Kairós

Kairós, ese momento en el que la vida te coloca ante una encrucijada y de tu elección depende tu destino. Ese Kairós, mi Kairós, lo viví cuando apenas había dejado la niñez. Fue a mis quince años que una falsa boda me condujo ante un altar de sacrificio y una elección vital: vivir y que los aqueos nunca salieran de las playas de Aúlide o la muerte y la fama eterna.

Ahora, pasados los años, mientras los remos golpean la tranquilidad de este mar y la brisa me susurra al oído palabras de libertad, puedo darme cuenta de lo que significó en realidad aquel momento. Siempre he envidiado a los hombres que viven una vida simple, dedicados al cultivo de las plantas o a la crianza de los animales, alejados de las decisiones a las que se ven abocados los poderosos y de aquellos que, como yo, están destinados a una vida eterna a través de la fama.

"Mi padre, a gritos, no hacía otra cosa que reafirmar sus palabras y pedir la sangre y la tierra de los troyanos"

Yo nací noble en una tierra aún lejana y ahora extraña. Soy la hija de Agamenón y Clitemnestra. Ifigenia es mi nombre. Aquí en esta proa llegan a mi mente los recuerdos de una infancia feliz, apartada de todo peligro en las ricas tierras de Micenas. Yo era la mayor de cuatro hermanos, dos niñas y un pequeño de rizos dorados al que adoraba. La paz reinaba en mi tierra y en mi hogar, el matrimonio de mis padres parecía tranquilo y nosotros nos dedicábamos a cosas propias de niños. Pero una mañana todo cambió, cuando mi tío Menelao se presentó en Palacio.

Recuerdo cómo la conversación que se filtraba entre las grietas de los muros de la sala del Trono llegó a mis oídos, mientras tranquila contemplaba las aguas del estanque que estaba en un patio cercano. Menelao hablaba de la traición de su esposa, de un juramento antiguo y de una guerra inminente. Mi padre, a gritos, no hacía otra cosa que reafirmar sus palabras y pedir la sangre y la tierra de los troyanos. Él se consideraba un gran general, el primero de todos los aqueos y debía dar ejemplo a los suyos y al resto de jefes de la Hélade. Era su obligación como caudillo de su pueblo y como hermano del agraviado. Y así se fijó mi destino y mi Kairós, por una obligación antigua contraída por juramento sagrado.

"Un floreciente día de abril llegó una noticia de mi padre, la primera después de su marcha. Mi madre, tras leer con atención aquella tablilla de madera, vino alegre a mis aposentos"

Agamenón partió, dejándonos en Palacio. Yo lloré su marcha y su ausencia, pues adoraba a mi padre por encima de todas las cosas. Conmigo era un padre atento y cariñoso, no en vano yo era la mayor de sus hijos. Me procuraba todos los caprichos, incluso antes de que abriera la boca para pedirlos. Una mañana, cuando tenía once años, apareció con un corcel blanco; aquello era justo lo que deseaba, aunque no se lo había dicho a nadie. Era capaz de anticiparse a mis deseos, pues me conocía muy bien. Su ausencia dejó un profundo resentimiento en mi ser. Me refugié en mis hermanos y en mi madre, pero con aquella no sentía la misma conexión que con mi padre.

Los días pasaron y se convirtieron en meses, en los que el carácter de mi madre se agrió un poco, pues mi padre había cargado todos los asuntos políticos sobre sus espaldas. A ella no le desagradaba aquella tarea, lo que le disgustaba era que con las obligaciones del trono había heredado también la estrecha vigilancia de una aedo de confianza de mi padre, Demódoco, que cuestionaba todas sus decisiones y que la vigilaba de cerca. Los hombres jamás se fían de la volubilidad de las mujeres.

Un floreciente día de abril llegó una noticia de mi padre, la primera después de su marcha. Mi madre, tras leer con atención aquella tablilla de madera, vino alegre a mis aposentos. Mi padre había elegido esposo para mí, había concertado un buen matrimonio: me desposaría con el hijo de una diosa, con el mismísimo Aquiles. La fama de aquel guerrero había traspasado fronteras y mi madre lo consideró una gran noticia. Yo, aunque no deseaba casarme y abandonar el hogar y a mis hermanos tan pronto, lo acepté agradecida, pues el hombre elegido por mi padre tenía reputación de apuesto y gentil.

