Foto de portada: ©Maj Lindström
Álvaro Colomer sigue indagando en el mito fundacional oculto en la biografía de todos los escritores, es decir, desvelando el origen de sus vocaciones, el germen de su despertar al mundo de las letras, el momento exacto en que sintieron la llamada no precisamente de Dios, sino de algo para algunos más complejo: la literatura.
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Cuando tenía doce años, Karina Sainz Borgo escribió una nota en la que llamaba “fascista, zorra e hija de Pinochet” a la directora del colegio de monjas donde estudiaba. Y como en aquel entonces estaba perfeccionando la rúbrica que habría de usar durante el resto de su vida, y como además había tomado la decisión de incluir sus dos apellidos en dicho autógrafo, estampó su firma al pie del libelo. Cuando terminó la jornada escolar, dejó el papelucho sobre el pupitre y se marchó tan campante a su domicilio. A la mañana siguiente, apenas hubo cruzado la puerta del centro cuando una monja la envió al despacho de la madre superiora. Evidentemente, le abrieron un expediente disciplinario y la expulsaron tres días. Sin embargo, y contra todo pronóstico, su madre no la reprendió. Al contrario: se limitó a entrar en su dormitorio, dejar una libreta con la portada de Sensación de vivir sobre la mesilla de noche y aconsejarle que, de ahora en adelante, la usara para mantener sus pensamientos en secreto. Fue la primera libreta de Karina Sainz Borgo; luego vinieron todas las otras.
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De los colegios religiosos han salido más escritores que de todas las facultades de Filología y Periodismo juntas. Y contra lo que suele creerse, no siempre lo han hecho hartos de los representantes de Dios en la Tierra. Sara Torres, por ejemplo, veía a las hermanas del Santo Ángel como un modelo de libertad que rara vez encontraba en sus congéneres seculares. Las monjas educaban sus mentes a diario, dirigían centros educativos enteros, viajaban a África como misioneras y, en suma, hacían tantas cosas interesantes que no es de extrañar que muchas niñas aspiraran a ser como ellas. Por su parte, Carolina Sanín estudió en un colegio unisex en el que las monjas no ejercían de profesoras pero en el que se concedía una importancia mayúscula a los asuntos religiosos, y no cabe duda de que fue en aquel lugar donde sacó la creencia de que el hábito de escribir, así como la actitud ante el folio en blanco, tiene su origen en el acto más íntimo de cuantos existen en la vida de un ser humano: el de orar. Porque en ambas acciones, la de escribir y la de rezar, se busca exactamente lo mismo: establecer un diálogo con el otro.
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Ana María Matute rompió su relación con Dios el día en que entró en el despacho de su padre, cogió la máquina de escribir y trató de llevarla a una habitación más luminosa. Aquel armatoste pesaba demasiado y se les escurrió entre los brazos, cayó al suelo y se descacharró por completo. Ante la magnitud del desastre, la pequeña Ana María solo encontró un remedio: hincar las rodillas, juntar las manos y rogar a santa Gemma Galgani, mística italiana a quien se tenía devoción en casa, que reparara la máquina de escribir antes de que regresara su padre. La niña estuvo arrodillada desde las diez de la mañana hasta la una de la tarde, que fue cuando entró su progenitor y la mandó castigada a su cuarto. Aquel día Ana María Matute perdió la fe en Dios y en santa Gemma, pero ganó el respeto hacia los útiles de escritura, sobre todo hacia los ajenos.
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Y a modo de coda, recordar que la primera escuela en la que estudió Edgar Allan Poe se alzaba junto a un cementerio, y que si el profesor de matemáticas cogía de vez en cuando a los alumnos y los llevaba frente a los sepulcros para que calcularan la edad de los difuntos a partir de las fechas de nacimiento y muerte que podían leerse en las lápidas, el de gimnasia les obligaba a coger una pala y a cavar directamente las tumbas.
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La novela La hija de la española (Lumen, 2019), de Karina Sainz Borgo, acaba de ser adaptada al cine bajo el título Aún es de noche en Caracas.


Soy de Chile, de la capital, a una chica de mi colegio agentes de la CNI la violaron y le rompieron el coxis de una patada. Era de otro curso, la conocía solo de vista, no militaba en ningún partido político.