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La ebriedad del suicida

La ebriedad del suicida

Hay libros de los que uno tiene la sensación de salir acompañado por algún personaje; en otros abandona la última página vestido con el aliño de la orfandad. Este último sería el caso de Autorretrato, de Édouard Levé, traducción del bonaerense Matías Battistón y cronológicamente la tercera de las cuatro obras que escribió en toda su vida: Obras, Diario, Autorretrato y Sucidio. Con 87 páginas y una media de 25 frases por página, lo que supone aproximadamente unas dos mil, el lector podrá observar cómo el autor y protagonista de este libro erige una imagen iconoclasta sobre su propia persona, desde lo físico a lo ideológico pasando por varios asuntos no menores y otros sencillamente irrelevantes.

Si bien el artificio literario radica en una abundancia de afirmaciones privadas que se van amontonando, en apariencia sin mayor rigor o sentido, y cuya totalidad supone el retrato de Édouard Levé, la propuesta que subyace —ya sea de forma consciente o no—, se halla en que el lector afronte y asuma frase tras frase la construcción de su propia definición. Para ello, el lector debe leer entre líneas, contrastarse y capturar aquello que de sí mismo se muestre en ese espejo que es el texto y que cuenta y define tanto la imagen pública y privada como la personalidad de Levé. Una definición sustentada en ocasiones con iluminaciones y otras con contornos, ora con sombras ora sin sentido, pero que a veces conciernen más al lector que al propio protagonista. Y también habrá otras en que el lector se sentirá atraído por la introspección que procura esta cascada formidable de frases concatenadas, sin un solo punto y aparte que nos dé un respiro a lo largo de todo el libro, aunque sólo sea para contemplar esa pérdida de tiempo que consiste en enumerar las cosas que hacemos… para pasar el tiempo.

"El ojo de quien mira vuelve a ser nuclear en la comprensión del arte. Y casi de igual manera ocurre en este Autorretrato."

En definitiva, el libro compone las caras de ese poliedro que muestra —y esconde— todo ser humano. O de otra forma: estamos ante el juego de encontrar las similitudes y diferencias entre dos personas, uno escritor y otro lector. Y así bien podemos afirmar que, por defecto, el autorretrato del protagonista invita y ayuda a construir el nuestro.

Para ello, el fotógrafo y escritor de Neuilly-sur-Seine (1965-2007) se sirve de un catálogo de obsesiones, titulares, cadencias, objeciones, dudas y afinidades, dolores y olores, juegos y aforismos, rechazos y amores, músicas y teatros, artes e irreverencias, listas, muchas listas oulipianas y también ciertos secretos familiares y amicales. Para quien todavía no lo sepa, conviene informar que Levé fue un fotógrafo que acabó ahorcándose. Una de sus series fotográficas más reconocibles —Pornographie, 2002— nos muestra instantáneas en las que los personajes retratados están posando en situaciones pornográfícas harto reconocibles. Sin embargo, la propuesta de Levé consiste en la distorsión del mensaje preconcebido, al aparecer cada uno de los modelos, hombres y mujeres, vestidos de calle, sin mostrar un sólo centímetro de su desnudez. El ojo de quien mira vuelve a ser nuclear en la comprensión del arte. Y casi de igual manera ocurre en este Autorretrato, pues si bien existe una clara exposición de la intimidad del personaje, nunca hay una sensación de impudicia, a excepción de lo que cada lector pueda entresacar y colegir con su pericia y sus propias perversiones. Además, el tono sutil y descargado, con frases inocuas o directamente absurdas, pongamos que «gracioso» por algunas miradas o anécdotas que describe, y con un estilo de una limpieza cruel, hace que el lector camine por sus páginas y sus interioridades como quien escucha el murmullo de una conversación que cada vez le interesa más. Incluso cuando aparece esa escritura automática tan propia del Taller de Literatura Potencial (OuLiPo). Veamos, pues, algunos ejemplos para saber la materia de la que está hecho el personaje Édouard Levé.

