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La foto del bisabuelo José Mari desató la Fiesta en Hemingway

La foto del bisabuelo José Mari desató la Fiesta en Hemingway

Foto de portada: Pablo Lasaosa.

Siempre creí que Ernest Hemingway admiró a mi bisabuelo José Mari, que vio aquella foto. En realidad, no tenía ninguna prueba. Pero era mejor así. Me enamoré de esa historia y en las noches de San Fermín, cuando regresaba solo a casa, miraba a los bares. Me los imaginaba juntos tras la cristalera, charlando en un ritual poderoso, armados con un par de gintonics.

Comencé a pensarlo el día en que entré al hotel La Perla con John Hemingway, el nieto del escritor. Mirando aquel busto de bronce en el que se podía adivinar la barba blanca, me dijo: “Mi abuelo fue herido de gravedad durante la Gran Guerra, en 1918. Vio la muerte de cerca y la seguiría viendo a su alrededor durante gran parte de su vida, en todos los conflictos a los que asistió. Pamplona, en la Fiesta, da a cualquier hombre la posibilidad de arriesgar su vida cada mañana. Aquí encontró lo que necesitaba”.

Mi bisabuelo era uno de esos “hombres que arriesgaba su vida cada mañana”. Aquel 10 de julio de 1922, hace ahora cien años, cayó al suelo unos metros antes de la curva de Mercaderes. Es una foto en movimiento, una contradicción en sí misma. Es una foto que parece un vídeo. Una imagen que se mueve.

El toro que encabeza la manada de Miura lo mira fijamente. Con los cuernos apuntando hacia el suelo. Galopa en una especie de quiebro, como si hubiera cambiado la dirección para arremeter contra él.

"Pero los toros, según contaron las crónicas del día siguiente, se abrieron como en la imagen bíblica de Moisés. No rozaron a mi bisabuelo"

Mi bisabuelo está casi tumbado, resulta difícil distinguir si terminando de caerse o empezando a levantarse. Lo que está claro es que, en ese instante, con la cabeza levemente inclinada, intercambia la mirada con el animal. Me recuerda, en cierto modo, a aquella foto de Robert Capa, “Muerte de un miliciano”, que captó —algunos dicen que está manipulada— el momento exacto en que un hombre muere atravesado por una bala.

El abuelo de Daniel Ramírez García-Mina sostiene la fotografía de su bisabuelo. Foto: Pablo Lasaosa.

A veces, cuando me tumbo, intentó imaginar lo que escuchó mi bisabuelo José Mari durante esos tres o cuatro segundos. Es mucho más importante que lo que vemos. Como en el fútbol, los encierros de hace cien años se escuchaban. Apenas corrían veinte o treinta mozos —hoy lo hacen en torno a 2.000— y los balcones solían estar vacíos. La respiración fuerte del toro. El retumbar de las pezuñas al contacto con el adoquín.

Pero los toros, según contaron las crónicas del día siguiente, se abrieron como en la imagen bíblica de Moisés. No rozaron a mi bisabuelo. Mi abuelo, mi madre, mis tíos, mis hermanos y yo somos fruto de la decisión tomada por una manada de Miura el 10 de julio de 1922.

La fecha es muy importante en mi obsesión por el hipotético encuentro entre Hemingway y mi bisabuelo José Mari. El escritor norteamericano, entonces un reportero de a pie, viajó a Pamplona por primera vez el año siguiente. Comenzó a recabar vivencias para publicar Fiesta, que apareció en 1926.

"José María García-Mina, mi bisabuelo, tenía 31 años aquel 10 de julio de 1922. Acababa de estrenarse la actual plaza de toros. Corría el encierro todos los días desde chaval"

¿Y si Hemingway vio la foto y se decidió a visitar aquella ciudad del norte de España donde unos cuantos chalados corrían delante de los toros a las seis de la mañana? ¡Porque ésa es otra! El encierro era a las seis y estaba concebido de manera estratégica, poco espectacular. Servía para llevar los toros desde el corral hasta la plaza. Al parecer, por un “cambio legal”, los encierros de ese año se corrieron… ¡a las cinco!

No sé cuándo fue la primera vez que le pregunté a mi abuelo por la foto. Todavía hoy la tiene enmarcada, tamaño enorme, en el salón de su casa. Ya lo estaba cuando yo era niño. Supongo que un día le dije: “¿Y ese quién es?”. Debió de responderme: “Mi padre”.

Conforme me hacía mayor, comencé a preguntar más. Averigüé algunas cosas. José María García-Mina, mi bisabuelo, tenía 31 años aquel 10 de julio de 1922. Acababa de estrenarse la actual plaza de toros. Corría el encierro todos los días desde chaval. Pasara lo que pasase. De hecho, ese año se agarró una fuerte gastritis y llevaba varios días alimentándose a base de leche. El fotógrafo se llamaba Juanito Miquélez.