"A mi madre la sacó de su engaño el propio Aquiles y arrojada a las rodillas de mi padre pidió mi salvación"

Pronto partimos a Aúlide, donde se encontraba apostada la flota aquea. Mi madre dispuso que un par de ágiles mulas tiraran de mi carro, ricamente engalanado para la ocasión. Nos acompañó una corte de doncellas argivas y mi hermano Orestes, al que aún amamantaba. Llegamos con cantos de himeneo junto a las corrientes que revuelve el Euripo cuando riza el mar azul oscuro con espesas brisas, pero allí lo que me esperaba no era el matrimonio, sino la pira. Aquel sacrificio al que me veía abocada era fruto de la impiedad cometida por mi padre contra la diosa Artemisa, y era yo la víctima propiciatoria para expiar su castigo y su pena.

A mi madre la sacó de su engaño el propio Aquiles y arrojada a las rodillas de mi padre pidió mi salvación. Yo, enterada de todo, también pedí por mi vida, pero él me hizo ver que el poder conlleva una gran responsabilidad, no solo para el hombre, sino también para la familia. De mí dependía toda la Hélade, yo era la pieza clave en aquella situación, Artemisa pedía mi vida a cambio de la salvación de todos. Yo debía decidir. Debía encarar el hado con serenidad y decidí morir sacrificada en aquel altar por las manos emponzoñadas del adivino Calcante. Me vestí de boda, Clitemnestra me acompañó a mis esponsales con el Hades. Allí, en medio del bosque consagrado a Artemisa, se congregó la multitud de argivos, allí ofrecí en silencio mi virginal garganta al funesto cuchillo que reposaba inocente en la canastilla de cebada, allí noté cómo su filo rozaba mi cuello y de allí volé transportada a lomos del éter hasta llegar al lugar que ha sido mi hogar por más de veinte años.

"He sido sacerdotisa de la diosa Artemisa, en las costas del país de los Tauros, que ahora ya se desdibujan en la lontananza. Ahí he tenido que sacrificar a cuanto extranjero arribaba"

Mil veces hubiera preferido la muerte a mi destino, mil veces que el Hades me hubiera acogido en sus entrañas a vivir como he vivido. Mil veces que aquel cuchillo hubiera cercenado mi cuello, antes que matar a uno solo de los griegos. Cada día he soñado con volver al hogar, junto a mis padres y hermanos, cada día que he estado en esa cárcel que hoy abandono he soñado con mi libertad.

He sido sacerdotisa de la diosa Artemisa, en las costas del país de los Tauros, que ahora ya se desdibujan en la lontananza. Ahí he tenido que sacrificar a cuanto extranjero arribaba, pues una ley antigua así lo exigía. Mis manos y mi conciencia están manchadas con la sangre de las víctimas del sacrificio. He vivido rodeada de sus calaveras y de los espíritus que no me dejaban dormir.

"Aquí descubrimos nuestro parentesco y planeamos nuestra huida, llevándonos con nosotros la estatua de la diosa, que ahora descansa en la panza de esta nave"

Pero las Moiras habían diseñado un plan diferente antes de cortar definitivamente el hilo de mi vida, y otra vez una decisión, un Kairós, ha dado un vuelco a mi existencia. Hace unos días llegaron a mi templo dos extranjeros, dos argivos, a los que habían dado caza unos vaqueros. Aquellos venían de mi tierra, Argos, y traían noticias inquietantes sobre mi familia. Mis padres han muerto asesinados por mano consanguínea. ¡Ay, terribles son las venganzas de los hombres!

Con ellos he recobrado la esperanza y la libertad, pues el extranjero, al que estuve a punto de matar, no era otro que mi hermano Orestes, que huyendo de las Erinias fondeó en la playa de mi templo, empujado por el oráculo de Loxias. Aquí descubrimos nuestro parentesco y planeamos nuestra huida, llevándonos con nosotros la estatua de la diosa, que ahora descansa en la panza de esta nave.

Ante mí el anchuroso mar se expande más allá de los confines del orbe terrestre, prometiéndome la vida con la que siempre soñé en el hogar paterno junto a los míos. A partir de ahora podré llevar esa vida sencilla que siempre he envidiado de los hombres simples y envejecer junto al fuego del hogar, tejiendo en mi telar. Solo pido a los dioses que me permitan borrar los recuerdos de sangre y de muerte con los que he convivido por más de veinte años.

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