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La cizaña de Liberty Valance

Sostuvo Pedro Altares en las páginas del diario El País una emocionante comparación entre la Transición española y El hombre que mató a Liberty Valance. Fue en 1997. Para él, la Transición había sido una ardua aventura colectiva sin plan preconcebido cuyo mérito, sin embargo, con los años, había recaído artificialmente en el gatillo providencial de unos pocos pistoleros (el rey, Fernández Miranda y Adolfo Suárez) de incontrovertible puntería. Liberty Valance sería Franco y su régimen. Shinbone, la España que abandonó el blanco y negro.

Más de una veintena de películas de vaqueros después, John Ford quiso hacer su Liberty Valance lejos del sol y la arena de Monument Valley. En blanco y negro. Y en sets de rodaje prefabricados, pequeños, para angostar la sensación de amenaza que gobierna el pueblo de un villano que ocupa siempre la mesa que más le apetece del restaurante (aunque haya gente sentada) y un sheriff que duerme en la única celda que tiene todo el cuartelillo (y que tiene la cerradura rota). Todo tenía que parecer una película expresionista de Preston Sturges, y al mismo tiempo tener la tensión de la soga del cadalso. Lo llamaron western crepuscular, pero en 1962 no había en Ford ocaso alguno en su capacidad para hacer cine. La discusión radica en si es o no su mejor película.

"Corremos el riesgo de resucitar a Liberty Valance si damos palmas a los forajidos que piden filetes a gritos y repudian al granjero que vota otra cosa"

La comparación cinéfila de Pedro Altares con nuestra gran historia nacional de fundación democrática es oportuna, entre otras cosas, porque Liberty Valance es una película abiertamente política. Recordemos: un abogado más bien novato de la costa este llega a un pueblucho del lejano oeste con la voluntad evangelizadora de ceñir a todo hombre a derecho. No lleva una Colt o un rifle Winchester, sino un libro de leyes. De paso, también surge la oportunidad de enseñarles a leer y a escribir. El problema es un abusón llamado Liberty Valance. A partir de su muerte en un duelo de misteriosas circunstancias, Shinbone se civiliza y ya no la reconoce ni la madre que la parió, parafraseando a Alfonso Guerra. Las diligencias acumulan polvo en los museos. El alumbrado público mejora la seguridad ciudadana (y dificulta el trabajo de los directores de fotografía). El ferrocarril ha jubilado a los salteadores de caminos. Los periódicos hacen su trabajo.

Incidía Altares, sobre todo, en la cuestión nuclear de la historia: ¿quién apretó el gatillo? Es decir, a quién corresponde el mérito; el mérito, en este caso, de haber convertido un país que se pudría en la cama en uno capaz de cambiarse las sábanas él solito. Su hijo Guillermo, el viernes pasado en La Cultureta, llevó la cuestión a los bárbaros de hoy, pero no todos ellos llevan casco de bisonte ni asaltan parlamentos. Tres palmos de cemento sepultan el cadáver de Liberty Valance, pero su látigo (que tanto fascinó a la hermanita de Eduardo Torres-Dulce, que ha publicado un libro magnífico en Hatari Books) no necesita escalar fuera del agujero para democratizar su cizaña. Corremos el riesgo de resucitar a Liberty Valance si damos palmas a los forajidos que piden filetes a gritos y repudian al granjero que vota otra cosa. La intolerancia de Valance, como aquella que filmó David Griffith, goza de casi tanta salud como el cine de John Ford. Y más la practican quienes más prometen salvarnos y más relativizan la ley. Nada más antifordiano. Rogamos al Shinbone Star que siga publicando lo que le dé la gana.

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