El pesimismo vende. Son muchos los que se lucran de nuestro negativismo. Vivir en una crisis permanente les beneficia, porque de otro modo su discurso derrotista no tendría espectadores. Así surgen los oportunistas en política: los que quieren salvarnos volviendo a tiempos pretéritos que nunca existieron, y por otro lado los que buscan romper con todo lo anterior para vendernos la salvación. Fuera de estas trincheras hay gente como Fernando Díaz Villanueva, que se define como un optimista incorregible. Este periodista y escritor, creador de los pódcast La ContraCrónica y La ContraHistoria, acaba de publicar Contra el pesimismo (Random House), donde repasa los miedos que nos atenazan: la idea de que todo va a peor, el falso concepto del declive de Occidente, el presentismo, las identidades y el pesimismo sobre el legado hispano. El desafío era mayúsculo, pero Díaz Villanueva lo ha superado con nota, respaldado los hechos históricos, gracias a su fino análisis y a un arma que desenmascara a los farsantes de la forma en la que Sócrates lo hizo con los sofistas, la palabra.
Hablamos con Fernando Díaz Villanueva de convertir a nuestros bisabuelos en hombres y mujeres progresistas, sobre la importancia de no utilizar la historia en beneficio personal y acerca de la paradoja de odiar a Occidente viviendo como un occidental.
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—El libro se titula Contra el pesimismo, pero podía llamarse contra el negacionismo. ¿Por qué tanto empeño en borrar la influencia de Occidente?
—Hay un empeño, tanto por parte de la derecha identitaria como de la izquierda identitaria, porque Occidente, tal y como ha quedado configurado, les molesta. Hay una serie de elementos que no les agradan. Y el resultado es ese negacionismo —si quieres llamarlo así—, que se traduce en negativismo. En resumen: todo está mal, las cosas van a ir a peor y ellos tienen que llegar al poder para resolver este problema. Unos hablan de un nuevo renacimiento que sucederá cuando ellos lleguen al poder. Y los otros, directamente, hacen una enmienda a la totalidad. Dicen que Occidente ha sido un error y que es racista, expansionista, colonialista, etcétera.
—Leo en la primera página del libro: “Las sociedades opulentas son las más pesimistas”.
—Eso tiene su razón de ser. Las sociedades opulentas suelen tener muchas cosas resueltas. En esas sociedades opulentas de Occidente, especialmente en las europeas, el problema es que cualquier avance se percibe lento: no hay crecimientos disparatados. Cuando una economía ha llegado a cierto nivel, crece poco a poco, un 2% al año, un 3% en lo mejor de los casos. Es decir, no hay grandes saltos de renta como los hay cuando un país empieza a progresar económicamente, como en el caso de la China de las últimas décadas, o la España de la década de los sesenta, con un 10 % anual. Esto genera cierto resentimiento porque se percibe que al 2 % no se crece a la velocidad adecuada, que las cosas no van bien o incluso que van mal. El resultado es que de nuevo entran los identitarios a explotar esa frustración que existe en ciertas capas de la sociedad.
—Si muchos de los que tanta añoran los pasados gloriosos, los hubieran vivido en directo, huirían esquilmados.
—Es que la Arcadia perdida nunca existió; es pura fantasía, que se crea sobre una percepción del pasado completamente fabricada, en la que retiran todos los elementos negativos y ahondan en los positivos. Esto es algo que se ha hecho siempre. Podríamos denominarlo nostalgia. La nostalgia no es necesariamente mala a título individual. Todos recordamos nuestra infancia, la época en el instituto, quitando las partes malas y quedándonos con las buenas. Eso es perfectamente lógico. El problema es cuando eso lo utilizas con intenciones políticas sobre épocas sobre las que no puedes tener nostalgia, porque directamente no las has vivido. Yo sí recuerdo mi infancia porque la viví, pero no puedo recordar el siglo XIX porque no estuve allí. De hecho, no puedo recordar ni los años setenta del siglo XX porque era demasiado pequeño. Cuando ha desaparecido la memoria viva, se empieza a reconstruir el pasado a la medida del presente, en función de unos intereses. Se glorifican ciertas épocas, eliminando todos los aspectos complicados. Como el pasado es un lugar incómodo —insisto sobre ello varias veces en el libro—, lo conviertimos en un sitio más accesible para poder ser usado por el político y por su activista.
