En una ciudad tropical que se asfixia bajo su propia máscara turística, un grupo de adolescentes juega a ser adultos en un mundo donde la moral se ha diluido entre violencia, negocios torcidos y sueños truncados. Una novela coral que pulsa con el latido del México contemporáneo.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de La noche de los aprendices (Alrevés), de Mauro Barea.
***
En las palabras de Yogurt, en sus pausas, en sus titubeos, ahí descubrió que todo el negocio se había torcido. Hasta esa noche la tranquilidad había sido la norma. Has ta esa noche la empresa había avanzado implacable, como una maquinaria perfecta. Rufo recapituló el minucioso cuidado puesto en los puntos ciegos, en la planificación, detalles previstos, analizados y normalmente sorteados. Ahora nada de eso servía porque esa noche alguien tenía que morir. Pensarlo hizo que le retumbara el estómago.
Yogurt seguía con su letanía, razones clavándose en su estómago.
—Sabe quiénes somos, Rufo. Este sabe quiénes somos.
«Nuestra equis. Nuestro tesoro. Y yo soy el capitán. Alguien podría morir hoy. Pero no sucederá. No mientras yo esté al mando». Cambiar un hecho por una probabilidad le sentó mejor, pero el estómago le seguía rugiendo. Rufo miró la calle de tierra, una oscura pendiente que subía hasta una cresta rocosa plagada de matorrales. Ahí, débiles luces titilaban gracias al irregular flujo eléctrico que llegaba a las casas. Y más allá, la ciudad era una colmena de reflejos rojos, azules y amarillos, como un espejismo. Cuando la brisa pasó a través del porche y se hizo una breve calma, Rufo habló:
—¿Ya confirmó la vieja lo del dinero?
Yogurt no contestó a la pregunta. Por un momento, Rufo se sintió agobiado por el silencio de aquella casa, de las luces lejanas de la ciudad, de la equis en el fondo del patio. Vio sombras deslizarse en las ventanas de las casuchas contiguas. La corriente eléctrica dejó de fluir y una de esas ventanas quedó completamente a oscuras. Instantes después la luz regresó, para irse de nuevo y volver, sin decidirse. En ese absurdo juego lumínico descubrió una sombra de perfil alargado que, sin moverse de la ventana, parecía que lo miraba a él en exclusiva. Un escalofrío le atizó la espalda.
—Ya confirmó.
La voz de Yogurt le seguía pareciendo lejana. Rufo hizo a un lado la cortina de cabello que le cubría los ojos afiebrados, de leves rasgos orientales. Giró un cigarro en el aire y lo atrapó al vuelo. Se escuchó un clic y el rápido chocar de sus labios sorbiendo con fruición. El fuego con sumió el papel arroz, «la muerte en gramos dosificados, habría dicho Yogurt». La pepita de magma ardía y baila ba entre las dos figuras.
—¿Sabías que una gota de nicotina pura puede matar a un hombre? —preguntó Yogurt, como si le adivinara el pensamiento.
—¿Sabías que me valen madres tus comentarios de ñoño pendejo? —dijo Rufo con voz ronca, escupiendo los vahos del cigarro en cada palabra—. ¿Dónde acordaron la entrega?
—En el parque del Ayuntamiento. Tres y media de la mañana, bolsa negra, junto a la banca que está al lado de la estatua de Echeverría.
—Chingón. Te vas con Galleta a recogerlo.
—¿Y qué hacemos con el Roger?
—Lo de siempre.
—Estoy seguro de que ya nos escuchó. De verdad, Rufo. Nos va a denunciar a la policía y es botellón esta madre, muchos años. Ya tengo, tenemos dieciséis, y no me quiero arriesgar. Si lo hacen los cárteles, ¿por qué nosotros no?
—¿Entonces quieres ser un narco? —Rufo escrutó a Yogurt entre las volutas grisáceas. El humo del cigarro flotó al despecho de la brisa, que volvía cargada de mar. Le gustaba ese aroma, una permanente ilusión que hacía su patio colindante con la playa. En realidad, el mar distaba uno o dos kilómetros de ahí.
—No, pero yo creo que sería más fácil así. No sufre y nosotros nos libramos de broncas.
—Me cae que eres pendejo, Yogurt. Escúchame. Recogen el dinero, y los espero aquí para tirar a ese a la playa. Unos putazos, y con eso tiene.
Yogurt lo miró negando con la cabeza. Su rechoncho cuerpo emergió de las sombras. Se palpaba un bolsillo del pantalón. Como una señal de que Rufo no aceptaría más razones, este tiró la colilla al piso. El punto rojo desapareció bajo la suela de su zapato. Miró hacia la ventana, donde las luces seguían fluctuando. La sombra ya no estaba.
—Las dos y media. Vámonos yendo.
[…]
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Autor: Mauro Barea. Título: La noche de los aprendices. Editorial: Alrevés. Venta: Todos tus libros.


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