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Franquistas y miserables

Franquistas y miserables

Calma. Relax. “Sosiéguense celosos alborotos”, que dijo Lope de Vega.

Las voces “franquistas” y “miserables” en un titular aprestarán a muchos a buscar el rifle, temiendo que esto vaya del PP de Madrid y el Canal de Isabel II (el más surcado, por cierto, de cuantos canales hubo entre féminas de la monarquía española).

Franquistas y miserables (Hélade Ediciones) es un documentado ensayo de Santiago García Lucio, quien analiza la represión de los censores franquistas contra Los miserables, la magna novela de Víctor Hugo. García Lucio, licenciado en periodismo por la San Pablo CEU y con una maestría en Periodismo Cultural por la URJC, escribió su texto como trabajo fin de grado. El tribunal examinador le realizó la siguiente observación: “Esto no puede haberlo escrito usted. Las personas de su edad, sencillamente, no escriben de esa forma”. Se tragaron sus palabras. El caso es que Santiago tiene 24 años y su libro anda ya por la tercera edición.

El odio de la censura franquista hacia Los miserables resulta lógico. La obra de Víctor Hugo es inmortal y eterna. Una cumbre literaria, que parece concluida ayer para narrar el ahora. Una cita: “Vivimos en una sociedad sombría. Medrar: tal es la enseñanza que gota a gota cae de la corrupción a plomo sobre nosotros”.

Como mi heroína favorita, Espe Fuencis Aguirre y Gil de Biedma, duquesa consorte de Bornos, Grande de España, y Dama del Imperio Británico; sólo habla inglés, le brindo otra nota textual: “El éxito es una cosa bastante fea. Su falso parecido con el mérito engaña a los hombres de tal modo que, para la multitud, el triunfo tiene casi el mismo rostro que la superioridad. El éxito, ese Menecmo del talento, tiene una víctima a quien engaña y es la historia”.

[A Espe Fuencis le sucede al contrario que a la princesita de los Grimm. Vicepresidente que besa se le vuelve rana. Si la Grande de Bornos, Dama de España, y consorte del Imperio Británico hubiese leído dicho cuento (El Rey Rana, Ediciones Espuela de Plata) sabría algo: las ranas se tornan príncipes no cuando se las besa, sino tras ser arrojadas violentamente contra una pared. En todo caso, queridas niñas, estampar ejecutivos contra muros es práctica grosera, usual sólo entre trabajadores de aerolíneas francesas y que depara óptimos resultados].

A ver, recuperemos el hilo. Esto iba de ensayos sobre franquistas y miserables. Ahí va otro de signo opuesto: La lucha por la industrialización de España de José María Fontana Tarrats. Un aconsejable opúsculo de 1953, para la colección O.Crece.O.Muere, dirigida por el entonces máximo responsable de la censura franquista: Florentino Pérez Embid, consejero nacional de Educación, procurador en Cortes, rector de la Menéndez Pelayo, escritor, historiador, y socio del Opus Dei.

Tarrats, autor del ensayo y catalán de Reus, fue un camisa vieja de primera hora, pionero de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista, la franquicia española del fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán, que acabó subsumida en Falange Española.

Fontana con chaqueta blanca

Alto aunque no rubio como la cerveza (con casi 1,90 de estatura, pudo alcanzar la zona del bando sublevado fingiéndose holandés), a Fontana se lo recordaba en Barcelona repartiendo ostias como panes, durante la trifulca en el bar de la facultad de Derecho, entre fascistas e izquierdistas. Intervino además en los “sucesos de Salamanca”, donde las facciones falangistas encabezadas por Manuel Hedilla y Sancho Dávila se liaron a tiros y bombazos entre sí, ávidas por controlar la organización, tras del fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera. Una época siniestra que retrata, preciso, el Falcó de Arturo Pérez-Reverte.

"José María Fontana como gobernador civil y jefe provincial del Movimiento en Granada, le plantó en la jeta al Caudillo un informe poniendo a parir panteras la dejación y malas praxis del ministerio de Obras Públicas."

Esas refriegas tuvieron el beneplácito de Franco, harto de ambos gerifaltes y presto a coronarse líder máximo de aquel cotarro. Un aliviadísimo Generalísimo, ya que la ejecución de José Antonio implicó la supresión de dos puntos espinosos del programa falangista: la nacionalización de la banca y la expropiación de tierras sin indemnización. Algo que cabreaba, y mucho, a los oligarcas nacionales, patrocinadores de los golpistas.

