían rápidos y no podría decir qué manos correspondían a Silvia y cuáles a Vero. Ahogué un grito y trague saliva. No sé si me daba más pavor que me descubrieran allí agazapado en la esquina que daba a su lugar de trabajo o el hecho de que se supieran descubiertas. Cómo iba a afectar aquello a nuestra relación era algo que aún no sabía. Sentía que me estaba entrometiendo en su intimidad. Y, por raro que parezca, el remordimiento ante aquella idea hizo que me subieran los colores y me avergonzase.
El tecleo cesó de golpe. Las cabezas se volvieron hacia mí. Impasibles, abrieron la boca y emitieron un chillido desagradable que me aturdió e hizo que perdiera el equilibrio. Sujeté mi cabeza con ambas manos, desquiciado; había intentado taparme los oídos; aquel sonido era tan penetrante que no sirvió de nada. El dolor me taladró la cabeza. Era insoportable. Entrecerré los ojos. Apoyé la espalda en la pared y me dejé arrastrar hacia el suelo. Justo antes de desmayarme, advertí que Silver se habían (¿se había?) puesto en pie. Mientras estaban sentadas no había visto sus cuatro piernas. Fue lo último que vi antes de que se hiciera la oscuridad.
Cuando regresé en mí, estaba tumbado en el sofá del salón. Silvia y Verónica me miraban de hito en hito. «¿Quieres un café? ¿Una infusión? Te has desmayado». Me lo dijeron con la naturalidad de siempre, desde sus cuerpos de siempre: individuales, únicos. Yo me incorporé y me retrepé contra el respaldo mullido. Ellas no dejaban de sonreír. Había cierta inquietud en sus sonrisas y un brillo extraño en sus ojos, de los cuales se había desprendido aquella catarata lechosa. La perrita estaba en mi regazo, me lamía el dorso de la mano y me pedía con la patita que la acariciara. Cuando lo hice –aún confuso–, comenzó a ladrar. Escuché el canto del kakariki más allá del pasillo. De él y de los demás pájaros. No quería mirar hacia allá. Ese túnel, como en tinieblas, que era el pasillo ahora, no parecía sino un camino hacia la locura. Sabía que, si miraba hacia allí, las vería de nuevo en mi cabeza, observándome, gritando, convertidas en ese simbionte grotesco. Aunque todo estaba como solía, el ambiente no era, ni mucho menos, el de antes. Se había enrarecido. Las palabras eran piedras y los gestos descoordinados. Nada había cambiado. Todo había cambiado.
Vero se sentó a mi lado y me rodeó los hombros con su brazo. Me tensé. «No te oímos llegar», dijo. «Sí. No te esperábamos», apuntilló Silvia. Yo me encogí de hombros. Miré —esta vez sí— hacia el pasillo y luego hacia la entrada, cuya puerta —ahora sí— estaba cerrada. Correspondí a su afabilidad con una sonrisa forzada —que debieron notar— y traté de aliviar la sequedad de mi garganta. Cuando pude articular palabra únicamente dije: «Un café está bien». Fin de la historia. Mejor hacer como si nada. Puede que otro día toque el tema o, quizá, ellas lo aborden como quien habla del clima. Puede que salga de soslayo, con indirectas o subterfugios. Solo puede. Lo que sí es seguro es que tengo una pregunta guardada para ellas: «¿Cómo es eso de escribir a cuatro manos?» Se la haré en la próxima presentación y, cuando contesten lo habitual en estos casos, las miraré de reojo y sonreiré. Porque el público puede que jamás sepa la verdad, pero yo sí. Yo conozco su secreto.


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