En la primera frase ya anuncia que en la adolescencia fue lector de Georges Perec, lo cual, sin duda, es una marca temprana para cualquiera. Hojas después, confiesa sus intentos y desatinos con el suicidio, sus inseguridades y toda una panoplia de reflexiones, gustos e ideas que lo mismo lo convierten en un ser tan ridículo como necesario. Nada aparece aquí escrito con trazo grueso, sino con ese delgado hilo que teje la vida de cada cual y que va dejando un poso de decepción, pero también de conmiseración y de comprensión por ese ser humano en el que a poco que seamos empáticos nos sentiremos reflejados. Así, por ejemplo, léase esta selección de frases escogidas:

«Demasiado ruido en un restaurante puede arruinarme la comida; Veo arte donde otros ven cosas; El cine narrativo me gusta tan poco como la novela; Cuando cuento los libros que he leído, hago trampa incluyendo los que dejé sin terminar; Al contradecirme, experimento dos placeres: traicionarme, y tener una opinión nueva; De adolescente, el nazismo me parecía pertenecer a otra época, pero a medida que envejezco, más cercana me parece esa época; Antes que Joyce, que escribe cosas banales con palabras extraordinarias, prefiero a Raymond Roussel, que escribe cosas inverosímiles con palabras comunes. Cuando quiero ver teatro voy a misa; Tengo otros temas de conversación aparte de mí mismo; Tengo un cuadro de Damien Hirst titulado Armaggedon, hecho con miles de moscas pegadas sobre un lienzo de varios metros cuadrados; El principio de placer guía más mi vida que el principio de realidad, aunque me enfrente más a menudo con la realidad que con el placer; No me gusta pero soy egoísta, ni siquiera se me cruza por la cabeza ser altruista. Creo más en la literatura, incluso la literatura menor, que en el cine, incluso el gran cine; A menudo pienso que no sé nada sobre mí mismo; Escribo fragmentos; He perdido todo contacto con amigos muy queridos, sin saber por qué, creo que ellos tampoco lo saben; He aprendido por mi cuenta todo lo que sé de arte. No me canso de sacar fotos. Prefiero la música de cámara a la música sinfónica; Soy más rápido al penetrar a una mujer que al sacársela; He ido a cuatro psiquiatras, un psicólogo, un psicoterapeuta y cinco psicoanalistas; Me gustan los clubs swingers, que llevan la lógica del club nocturno a su conclusión natural.»

Y así hasta que Levé remata en la última frase del libro con «El día más hermoso de mi vida quizá ya pasó.»

"Pero Levé juega con ventaja y se va por el agujero sobrio de la penúltima página, anunciando al lector que lo deja solo."

También hay algunos temas que obsesionan a Levé y que se reiteran a lo largo del libro: la experiencia de un aborto, los coches o la falta de relación con su hermano. Sirva de ejemplo esta frase de la página 63: Dejé embarazada a una mujer, decidimos que abortaría, fue algo doloroso tanto para ella como para mí, ella me dijo que lo era más para ella, dándome a entender que yo no podría comprenderlo. Una obsesión moral sobre la que reflexiona después en las páginas 70 y 91.

Pero Levé juega con ventaja y se va por el agujero sobrio de la penúltima página, anunciando al lector que lo deja solo. No avanzaré ni qué ni cómo lo cuenta: descubrirlo por uno mismo, tras husmear las entrañas físicas y psicológicas de un ser humano y driblar o asumir cada una de sus afirmaciones, forma parte del juego. Y no sólo del juego literario, sino de este «juego» que es vivir y que es morir. Última pista de Levé: «Cuando estoy feliz me da miedo morir, cuando estoy triste me da miedo no morirme».

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Autor: Édouard Levé. Título: Autorretrato. Editorial: Eterna Cadencia. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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