Llega el otoño, y con el otoño mi reivindicación de una joya de Robert Aldrich. Aunque ganó el Oso de Plata en el Festival de Berlín, la censura impidió su exhibición en salas españolas y solo pudo verse tardíamente en emisiones puntuales de TVE. Es una pena que Hojas de otoño (Autumn Leaves, 1956) continúe siendo una gran desconocida, pues nunca alcanzó el estatus de otras de sus obras como ¿Qué fue de Baby Jane? (What Ever Happened to Baby Jane?, 1962) o Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, 1967). A Robert Aldrich se lo recuerda como un cineasta ciertamente irregular y en ocasiones efectista; sin embargo, todo ello ha sido consecuencia de su espíritu indómito y versátil.
Viniendo de Aldrich, heterodoxo e inquieto, era esperable que en este aparente melodrama se acabasen infiltrando otros géneros. La película se vuelca en el suspense o incluso tantea el terror psicológico, pero nunca se dejan apartados los elementos dramáticos con los que nació; aunque su director nos zarandea o nos lleva por caminos inesperados, parece tenerlo todo bien atado. La película, por muy ecléctica que resulte, sabe hacia dónde camina. Carece de aquella ilusión moderna de improvisación, de las licencias artísticas y las lagunas de guion que, para bien y para mal, caracterizaban a El beso mortal (Kiss Me Deadly, 1955).
Gracias a una apertura menos abrupta, en Autumn Leaves comenzamos escuchando tranquilamente la canción homónima de Nat King Cole, cuya sugerente melodía es uno de los principales motivos estéticos que nos atrapan, de igual modo que la presencia de hojas o flores al fondo de ciertos planos. La música sonará de nuevo de forma intradiegética en un restaurante, y las hojas reaparecerán tras los cuerpos de los personajes. De esta manera, se crea un doble motivo, sonoro y visual, que asoma en momentos cruciales de la relación amorosa.
Aldrich compone encuadres en sintonía con la atmósfera de paranoia que, a partir de un determinado minuto, secuestra la película. Unos encuadres muy inclinados; otros, fruto de una cámara apoyada directamente en el suelo. Y especialmente, alguno en el que juega con la perspectiva, profundamente desequilibrado, forzándonos a observar objetos pequeños representados a gran escala. A un simple teléfono se le puede otorgar un protagonismo mayor que a uno de los personajes, pues por unos segundos de él depende su destino, y es razón de sobra para que se nos imponga en primer término. En la misma línea, Aldrich filma a un personaje dando golpes a una puerta desde el otro lado, invisibilizándola.
De todas formas, la obra se aleja de la falta de contención que caracterizó a Kiss Me Deadly o que caracterizará a Baby Jane y, salvo los justificados exabruptos que tarde o temprano llegan, se narra la historia envuelta en cierta templanza. Sí, con un deje de inquietud, pero no parece seguir demasiado los excesos de ese par de películas. Aquí se percibe una mayor concreción, aunque sin acercarse al extremo de la brevedad tan árida que consolidaría en los setenta con La venganza de Ulzana (Ulzana’s Raid, 1972). Aquel western sigue impactando por la crudeza de sus imágenes, pero también por la ausencia de énfasis a la hora de retratarla, sin recrearse; un western crepuscular y a menudo mal comprendido, que podríamos entender como preludio del punto y final que pondría Michael Cimino con La puerta del cielo (Heaven’s Gate, 1980). Pero no nos desviemos.
Autumn Leaves contiene uno de los flashbacks mejor filmados y más bellamente introducidos que yo recuerdo. Mientras Milly se encuentra sentada en un patio de butacas, el público se oscurece lentamente, pero a ella la continuamos viendo gracias a un suave haz de luz, aislada y abstraída de lo que sucede a su alrededor. Un fundido ondulante nos transporta hasta el tocadiscos de la intimidad de un hogar, y un cuidadoso movimiento de cámara ilustra brevemente el pasado familiar que nos ayudará a comprender el presente. Sin cortes, Aldrich se retrotrae a un instante significativo y emocionante, pero rodado con una precisión casi bressoniana, guiado por la delicadeza de unas manos, donde solo se muestra lo justo y necesario.