—Entrevisté hace unos meses a James Belich. Por resumir su libro en pocas palabras, afirma que la peste fue lo que impulsó a Europa para convertirse en el gran referente que luego ha sido. De algo negativo surgió algo positivo.
—Yo soy escéptico con respecto a esas hipótesis tan deterministas que por solo una cosa se cambia el mundo. Evidentemente, tendría su importancia en ciertas épocas, un cambio en la temperatura o en el régimen de precipitaciones, pero no es la única causa. Las explicaciones monocausales son muy habituales entre ciertos historiadores que se agarran a algo, y todo tiene que pasar por ese algo. El hecho es que cuando llega la peste negra, en el siglo XIV, las bases de Occidente ya están asentadas. La peste tiene un impacto muy gordo en el continente europeo, pero muchos de los elementos propios de Occidente ya están en ese siglo XIV, se recuperan en el siglo XV cuando lo hace su población. Y aun con todo, Occidente no explota, en el sentido positivo del término (ríe), hasta ya entrado el siglo XVI con los viajes de exploración que empiezan los portugueses, y continúan los españoles, luego los holandeses y los británicos. Todavía en el siglo XVIII el país más rico del mundo sigue siendo China; en aquel momento, un tercio del PIB mundial era chino. China se hunde de manera estrepitosa durante el siglo XIX. El éxito de Occidente es posterior a la peste y se debe a su expansión. Si los europeos hubieran quedado confinados en su continente y América hubiese sido descubierta por los chinos, el mundo sería un lugar muy distinto.
—En un momento del libro aparecen los luditas. Su lucha contra cualquier avance tecnológico es la máxima expresión del pesimismo. Hoy los luditas salen por cada esquina, se cuentan a miles.
—El ludismo ha existido siempre. Cada vez que se ha producido un avance, ha habido gente que se oponía a él, entre otras cosas porque afectaba a su propio medio de vida. El ludismo fue un movimiento que se dio en Inglaterra a principios del siglo XIX contra la industria textil. Consideraban que esos nuevos telares, movidos por máquinas de vapor, iban a acabar con el trabajo artesano. Y, efectivamente, eso es lo que sucedió. El resultado fue que se quitó el trabajo artesano, pero se creó muchísimo trabajo industrial y las prendas de vestir redujeron de forma dramática su precio a lo largo del siglo XIX. Una camisa, una simple camisa, era mucho más barata para un europeo del año 1800 que para uno del año 1600. Y uno del año 1900 comenzó a acumular muchas camisas en su armario. Y esto se debió a la industrialización, a una serie de avances tecnológicos que se fueron encadenando a lo largo de los siglos XVIII, XIX y XX. El ludismo parte de esa idea de que cualquier avance va a suponer coste de trabajo, va a empeorar nuestra vida. Y por lo tanto, tenemos que destruir las máquinas. Esto es algo que se vio en el siglo XIX, en el XX y lo estamos comprobando ahora en el XXI. Las locomotoras de vapor tenían sus enemigos, decían que el vapor envenenaba el aire; el teléfono también tuvo sus críticos; y ocurrió lo mismo con la televisión. Internet es una revolución muy cercana. Recuerdo, hace veinte o treinta años, que había muchos críticos de Internet y ahora lo son de la inteligencia artificial. Al final, da un poco igual lo que piensen estos enemigos del progreso. Si algo es útil, si encontramos la forma de hacer algo con menos esfuerzo y con menos trabajo, lo vamos a adoptar inmediatamente. Cuando aparecieron los ferrocarriles y se empezaron a extender las redes ferroviarias por Europa, desaparecieron las diligencias. Nadie iba a ir de Madrid a San Sebastián en diligencia, un viaje penoso que duraba días, cuando lo podía hacer más cómodamente en tren. (Risas) Es que no tiene ningún sentido. Nadie iba a viajar hasta Nueva York en un paquebote atestado de gente, que tardaba siete días en llegar, pudiéndolo hacer en sólo ocho horas cómodamente en un avión de pasajeros. Es decir, con cada avance se destruye empleo, pero se crea otro nuevo y, sobre todo, se consiguen muchas utilidades. Esa es la razón por la cual los avances se terminan consolidando, a no ser que el gobierno los prohíba. Como ocurrió en Japón durante los años del encierro, y también en China. Igualmente pasó en el imperio otomano, donde no se permitió el uso de la imprenta.
