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Héctor: de Troya a El Argar

Héctor: de Troya a El Argar

Por fin aparece una novela histórica centrada en una de las civilizaciones más desconocidas de la prehistoria de la Península Ibérica. Ambientada en el siglo XVII a.C., esta novela nos muestra la realidad de la llamada cultura argárica.

En este making of José Zoilo cuenta cómo escribió Hijos de la luna (Edhasa).

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Corría el mes de junio de 2012, quince días después de terminar de escribir mi tercera novela, cuando nació mi hijo Héctor. Tanto su madre como yo siempre tuvimos muy claro cuál sería su nombre, pues a ambos nos encantaba el héroe trágico de Homero y su Ilíada.

Hoy en día disponemos de una inmensa “base de datos” de nombres propios, especialmente entre aquellos que nos ha legado la Historia. Incluso existen páginas de Internet que nos los clasifican según provengan de una cultura o de otra; pero ¿qué nombres recibían las gentes antes de que la escritura nos alumbrara? Justo eso me pregunté cuando, tres meses después del nacimiento de Héctor, me encontré con el siguiente titular de periódico: “Hallada una imponente fortificación de la Edad del Bronce en Murcia, aparece la Troya ibérica”. De inmediato me entusiasmé con ponerme a escribir una ficción ambientada en la civilización de ese Argar. Fue tan solo un instante, un chispazo, antes de que la realidad me atropellara: acababa de ser padre, apenas disponía de tiempo y, además, me sentí repentinamente aterrado por enfrentarme a una trama sin apenas hechos históricos a los que aferrarme.

Tres años más tarde, cuando retomé la escritura, mi nueva novela nada tuvo que ver con El Argar, y a esta cuarta (repleta de buenos nombres visigodos) le siguieron una quinta y una sexta.

"De la malnutrición, la enfermedad y las cicatrices provocadas por las armas de bronce dan buena cuenta los cuerpos hallados en las excavaciones, entre los que destaca la princesa de La Almoloya"

Hasta que, en 2023, las excavaciones de La Bastida y La Almoloya, dirigidas por investigadores de la Universidad Autónoma de Barcelona, alcanzaron el III Premio Nacional de Arqueología y Paleontología de la Fundación Palarq, nos aportaron nuevos y sorprendentes datos sobre esa civilización. Y, entonces, me dieron igual los nombres. Al menos, de primeras.

Once años después de oír hablar por primera vez de la Troya ibérica, por fin tenía a mi alcance algunos datos arqueológicos con los que sostener la ficción; y no sólo eso, yo no tenía miedo; me sentía capaz de utilizar la ficción casi como única herramienta para dar vida a una sociedad casi desconocida.

Cargado de ilusiones (y de dudas) y acompañado por mi hijo, viajé a Murcia para conocer in situ los escenarios de la novela. Para entonces, ya no sólo sabíamos que más de cuatro mil años antes existían enclaves peninsulares con más de un millar de habitantes, que la protociudad de La Bastida contaba con un recinto defensivo tan sofisticado que pasaría otro milenio más para verse otro parecido en el Mediterráneo occidental, o que en la vecina La Almoloya había una sala de reuniones a la que se ha llegado a denominar “el primer parlamento de Europa”. Y poco a poco se añadían más datos importantísimos para quienes, como yo, tratamos de recrear épocas pasadas: el alimento parece que escaseó en el ocaso de esta civilización, por lo que sus habitantes deforestaron grandes extensiones de tierra para extraer de ella hasta el último grano de cereal, o que se trataba de una sociedad muy jerarquizada y violenta, la primera en la península en contar con guerreros “profesionales”. De la malnutrición, la enfermedad y las cicatrices provocadas por las armas de bronce dan buena cuenta los cuerpos hallados en las excavaciones, entre los que destaca “la princesa de La Almoloya”. Una mujer joven con una delicada tiara de plata, provista de una lengüeta rematada con una suerte de luna.

"En el fondo, la regla era simple: sólo dos sílabas, sin semejanza alguna con nada que conociéramos y que resultaran lo suficientemente sencillos como para intuirse primitivos a nuestros oídos"

De pronto, y pese a las dudas, todo lo fantaseado durante años comenzó a ordenarse en mi cabeza. La historia, como un puzle, comenzó a tomar forma. Y, sin embargo, los personajes aún seguían exigiéndome que les diera vida, ¡que les diera un nombre! (teclear en Google “nombres argáricos para niños” seguía sin funcionar).

Pensé, volvía a pensar. Me reconcomí y me partí el cráneo. Partía de la premisa de que no podía utilizar raíces latinas o griegas, ni de ninguna otra civilización conocida, pero, entonces, ¿cómo? Y, entonces, sí, llegó él, esa misma personita por la que demoré tanto la gestación de esta novela. Héctor se ofreció a ayudarme, y gracias él el joven orfebre que existía tan sólo en mi cabeza recibió el nombre de Gentar, igual que el ambicioso y violento heredero de la casa de la luna nueva recibió el de Volthar. En el fondo, la regla era simple: sólo dos sílabas, sin semejanza alguna con nada que conociéramos y que resultaran lo suficientemente sencillos como para intuirse primitivos a nuestros oídos.

Jamás sabremos cómo se llamaron quienes vivieron en tiempos de El Argar. Pero mis personajes en Hijo de la luna tienen su propio nombre, y casi una decena de ellos se lo deben a un niño de doce años. Un Héctor que ha dejado de ser dese entonces príncipe de Troya, para convertirse por derecho propio heredero de la Troya ibérica.

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Autor: José Zoilo. Título: Hijo de la luna. Editorial: Edhasa. Venta: Todos tus libros.

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