Al personaje interpretado por Joan Crawford, mujer de firme lealtad y empatía, se le presenta el mundo como un lugar inseguro, en el que la pureza tiene dificultades para abrirse paso; un mundo de apariencias engañosas y sorpresas indeseadas, donde una muestra de ternura o una tarde de diversión pueden esconder un revés sombrío, donde siempre existe la posibilidad de que se acaben cumpliendo nuestros peores presagios; un mundo ambiguo e inestable que invita a la desconfianza permanente.
En ese mundo, por momentos tan poco apacible, el motivo de la relación sentimental con mucha diferencia de edad terminará siendo un simple pretexto para reflexionar sobre preocupaciones universales. La actriz protagonista encarna la necesidad de sentirse querido a la que, paradójicamente, va aparejada la incapacidad de dejarse llevar; pero también el miedo al paso del tiempo, a envejecer o a la soledad. Quizá destaque, por encima de todas estas cuestiones, el pensamiento intrusivo de que uno siempre será reemplazable, como bien confiesa en una secuencia: “If you knew a girl your own age, you wouldn’t want me, and that isn’t fair”. La edad solo acentúa ese constante peligro a ser sustituido del que nadie puede escapar.
En cualquier caso, no es necesario que Joan Crawford verbalice sus inseguridades para comprenderla. Está todo en su rostro. Los primeros planos de la actriz, con frecuencia oscurecidos por misteriosas sombras, ya condensan toda su personalidad, y nos transmiten el miedo a no ser suficiente que la acompaña a lo largo de su vida. A pesar de los años de Crawford y de la propia película, en esta ocasión producida por Columbia, aún se continúa una tradición de cine prácticamente supeditado a la presencia de la actriz. Al igual que sucedía dos décadas atrás con Marlene Dietrich en El expreso de Shanghai (Shanghai Express, 1932) —o en cualquiera de Von Sternberg—, creemos entender su carácter, sus motivaciones, sus temores y hasta su pasado con el simple hecho de observar su rostro.
Al margen de lo que diga o haga un personaje, la ambigüedad de una imagen impide que sepamos lo que pasa por su mente. Pero estrellas de la era dorada de Hollywood como Marlene Dietrich o Joan Crawford son tan expresivas y tienen un carisma tan arrebatador que cuando bajan la mirada o fruncen el ceño, por muy sutil que haya sido el gesto, creemos saberlo todo sobre ellas. Y esa tendencia de la personalidad de Milly a anticiparse poniéndose en lo peor la nota enseguida el espectador en sus primeros planos, mucho antes de que pronuncie una palabra.
Ojalá ciertos detalles, quizá demasiado dependientes de su contexto histórico, simplemente sirvan de documento y no distraigan a la hora de apreciar una película directa, sencilla y sentida. El director estadounidense nos muestra un lado del melodrama que no nos mostraba Douglas Sirk. Un lado más extraño, más arbitrario, en el que todo puede ocurrir; donde uno, en ocasiones, no logra interpretar si debe sentirse amenazado o arropado. No deja de ser, al fin y al cabo, un melodrama que apunta hacia la incierta etapa moderna que, de manera irremediable, está por llegar durante los años sesenta.
Lo habitual sería citar Johnny Guitar (1954) como la mejor interpretación de Joan Crawford en los cincuenta, o Imitación a la vida (Imitation of Life, 1959) como uno de los grandes melodramas de esa década. Concretamente en España, entre la filmografía de Robert Aldrich siempre hemos tenido cariño a Vera Cruz (1954), por aquello de ver a Sara Montiel junto a Gary Cooper —y es cierto que las imágenes de los juaristas alineados son de las más poderosas de su cine—. Autumn Leaves se encuentra, como mínimo, a la altura de todas ellas.



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