—Entre los éxitos de la civilización occidental señala el alfabeto latino. Eso es algo incontestable, o debería serlo.
—El alfabeto latino es más importante de lo que pensamos, porque es el código de la humanidad. De este hecho nos damos cuenta cuando viajamos por el mundo. Sólo hay que aterrizar en China: no entendemos las señales, mientras que ellos sí entienden las nuestras. Lo mismo ocurre en Grecia y en Israel, por ejemplo. El alfabeto latino es una metáfora de Occidente: es simple, fácil de entender, adaptable. Los griegos, por ejemplo, adaptaron su alfabeto para las lenguas eslavas. Pensaban en la antigua. Nuestro alfabeto proviene del etrusco, el etrusco del griego, el griego del fenicio y el fenicio del cuneiforme ugarítico. A partir de la Edad Media, el alfabeto nativo ya no se adapta, ya no se convierte en otro alfabeto; sólo se hacen pequeñas modificaciones para adaptarse a las distintas lenguas: en nuestro caso tenemos la “ñ” y en otros idiomas se metieron los diacríticos. Ya no cambia. Y se puede adaptar a cualquier idioma, desde el turco hasta el vietnamita. Esta es una ventaja porque consigues que todo el mundo utilice tu alfabeto y tenga que aprenderlo. Yo no tengo ninguna necesidad de aprender a leer en devanagari, la escritura alfasilábica utilizada en el hindi, pero ellos sí tienen la necesidad de aprender el mío. Cualquier ser humano sobre la faz de la Tierra que sepa leer, sabe hacerlo en su alfabeto y en el nuestro. Los occidentales consiguieron que su manera de escribir fuera universal. Si viniera hoy un extraterrestre, descubriría que los seres humanos escribimos en este alfabeto, en el latino; aunque haya muchos más, algunos muy utilizados, como el cirílico, por millones y millones de personas, pero son secundarios. A fin de cuentas, cuando tienes una lengua importante, ya no necesitas aprender otra. En el caso del alfabeto latino, que es un alfabeto primario, con él te basta. Es como aprender inglés, que te vale para moverte por todo el mundo. El alfabeto latino es el prodigio de la estandarización occidental. Es un detalle que suele pasar desapercibido y que los que hablan de la decadencia de Occidente desconocen. El otro día hubo una cumbre de paz en Sharm el Sheij (Egipto), donde ponía claramente “Peace 2025”, en caracteres latinos y en nuestra manera de medir el tiempo: pone 2025 porque es el año 2025 para los occidentales, y los chinos miden el tiempo con nuestra medida. Los chinos utilizan su propio alfabeto, pero necesitan utilizar el nuestro y aprenderlo. Hoy es el mismo día hoy en Madrid que en Pekín. Y no es porque nosotros hayamos tomado su manera de medir el tiempo, sino porque ellos han tomado la nuestra.
—En la expansión de Occidente señala como clave los viajes de los portugueses a principios del siglo XV.