Ya viviendo en Madrid, trasteando en una tienda preciosa de la calle Libertad, me topé con la fotografía de mi bisabuelo. Era una postal de “Anís Las Cadenas”, que había hecho de la imagen su reclamo publicitario. El reverso, la nota enviada por alguien a alguien, no tiene desperdicio: “Un pamplonica amenazado por doce cuernos de muerte y no le pasó nada. Esto no hay quien lo explique. Es necesario verlo, pues de no existir esta prueba irrefutable, nadie lo creería. Son cosas de San Fermín”.

"Encerrado en el archivo, buceando en los periódicos de aquella semana, comprobé que la foto se convirtió en un acontecimiento... que duró años"

Lo mismo debió de ocurrir con otras marcas. Cuando le llamé a mi abuelo para contárselo, me contó algo que creía haber olvidado: “Mi padre viajó a Alemania por trabajo. Era director de una fábrica de fertilizantes. Entró a un bar a tomarse una cerveza… ¡Y estaba su foto de adorno!”. También la encontré publicada en algunas de las revistas europeas más importantes. ¡Hemingway tuvo que verla!

El asombro era grande entre los foráneos, españoles y extranjeros. En Pamplona, sin embargo, aquellas caídas no debían de impresionar demasiado. Pero Juanito Miquélez disparó su cámara en el momento preciso. Vean lo que dijo Diario de Navarra: “Se ve a un muchacho caído y a los toros en actitud de arremeterlo. Pasaron abriéndose en dos filas para no tocarle el pelo ni la ropa (…) Como siempre, no pasó nada”.

Encerrado en el archivo, buceando en los periódicos de aquella semana, comprobé que la foto se convirtió en un acontecimiento… que duró años. En realidad, ahora acaba de cumplir un siglo. Alberto Pelairea, poeta, le compuso unos versos a mi bisabuelo que dicen así:

Cuando el ganado se encierra,
alma recia y pecho fuerte,
vedlos jugar con la muerte
a los mozos de mi tierra.
El último el más osado
en la carrera ha caído
y al verse y verlo tendido
ni él ni nadie se ha asustado.

Solo ante tanta bravura,
tiembla un miura y otro miura
y en terror huyen por fin
pensando, ¿qué tierra es esta?
Y el viejo manso contesta:
¡Es Navarra en San Fermín!

El poema está fechado en 1927, cinco años después de la caída. En 1928, se organizó la de Dios. En la Pamplona de entonces, siempre que pasaba algo gordo había un cura de por medio. Descubrí en los periódicos, ¡qué maravilla el olor de esos periódicos amarillos y arrugados!, que se construyó la escena del encierro con… ¡mazapán!

"No obstante, y ahí reside la gran clave, Hemingway creía de veras en esa suerte de poder sobrenatural que rodeaba a los corredores y a los toreros. Escribía de ello con una fe religiosa"

Fue en El Buen Gusto, una panadería situada en la calle Héroes de Estella, hoy Chapitela. “Se exhibe estos días una monumental tarta de esas de mazapán, características de la Navidad, que en vez de reproducir el melancólico besugo de ojo triste o la consabida anguila retorica e inquietante, se ha vaciado en un molde taurino, típico y local”, empieza la crónica de Diario de Navarra.

“Es una obra visiblemente artística, positivamente nutritiva y sugestivamente taurina. Es nada menos que la reproducción del lance que le ocurrió hace unos años, en un encierro, al amigo José María García-Mina, cuando al tropezar y caer ante una miurada, los toros, asustados, abrieron paso a ambos lados para no lastimar ni siquiera con las pezuñas al caído”, continúa el texto.

José Mari García-Mina.

La descripción es maravillosa porque culmina con un divertidísimo “¡tremendo susto el que dio García-Mina a los toros de Miura!”. La prueba de que este tipo de escenas resultaban tan cotidianas como divertidas a ojos de los pamploneses. No obstante, y ahí reside la gran clave, Hemingway creía de veras en esa suerte de poder sobrenatural que rodeaba a los corredores y a los toreros. Escribía de ello con una fe religiosa. Nos presentaba en los Estados Unidos como seres mitológicos, como bárbaros tocados por los dioses antiguos.

El siglo XX fue el siglo de las razas, sobre todo en su primera mitad. Hemingway probablemente creyera que, si mi bisabuelo hubiera sido de Tucson, Arizona, como Jo-Jo en la canción de los Beatles, habría sido corneado.

