El señor Faustino escrutaba las imágenes del televisor con aguda suspicacia. Entornaba los ojos y los concentraba tras sus dos manos, apoyadas sobre el grueso bastón. En pantalla, un millar de chavales saltaban alocadamente en la oscuridad, enfrentados a un escenario sobre el que relucía el estallido de focos detrás de un agresivo cantante que agitaba su melena al aire y buscaba maneras profundas de expresar emociones exageradas con un imposible castellano.
Hacía años que estaba encerrado en un silencio meditabundo desde el que viajaba por los océanos del recuerdo, escudriñando oscuros pozos del pensamiento a los que la realidad llamaba con fugaces imágenes que se le presentaban dispersas, uniendo pasado y presente igual que se unían las ideas en los sueños.
El concierto de rock duro difuminaba lances de batallas nocturnas vividas hacía tanto tiempo…
—Somos hijos de la violencia —asintió con lástima.
Desde fuera, Faustino parecía encontrarse vacío, ajeno a lo coherente y a lo vivo, pero por dentro hervía, y todo cuanto ocurría a su alrededor le disparaba la memoria y le mandaba lejos. Fue cuando murió su mujer cuando comenzó a sumergirse en esa especie de ausencia etérea, como resaca, que mantenía el ánimo despierto, sin quererlo, mientras Faustino trataba de regresar cuanto podía al presente, para valorarlo en lo positivo.
Comparado con lo que traía la neurona de su juventud, cualquier actualidad se le antojaba intrascendente.
—Hijos de la violencia —repitió en un susurro apagado.
Sabía perfectamente de lo que estaba hablando. En algún lugar, dentro de una época antigua y oscura, un hombre sediento de sexo se abalanzó sobre una mujer que le había rechazado de forma constante. Y a base de insistir, perseverar y forzar, acabó por poseerla y depositar en su vientre la semilla de un vástago indeseado. Era algo que había ocurrido en todos los linajes —en toda la humanidad— en algún punto del pasado. Y por más que la mujer no quisiera engendrar un semejante al padre, sino un ser renovado, limpio de la maldad que contuvo aquella cópula maldita, el hijo sostendría disuelto en sus entrañas el mismo anhelo por un enfrentamiento a manos desnudas. Porque era un legado que llevaba grabado a fuego en la sangre. Así lo veía Faustino y así se había empeñado la vida en demostrárselo. La violencia no era una cuestión de ganas, sino de oportunidad.
En la guerra auténtica —la que subyace a los textos de historia— Faustino fue testigo de ejemplos grotescos de esa verdad irrenunciable: que los hombres transportados al extremo de su libertad coartaban el pensamiento y se abandonaban a sedientas necesidades de fácil creación y corta compasión. Así ocurrió en su pueblo, donde los habitantes fluctuaron de opinión conforme a la circunstancia, soportando los tiras y aflojas de uno y otro bando. Asedio tras asedio, el ayuntamiento cambió de color rápido como las hojas en otoño y salpicando todo con el tinte de la incertidumbre. El problema habría terminado ahí, de no haber sido porque las gentes de aquel monte ya eran, por naturaleza, vengativas. Antes de que llegaran las pistolas y las banderas, ya transformaban nimiedades en disputas. Durante la guerra, solo se terminaron de saldar cuentas pendientes. Cada cambio de bando trajo el desatino de falsos testimonios sobre unos u otros vecinos. En ciertos casos, los motivos fueron asuntos de tierras, pero, en otros, no alcanzaba razonamiento más lógico que el de la mera rencilla, engrosada como un cerdo antes de la matanza. Vanos odios —aunque pocos odios lo son— viajando de paseo al bosque y terminando con un montón de pájaros despegando sin orden al aire tras el susto de los disparos.
Faustino recordaba aquellas calamidades con especial salvajismo entre los jóvenes. En esa época, le captaban a uno rápido. Hacia un lado. Hacia el otro. Veletas revueltas en su propio viento.
Quién sabía por qué Faustino se salvó. Quién sabía por qué no tuvo el valor de inmiscuirse en ninguna causa. Aquello bastó para tacharlo de raro, cobarde, flojo, mierda. Demasiado cerca de marica en algunos momentos, cosa que, para según qué bando, pudo haberle traído la muerte. Pero no llegó a rebasar la línea, aunque fue acosado por un caballo que casi le mordía la nuca en su escapada.
Lo que se le achacó en aquel tiempo lo recordaba ahora inútil y desdibujado, porque los que le insultaron estaban muertos. Se dejaron llevar por el ímpetu de la hormona y perdieron la oportunidad de presenciar el presente. Y Faustino, protegido por el consuelo de estar vivo, se preguntaba si se había perdido algo por no haber permitido que aquel nervio terrorífico se adueñara de su cuerpo. Puede que fuera necesario para alcanzar una vida más plena, que, tal vez, él no tuvo. Lo suyo fue solo una mujer, unos hijos, nietos, amigos, pero, desde la perspectiva de un futuro a punto de terminarse, estaba a gusto con la idea de poder acostarse y levantarse sin tener que rendir cuentas ante ninguna bandera, canto o condición.
Aun así, comprobaba que la generación que sustituía a su vieja juventud emulaba una igual ansia por el vértigo. Necesitaban de la imprevisión, los gritos, la masa discordante y enfrentada que les envolvía y les prohibía pensar. La droga con forma de gente. Así que Faustino se formulaba preguntas calladas sobre aquella circunstancia y no alcanzaba ningún veredicto. Eran pocos los que opinaban dentro de su cabeza.
Por eso era fácil mirar al televisor y estudiar esos rostros ávidos de dientes apretados y de un líder sobre un escenario. A pesar de su obstinado martilleo, aquellas imágenes eran inocentes reflejos de otros amontonamientos de violencia. Casi era bonito verlos empujándose y ladrando los peores tacos que conocían. Clamando al demonio y a la maldición de sus padres dictadores.
Faustino sonrió. Qué chavales.
—Mejor ahí que dando tiros —murmuró, pero nadie reparó en él.


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