—Los portugueses se benefician de su posición geográfica. Cada pueblo hace lo que puede en función de dónde le ha tocado desarrollarse. Los españoles descubrieron América… ¡Hombre, los raros que hubieran sido los lituanos! (Risas) Eso sí que sería algo llamativo. La geografía es más importante de lo que pensamos y los portugueses estaban proyectados sobre el Océano Atlántico. Los portugueses no eran muy distintos a cualquier europeo de la época. Eran cristianos, muy devotos y tenían metida en la cabeza esa idea de la repetición, de la mejora, de la innovación; que ya había eclosionado en Europa. Los barcos que utilizaban para pescar son con los que llegan a la India, debidamente mejorados con una serie de avances, unos desarrollados en la propia Europa y otros traídos de otras partes del mundo. Eso mismo ocurre con la brújula, el papel y la pólvora; que no son inventos europeos, pero aquí es donde se les da su uso definitivo. Y eso es lo que hicieron los portugueses. Los castellanos, como están al lado, los copiaron, emularon al vecino, y luego hacen lo mismo los franceses, los holandeses y los británicos. El resultado es que a principios del siglo XVIII hay europeos por todas partes. En cualquier rincón del mundo tienes europeos expandiéndose y con ellos lo hace su forma de ver el mundo, su cosmovisión, su cultura, sus religiones… La consecuencia es que se globaliza la economía y se aplana el mundo. Vivimos en un mundo extraordinariamente aplanado, más de lo que pensamos, lo cual es necesariamente bueno, porque somos una sola especie. Las diferencias entre los pueblos de un rincón y otro del planeta van desapareciendo, igual que en la Europa medieval se fueron aplanando las que había entre un rincón y otro de Francia, y también de España. Esto ocurre porque nos gusta emular al exitoso. Cuando vemos que a alguien las cosas le van bien, le imitamos. En el mundo actual, ya no imitamos sólo al que tenemos cerca, también al que está lejos y lo está haciendo bien.
—La moda, las corrientes culturales, las formas de medir el tiempo… Además, también exportamos el parlamentarismo democrático.
—Es que además han sido han sido exportaciones no voluntarias. Lo de imponer el cristianismo en América, cuando llegaron los misioneros españoles, eso sí fue deliberado. Pero ha habido otras que simplemente se han ido imponiendo. Cuando los chinos, después del final de la guerra civil en 1949, montan una dictadura comunista, se ven en la obligación de tener una asamblea al estilo occidental. Es una asamblea que no sirve realmente para nada, igual que la de Corea del Norte, pero esos países necesitan tenerlas. Algo genuinamente europeo, como son las asambleas, se termina imponiendo por todo el mundo. Hasta las dictaduras más atroces tienen asambleas. Por volver con el ejemplo de China, este país es un régimen de inspiración marxista; y Karl Marx no era precisamente chino. Otro ejemplo, la forma de vestir; los seres humanos vestimos de una forma muy parecida en todo el mundo. Tú y yo somos españoles, pero podríamos ser, no sé, uno de Bangladesh y otro de Tailandia por la ropa que llevamos puesta. Siguen existiendo modos tradicionales de vestimenta, pero casi de forma folclórica. El mundo en ese aspecto ha quedado aplanado, y lo ha hecho con un rodillo occidental. La gente se pone pantalones, trajes, corbatas… Las formas de cortesía occidentales, como darse la mano, por ejemplo, se utilizan en todas partes. Incluso los países más antioccidentales, como es el caso de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica): cuando sus presidentes se reúnen, hablan en inglés, utilizan el alfabeto latino y usan las formas propias de la diplomacia europea. Son muy antioccidentales, pero en su cabeza hay un paquete completo de origen occidental. Es algo que no percibimos porque estamos acostumbrados a verlo. Entonces, la idea esa de la decadencia de Occidente y del fracaso de Occidente…, pues ha sido un fracaso de puro éxito. El mundo hace cinco siglos era muy distinto. Los europeos eran minorías y sus costumbres eran extrañas. De hecho, se les consideraba bárbaros. Los portugueses que llegaban a las costas de la India o de la China les parecían a sus habitantes gente muy rústica. Cuatro siglos más tarde, en el siglo XIX, los ingleses llegan a la China: les someten, les obligan a arrodillarse, porque están mucho más avanzados en todos los aspectos que los chinos en ese momento.
—¿Por qué hay un auge del presentismo? ¿Y qué relación tiene con el pesimismo y con la versión negativa de Occidente?