Fontana Tarrats, gobernador civil

José María Fontana, hombre de pluma ágil y léxico culto, cultivó el ensayo con rara amenidad en esa época. Incluso siguió siendo osado, pues desempeñándose como gobernador civil y jefe provincial del Movimiento en Granada, le plantó en la jeta al Caudillo un informe poniendo a parir panteras la dejación y malas praxis del ministerio de Obras Públicas. El resultado de su audaz gesto fue inmediato: el ministro del ramo, Alfonso Peña Boeuf, prohibió en adelante suministrar información alguna a los poncios civiles.

"Según Tarrats, esa gentuza, vendida al librecambismo inglés, operó para destruir la patria y especialmente a Cataluña desde... ¡Cádiz!"

La lucha por la industrialización de España resulta entretenida de leer, al introducir un dedo en cierta llaga. Un problema histórico español —de Europa en general—, estriba en la acreditada propensión inglesa a robar cuanto puedan donde les dejen. Ellos, gentilmente, lo llaman libre ejercicio del comercio y las finanzas. El suyo, claro.

A Fontana, empero, se le va la olla con la cruzada antimasónica. Su relato de la evolución histórica, desde la Década Ominosa a sus días, es una denuncia constante por masón contra todo bicho viviente. Apenas salva a Carlos María de Borbón, al general Luis Fernández de Córdova, y a dos o tres más de idéntica cuerda. ¿El resto?… Masonazos todos.

Según Tarrats, esa gentuza, vendida al librecambismo inglés, operó para destruir la patria y especialmente a Cataluña desde… ¡Cádiz! No es coña, el capítulo VII de su ensayo lleva por epígrafe: Cádiz, puerto franco para el contrabando. Entre sus elucubraciones figura la siguiente: “La debilidad y la venalidad fue entonces la brecha utilizada y los hermanos [masones] de Cádiz obtienen el privilegio del Puerto Franco gaditano, que se convierte en formidable y organizada plaza del contrabando inglés”.

A partir de ahí, el autor atiza a todo bicho viviente —de Baldomero Espartero abajo—, que haya siquiera pernoctado en la capital gaditana. Por suerte y sin pretenderlo, Fontana deriva luego hacia la ficción humorística. Uno de sus derrotes imputa al fementido Baldomero “la negra traición a la infortunada Reina Gobernadora, que con su fina inteligencia italiana es un estorbo, de la que se desembarazan fácilmente con ayuda de las debilidades sentimentales de la propia mujer”.

No es por malquistar, camarada, pero la regente María Cristina anduvo justita de luces. Baste recordar que fue su hermana, Luisa Carlota de Borbón-Dos Sicilias, quien se plantó en Madrid, compeliendo al moribundo y nefasto Fernando VII a abolir la Ley Sálica, en beneficio de la niña Isabelita II. Incluso llegó a plantarle el escrito de derogación ante su lecho de muerte (Malas lenguas sostienen que le suplantó la firma). Luego, aún tuvo tiempo de arrearle un sopapo a Tadeo Calomarde, por discrepante.

"En definitiva, un culebrón de aúpa y que lo petaría en la tele, el cual omite Fontana."

Respecto a las “debilidades sentimentales”, María Cristina, sin llegar a ser tan fina como su hija Isabel II y las reputadas gallinas, casó en secreto —porque le salió del moño y sin validez legal­— con su amante, el sargento de la guardia, Agustín Fernando Muñoz Sánchez, con quien tuvo ocho criaturas. Tras once años de real amancebamiento, lo desposó en plan marido oficial, previo su nombramiento como duque de Riansares.

El consorte aprovechó el trance para meterse en pingües negocios —en Madrid y Valencia, curiosamente— con sus dos hermanos y algunos “judeo-masónicos” tales como los Rotschild o el pérfido marqués de Salamanca, a quién Fontana llama de todo menos bonito en su ensayo.

En definitiva, un culebrón de aúpa y que lo petaría en la tele, el cual omite Fontana. Bueno, también debió olvidar que su propio abuelo materno, José María Tarrats, amasó enorme fortuna durante la Gran Guerra, vendiendo carbón a los ingleses. Los condenados masones rondaban por todos lados.

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