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La injusticia de los dioses

Frente a las costas de Sorrento aún podrás divisar las rocas en las que nos convertimos mis hermanas y yo, después de una vida trágica y dura y de una fama no del todo justa. Me llamo Teles y soy la mayor de diez hermanas de las que casi nadie conoce su nombre, pero de las que todos han oído hablar, a las que muchos han temido, pero de las que pocos han oído su historia. Seguro que tú también nos conoces, vosotros nos llamáis sirenas y nuestra fama se la debemos al canto, un canto tan seductor y armonioso que era capaz de atraer a los hombres hasta el punto de provocarles la muerte.

Te preguntarás cuál es nuestra historia. ¿Qué o quién nos convirtió en lo que fuimos un día y en lo que somos ahora? Y, sobre todo, ¿por qué?

"Nosotras no podemos decir que nuestra vida fue injusta, pues fue la que fue, pero sí podemos decir que los dioses lo fueron, sobre todo una, Deméter"

Ni hombres ni dioses escapan a la justicia de la vida, realmente no es que la vida sea justa o injusta, pues ese es un concepto humano, la vida es la vida y su justicia es otra diferente a la que los seres humanos interpretáis. La justicia de la vida no se mide en parámetros de equidad, igualdad, ni se puede pesar en una balanza. No, no es así, la justicia de la vida es la vida en sí misma con sus subidas y bajadas. Los que son justos o injustos son los dioses y los hombres, pues ese concepto les pertenece a ellos. Nosotras no podemos decir que nuestra vida fue injusta, pues fue la que fue, pero sí podemos decir que los dioses lo fueron, sobre todo, una, Deméter.

Nuestra historia comienza entrelazada con la suya, una mañana soleada del mes de marzo en la llanura de Nisa. Desde niñas fuimos amigas de su hija, Perséfone. Esa mañana habíamos quedado para recoger flores en la llanura. Estaba espléndida, cuajada de colores y de fragancias que inauguraban la primavera. Estábamos excitadas, porque habíamos cumplido la edad en la que no debían acompañarnos adultos a nuestras salidas, acabábamos de convertirnos en korés, habíamos cruzado el umbral de la infancia para adentrarnos en la de la adultez y con ello el de las responsabilidades que eran inherentes a ella. Pronto los pretendientes se agolparían a nuestras puertas pidiendo nuestras manos, pronto nos casaríamos y tendríamos hijos. Para eso era para lo que nos habían educado y para lo que estábamos preparadas. Lo que no sabíamos es que la vida tenía sus propios planes, y estos no tenían nada que ver con las expectativas de nuestros padres ni con nuestras falsas creencias de felicidad.

"Nos costó asumir nuestra nueva forma: mujeres en rostro y torso, aves por todo lo demás. Nuestras caras jamás cambiaron, podíamos reconocer la belleza de nuestras facciones"

La llanura era muy vasta y nos desperdigamos. Sin darnos cuenta, dejamos atrás a Perséfone, que se había quedado cerca de una gruta a la que los mayores no nos dejaban acercarnos porque decían que eran las mismas puertas del infierno. Y allí sucedió, alguien la raptó. Nosotras no fuimos conscientes de su ausencia hasta que decidimos volver a casa, entonces nos dimos cuenta de que faltaba. Fuimos nosotras las que advertimos a su madre de su desaparición, la que lloramos en el umbral de su casa, las que nunca nos perdonamos por haberla dejado sola y las que tendríamos que sufrir un doble castigo, el de la culpabilidad que nunca llega a desaparecer y el de su madre que definió nuestras vidas a partir de entonces. La desesperación convertida en ira se dirigió contra nosotras y nos transformó en lo que fuimos durante siglos. Nos convirtió en aves, en seres monstruosos e híbridos, privándonos así del futuro que había sido diseñado para nosotras.

Nos costó asumir nuestra nueva forma: mujeres en rostro y torso, aves por todo lo demás. Nuestras caras jamás cambiaron, podíamos reconocer la belleza de nuestras facciones. Los pómulos altos, las narices rectas, los ojos almendrados que representaban todas las gamas de color, los labios gruesos, nos parecíamos a nuestro padre. También nuestros pechos desnudos, pero de cintura para abajo nacían las alas y las plumas. Conservamos nuestras voces, un regalo de nuestra madre, la armonía, la belleza, la afinación permaneció en ellas. Dedicábamos el tiempo a volar y a cantar, a cantar mucho. Era lo que nos quedaba y lo que nos hacía únicas. Nos jactábamos de ello, estábamos orgullosas, pero el orgullo es un pecado que los dioses no toleran.

"Le contó a Odiseo que, si podía pasar junto a nosotras sin sucumbir a nuestra seducción, libraría al mundo y a los marineros de un malvado canto. También le dio la clave. Y así ocurrió"

Llegó a oídos de las Musas, superiores a nosotras, que nos creíamos las mejores en el canto, invencibles y decidieron desafiarnos en un certamen. Aceptamos el desafío, pero perdimos y el castigo fue la pérdida de nuestras plumas y con ellas la capacidad de volar. Una de las dos cosas a las que nos aferrábamos para soportar la injusticia de Deméter. Tuvimos que exiliarnos y buscar residencia estable. La encontramos aquí, en un peñasco frente a la costa de Sorrento. Aves sin plumas con cabeza y torso de mujer, nos convertimos en unos seres infelices y resentidos. Pronto descubrimos que nuestro canto atraía a los barcos y los marineros, que acababan estrellando sus naves en las rocas solo por escucharnos. Y aquello nos revivió. Competíamos entre nosotras por atraer más marineros, más barcos, más náufragos, nos deleitamos viéndolos morir, nos hacía sentir vivas. Teníamos compañía, una compañía que duraba poco, pues pronto morían de inanición, subyugados por nuestro canto. Nuestra morada se convirtió en una montaña de cadáveres que se pudrían rápidamente por acción del sol. La peste era insoportable, así que empezamos a tirarlos al mar, sembrándolo de huesos que llegaban a las costas vecinas. Nuestra fama atravesó las fronteras y llegó a oídos de casi todos. Lo que no sabíamos es que nuestro destino pendía de un oráculo, cosa que le había sido revelado a algunos dioses entre ellos a la maga Circe.

Fue ella la causante de nuestra perdición y de convertirnos en lo que ahora somos, nuestra vida dependía de nuestra voz y un oráculo había vaticinado que, si la perdíamos, nos convertiríamos en rocas para siempre. Le contó a Odiseo que, si podía pasar junto a nosotras sin sucumbir a nuestra seducción, libraría al mundo y a los marineros de un malvado canto. También le dio la clave. Y así ocurrió.

Mis hermanas y yo, como cada mañana, nos levantamos con la esperanza de que algún barco atravesara nuestras costas para competir entre nosotras. Era mediodía cuando aquellas velas se dibujaron en el horizonte. Nos pusimos a cantar, a luchar entre nosotras por que se acercasen y se acercaron, se acercaron mucho, más de lo que estábamos acostumbradas. Vadearon las rocas y casi nos rozaron con los remos, pero no, no se estrellaban, no se lanzaban al mar pidiendo más. Vimos a aquel hombre atado al mástil, parecía enloquecer, movía su cabeza, convulsionaba intentando escapar. Los remeros continuaban el trayecto, parecían no escucharnos y a una velocidad rítmica tal como llegaron se marcharon. Habíamos fracasado. Y ese fracaso nos llevó a la destrucción, nos convertimos en rocas. Rocas en las que nadie repara, rocas de las que pocos saben su historia, rocas que una vez fueron mujeres, mujeres castigadas por la injusticia de los dioses.

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