—El tema del presentismo trato de desarrollarlo bien en el libro para que se vea que es algo que se ha hecho siempre: traer la historia al presente. Hablo de cómo se utilizaban los emperadores romanos como modelo e inspiración para los príncipes cristianos; se utilizaba en aquel entonces el pasado para el bien del presente. A los reyes se les decía: venís de una estirpe gloriosa y además os podéis nutrir de sus enseñanzas. El presentismo contemporáneo es un presentismo esencialmente pesimista. Es un presentismo que parte de la idea de que nuestros antepasados estuvieron en esencia equivocados y tenemos el derecho a juzgarles, a someterles a un juicio implacable. Esto contrasta con el presentismo del siglo XIX, que era patriótico, porque se dio cuando cuando se estaban creando los estados nacionales de Europa y se reconstruyó un pasado glorioso. En Alemania recuperaron a los antiguos germanos, en Francia a los galos y en España a Viriato. Aquel presentismo era evidentemente falsario, porque ni Arminio, ni Vercingetórix, ni Viriato se sentían, ni alemanes, ni franceses, ni españoles, ni nada por el estilo. La idea era: vamos a inventarnos un poco el pasado, adornarlo, a tunearlo para que en el presente nuestra postura se legitimen. El presentimos actual no es así; este es muy destructivo. Ahora traen a nuestros propios antepasados para someterlos a un juicio implacable, para juzgarles y condenarles hasta el extremo de querer borrar su memoria. Cuento la historias del derribo de estatuas. A mí me recuerda a la Damnatio memoriae de los romanos, que borraban el recuerdo del emperador si había sido un mal gobernante. Eso lo hacían nada más morir el emperador. Es lo que se ha hecho con Franco, Hitler, Mussolini, Lenin… Es una Damnatio memoriae porque su gobierno acaba de terminar y queremos olvidarlo y destruirlo. En estos casos no se está juzgando a gente que vivió hace 500 años y con criterios morales de nuestra época. Ninguno, o casi ninguno, de nuestros antepasados fue demócrata. Esa es la verdad. Nuestro propio bisabuelo, que nos pilla bien cerca, no pasaría los filtros morales del presente, nos parecería machista, homófobo y todas esas cosas porque él no era un hombre de nuestra época, sino de la suya. Se toma, por ejemplo, el caso de Winston Churchill, y se dice de él que era lo peor, un imperialista, ¡¿y qué va a ser un hombre del siglo XIX?! (Risas) Prácticamente todos los británicos de la época lo eran y seguramente también era machista. Todo esto deja un regusto un poco amargo, porque provocará que el día de mañana nos juzguen también a nosotros. Este tipo de juicios extemporáneos no tiene sentido, es un anacronismo inexplicable, pero se hace una y otra vez. ¿Por qué nos preocupa Hernán Cortés? Porque se puede utilizar políticamente. El presentismo es una herramienta política. Se puede modelar al gusto. Es utilizar el pasado no tanto por el bien del presente, sino por el bien del que gobierna en el presente. Si además ese pasado se lo puedes tirar en la cara a tu rival político, pues miel sobre hojuelas. La próxima década se cumplirán cien años de nuestra guerra civil y muchos de nuestros políticos la viven como si hubiera ocurrido ayer. La historia está para que la comprendamos y saquemos lecciones de ella, no para utilizarla como arma arrojadiza. Esto es algo que no sólo ocurre en España, también se hace en otros países. Es lo que Manuel Burón llama la historia militante: militar en una época, militar en un personaje. Unos lo hacen en Al-Ándalus y otros en la España imperial. En el caso español, hay un choque entre una leyenda negra y una leyenda rosa; tan mala es una como la otra. Nuestros antepasados no eran ni buenos ni malos, eran seres humanos como vosotros. Evidentemente, había malvados entre ellos, pero también podemos encontrar gente muy buena, que no eran ni villanos ni héroes.
—Se cuestiona y crítica a Winston Churchill que tuvo el valor de no pactar con Hitler, de resistir cuando nadie quería hacerlo.