"Yo seguía, conforme hacía mis hallazgos, convencido de que Hemingway se había convertido en la distancia en un gran admirador de mi bisabuelo José Mari"

Estas fueron —estoy casi seguro— las primeras líneas del reportero sobre Pamplona: “Desde 1126, hay allí corridas de toros durante seis días una vez al año. A las seis de la mañana, abren los corrales y sueltan los toros a la calle, y delante de ellos corre media ciudad. En Pamplona, donde todo vecino es aficionado a los toros y donde hay cada mañana durante la feria una corrida de aficionados a la que asisten unas veinte mil personas y en la que estos toreros van desarmados, hay casi tantos accidentados como en Dublín cuando se celebran elecciones”. También hacía una comparación con el “Circo romano”.

Pero estábamos en la “mazapanada”. Se generó, leo en las crónicas, un gran debate en Pamplona. ¿Qué hacer con esa tonelada de dulce? Después de mucha discusión y de varias propuestas lanzadas desde los periódicos, se alcanzó esta solución. El párrafo es de Diario de Navarra.

“¡Ya salió la solución! Ni lo adquiere José María García-Mina, ni sus amigos, ni la Junta municipal de Beneficencia. Hablamos de la gran mazapanada taurina que reproduce el emocionante encierro de hace unos años, en el que nació por segunda vez, dichoso él, el amigo García-Mina. La propia casa de ‘El Buen Gusto’ ha tenido el acierto de dedicar la obra de arte gratis et amore a beneficio visual y digestivo de los asilados de la Casa de la Misericordia. Primero se recrearán los chicos y los ancianos viendo el sugestivo cuadro del encierro con toros de mazapán, cuernos de mantequilla, barreras de guirlache y gente de azúcar por calles y balcones; y luego hincarán el diente a un muslín de José María”.

Yo seguía, conforme hacía mis hallazgos, convencido de que Hemingway se había convertido en la distancia en un gran admirador de mi bisabuelo José Mari. El primer contacto del escritor con el encierro fue tal que así. Andaban él y su mujer por las calles de Pamplona al amanecer. La gente comenzó a ir hacia la plaza. Preguntó su esposa a un autóctono: “¿Qué pasa?”. Le respondió: “Han soltado los toros del corral del otro lado de la ciudad y, ahora, corren por las calles”. Ella, con mucho sentido común, visiblemente alarmada, repreguntó: “¡Por qué lo han hecho!”.

"¿Qué fotografía de San Fermín encapsula ese carácter efímero de la vida? ¡Hemingway tuvo que verla! ¡Estoy seguro!"

Hemingway escribió con devoción de los encierros, de San Fermín en general. Su nieto John me desveló las ventajas literarias que encontró el novelista en Pamplona: “Los escritores se enfrentan a las páginas en blanco. Aquí, mi abuelo no tenía que preocuparse por la fluidez de las palabras, ni por mantener un ambiente poderoso que enganchara al lector. En Pamplona, simplemente se dejaba llevar”.

Según veo ahora en mis notas, John me dijo algo más: “En Pamplona se puede experimentar el carácter efímero de la vida, en todos los recovecos de la Fiesta. Nada dura para siempre. El momento lo es todo. La gente viene, bebe, cae en el exceso, se divierte… Podrán recrearlo año tras año, pero siempre será diferente”.

¿Qué fotografía de San Fermín encapsula ese carácter efímero de la vida? ¡Hemingway tuvo que verla! ¡Estoy seguro! Un buen día, compartí en las redes sociales mi obsesión por esta historia. Entonces, Miguel Izu, escritor experto en pamplonerías, hizo la magia. Me envió la página del Toronto Star, fechada en 1923, con el primer reportaje de Hemingway sobre la Fiesta.

Con los ojos humedecidos, justo al lado de la firma del escritor, vi la fotografía. Ahí estaba mi bisabuelo José Mari, elegido por Hemingway para contar al mundo una de las experiencias más felices de su vida. “The bulls are raced through the main streets of the town for a mile and a half to the Pen. The boys and men of Pamplona do it for the fun of the thing”, reza el pie de foto.

Era verdad. La historia era verdad. A lo largo de estos años, nunca se me ocurrió echar un vistazo a la página del Toronto Star. Había leído el reportaje, pero traducido al castellano e incluido en un libro de crónicas. En realidad, si se me hubiera ocurrido, pienso ahora, no me habría atrevido a mirar aquel periódico. Por el miedo a que fuera mentira, por el miedo a quebrar la ilusión.

Hemingway fue periodista antes que escritor. Si la foto le gustó tanto como para ilustrar su primer reportaje acerca de la Fiesta, ¿por qué no buscar y entrevistar al protagonista? Estos sanfermines, al amanecer, de vuelta a casa, seguiré mirando a los bares. Volveré a verlos a los dos. Con la esperanza de que, algún día, alguien me envíe una foto, quizá un texto. “¡Mira, esta es la charla que mantuvieron!”.

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Este reportaje fue elaborado con motivo de la publicación de ‘SF22′, un trabajo de Errea Comunicación.

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