[3 – 16 noviembre]
El lunes viajas a Barcelona con Leo. Retraso de varias horas en el avión. Al menos tenéis conversación en el aeropuerto.
Por la tarde te acercas a la entrega del Premio Herralde. Antes quedáis con Pisón para ir juntos. Verlo te llena siempre de alegría. Aparte de un escritor al que admiras, se ha convertido en un amigo muy querido. Alguien que parece tener siempre la correcta visión del mundo.
El Herralde lo gana el argentino Pablo Maurette. Habías hecho cábalas y apuestas, pero te has equivocado en todas. No has leído nada de él, pero lo que cuenta te despierta la curiosidad —sabiendo, como hoy tienes bien claro, que una novela no se puede contar, o siempre se cuenta de menos—.
Durante el evento no paras de saludar a amigos que hacía mucho que no veías. Recuerdas cuando fuiste finalista. Los nervios. La emoción. También el estar un poco disociado entre tanta gente. Desde fuera se vive más tranquilo. Solo vinos, abrazos y reencuentros.
Acabáis bien tarde en Il Giardinetto. Te vas a la cama contento, pero con la sensación de que se ha pasado enseguida el día y apenas has charlado con nadie.
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Regresas con ganas de escribir. Ya lo has contado aquí: te ocurre siempre que te encuentras con escritores; el mundo literario te anima a escribir. Una paradoja. Juntarte con otros te despierta la necesidad de encerrarte solo. Es lo que tratas de hacer estos días, todo cuanto puedes. Apagas el teléfono y dices que no a todo durante la semana. Y avanzas la reescritura de tono de la novela. Cada vez te suena mejor. Más equilibrada y verosímil.
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El sábado por la mañana sales de la cueva a una mesa redonda en la Feria del Libro de Molina. Literatura y ruralidad. Hablas de Murcia como territorio literario con Santos Martínez y Trifón Abad. En sus novelas, como en las tuyas, el paisaje murciano es un personaje más. Concluís que hace ya un tiempo que los escritores han tomado conciencia de que es posible situar sus historias en lugares cercanos. Es tan literario el paisaje de Kansas como el de Murcia. Ambos son lugares en los que suceden cosas.
Durante la comida seguís con la conversación. Está allí también Manuel Moyano, a quien hacía tiempo que no veías. Te pregunta por lo que escribes en Zenda. Dice que no parece un diario. Le argumentas que sí, que es más ligero que otros que has escrito, que hay muchas más cosas que se quedan fuera, pero que sigue siendo un diario. Por ejemplo, le dices, esta comida aparecerá.
Por la tarde, sin tiempo ni para cambiarte de ropa, participas en Murcia en el Festival Lenguaraz, un nuevo festival sobre literatura y traducción. Este año la lengua invitada es el italiano. En la mesa redonda previa a la tuya, Carmen y María hablan del fenómeno Elena Ferrante: su narrativa, sus historias y, por supuesto, el enigma que la rodea. ¿Podría ser Elena Ferrante un hombre? Todo el mundo coincide en que no. Esas historias, esa manera de narrar la intimidad, solo podría escribirlas una mujer. Tú no lo tienes tan claro. También un hombre podría. Claro que podría. Piensas, por ejemplo, en Colm Tóibín, en su construcción de personajes como Nora Webster. Y piensas en lo que estás escribiendo tú. En Anoxia —el personaje de Dolores— y, sobre todo, en tu novela actual, una narradora en primera persona. Pero la voz es siempre una construcción. Y se edifica a través de la escucha y de la capacidad para situarse en el punto de vista del otro. No es una mujer —o un hombre—; es tu personaje.
Tras la mesa sobre Ferrante, conversas con Valentina Colonna. Ella es poeta y pianista, y habláis de los diferentes lenguajes que atraviesan lo literario, de la música, de la influencia del italiano en tu literatura. Estás a gusto en la conversación y fluye de modo inesperado. Al final leéis unos minutos. Ella, unos poemas. Tú, el pasaje final de El dolor de los demás. Ella, con voz dulce y cadenciosa, casi hipnótica, lee con elegancia. Tú te trabas y te atrancas. Pero al final incluso te emocionas con el párrafo final. Hacía tanto tiempo que no lo leías que lo haces como si fuera el texto de otro.
En la cena sigue el festival. Y también la conversación. Después la noche se alarga. Pero había que celebrar. El domingo, eso sí, estás para el arrastre.
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A raíz del festival, estos días lees a Natalia Ginzburg. Sagitario, Las pequeñas virtudes, Las palabras de la noche. Te seduce el tono, la aparente sencillez, el manejo de la frase. Es lo que quisieras conseguir con la voz de Asunción, que se parezca a las narradoras de Ginzburg. Sabes que son palabras mayores, pero intentas que algo de esas lecturas se quede contigo.
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El miércoles sueñas que cuentas un chiste y todos se ríen. Despiertas con la satisfacción y la risa, pero no recuerdas el chiste, solo el impacto que causaba en los demás. Pasas el día tratando de evocarlo, con la memoria de la risa huérfana.
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Terminas de leer La seducción, de Sara Torres. Te gusta la poesía de la escritura, la prosa corporal, el lenguaje deseante. También la historia. La disfrutas. La has leído buscando el relato de una relación de poder donde la asimetría esté repensada. Donde quien tiene el poder y quien seduce negocian su posición. Te parece un libro inteligente. Lo único que te saca del texto son los momentos en los que se hace evidente el discurso teórico que sustenta la historia o las reflexiones. Esto te hace pensar en lo que escribes. También tú tiendes en ocasiones a eso, a dejar que se filtre en la mirada de quien narra algo del autor-profesor, del teórico. Siempre has de ir con el freno teórico echado. Aun así, sabes que se ha colado mucho en la novela. Ya llegará el tiempo de los recortes.
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El jueves, inauguración de Art Nueve. Manuel Romero. Has escrito en varias ocasiones sobre su pintura y te sigue impresionando. La potencia escultórica de los cuadros esta vez toma directamente la sala. El comisario los ha colgado casi como si fueran un Richard Serra, cortando el espacio, haciendo la pintura algo inevitable, que es necesario rodear, que requiere estar a un lado o al otro. La pintura como cuerpo. Cuerpo que se impone e inicia un diálogo.
Tras la inauguración, cóctel y encuentro con amigos. Otra vez, se va de las manos la noche. No sabes decir que no. Te lo tienes que mirar.
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El viernes te encierras en casa con pestillo y no sales hasta el lunes. Ni siquiera a tirar la basura. En pijama, sin ducharte, sin hacer otra cosa que escribir. Casi en trance. Tres días de escritura continua que te devuelven a las semanas de Art Omi. Ese estado de concentración absoluta en el que lo único que existe es el texto y la historia. Así logras cerrar por completo el tercer borrador, a falta de unas voces que aún tienes que integrar para darlo por concluido.
A última hora del domingo pones punto final. Ahora sí. Ahora se puede leer con cierto gusto. Por fin reconoces una voz estable, firme, que sostiene lo que querías contar. Miras también el número de palabras. En esta reescritura la novela ha adelgazado cinco mil. Aún se irán muchas más.
Calculas lo que te falta para poder enviar el libro a tu agente. Perfilar las voces que ya están esbozadas en un cuaderno e integrarlas en la estructura. Una semana. Poco más. La cima empieza ya a asomar entre la bruma. Tomas aire. El último impulso. Esta noche descansas. Mañana empieza el repecho final.


Me gustan mucho tus artículos, siempre los leo, gracias.