—Tuvo el valor de plantarse. Churchill tuvo una vida interesantísima y fue uno de los personajes más fascinantes de todo el siglo XX. Este hombre murió hace sesenta años, no tenemos que posicionarnos a favor o en contra de él. Tú puedes hacerlo a favor o en contra de la gente de tu época. Puedo posicionarme a favor o en contra de Pedro Sánchez, pero no de Cánovas del Castillo. Esa es la cuestión. No tengo que estar haciendo valores, valoraciones morales continuas del pasado. Está claro que hay cosas del pasado que están mal. Hitler era un malvado, pero de lo que se trata es de entender por qué lo hizo y, por supuesto, aprender y sacar las lecciones oportunas para que eso no vuelva a suceder. Se trata de que cosas como las que sucedieron en la Segunda Guerra Mundial o nuestra Guerra Civil no vuelva a suceder y para eso necesitamos un conocimiento preciso de la historia. Nada más. Lo que no necesitamos es ponernos la camiseta de “yo soy de los nacionales” o la de “yo soy de los republicanos”. Ya no hay ni nacionales ni republicanos; simplemente, porque han pasado noventa años. La España de 1936 y la de ahora son muy distintas. Desde el punto de vista económico, social, demográfico, son dos países distintos. El pasado es un lugar muy extraño; aparte de incómodo, es muy extraño. Pelear contra el presentismo es uno de los grandes desafíos de estos años, porque la historia se está utilizando hasta la náusea por todos los actores políticos.
—Para el final del libro deja uno de los temas más espinosos, las identidades.
—Las identidades están arruinando la convivencia en las sociedades occidentales. Además en esta guerra de las identidades, a unos identitarios les han sucedido otros. Esta cuestión se basa en creer, de manera un tanto temeraria, que las identidades son colectivas y no individuales, y que nos condicionan. Cada uno tenemos nuestra identidad, que está compuesta por nuestro lugar de nacimiento, los padres que hemos tenido, la familia en la que nos criamos, la educación que recibimos, las experiencias que hemos ido viviendo, con quién nos hemos casado, donde hemos residido… Eso construye nuestra identidad. No es la misma mi identidad que la de mi hermano, porque, a partir de cierto momento, nuestras vidas son divergentes. Pues mi identidad y la de mi hermano son diferentes, no digamos la mía y la de un tipo que vive en la otra parte del mundo y con el que sólo me une ser hombre. El identitarismo de las feministas radicales parte de la idea que ser hombre o ser mujer domina todo, toda tu identidad y tu existencia. Lo mismo que en el caso del identitarismo de derechas, el hecho de ser español ya te domina todo. Este no es el primer brote identitario que tiene Europa; hubo uno muy grave hace un siglo. Y el resultado lo conocemos todos: tenemos el caso de la Unión Soviética, el de la Alemania nazi, de la Italia fascista. Son ideas equivocadas y además tremendamente peligrosas, que incendian a las sociedades, las fracturan, que sólo llevan al enfrentamiento y siempre terminan de forma violenta. Al final, lo que está en crisis en estos momentos es ese consenso liberal de posguerra, que tanta prosperidad y tanta libertad trajo. Quizás haya llegado la hora de reivindicarlo y de que los que creemos en él tratemos de defenderlo.
—Terminamos. Aunque creo que la pregunta ya ha sido contestada, me gustaría que la respuesta quede clara. ¿Está Occidente en decadencia?
—Occidente no está en decadencia porque Occidente es un concepto, no es un lugar, dejó de ser un lugar hace tiempo. Occidente es un concepto y es un concepto exitoso. Es probablemente la idea cultural más exitosa de la humanidad. Si nos empeñamos en ver Occidente como un lugar, fracasaremos; porque cuesta delimitarlo. Podemos delimitar su origen geográfico en la media sí sabemos más o menos dónde surge, pero hoy —como hemos comentado— se ha implantado en todas partes del mundo el alfabeto, la manera de medir el tiempo, la forma de vestir, los consensos políticos y la idea de mejorar e innovar occidental. Cuando se habla de modernizar un país, se habla de occidentalizarse. Además, puede hacerlo a su modo, porque Occidente ha sido siempre una realidad muy híbrida, que rápidamente ha adaptado formas y costumbres de otras partes. Su capacidad para fusionarse es maravillosa. Así que Occidente no sólo no está en decadencia, sino que está en el mejor momento de su historia.







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