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La poesía visionaria de Carmen Verde Arocha

La poesía visionaria de Carmen Verde Arocha

Que el río responda (Madrid: Visor, 2025) es la primera muestra de la labor de Carmen Verde Arocha publicada en España y ofrece una magnífica ocasión de familiarizarse con una poesía estimada en su país de origen tanto por el público general como por los lectores especializados. Nacida en Caracas en 1967, su voz se nutre de un linaje de autores venezolanos previos, como Juan Sánchez Peláez o Hanni Ossott, que problematizan por igual las aproximaciones neorrománticas sedientas de involucrar al poeta de carne y hueso en todo esfuerzo de interpretación y las que se empeñan en reivindicar a quien escribe exclusivamente como emisario de identidades o ideologías. El repertorio crítico al que aludo cuando no se caracteriza por el interés morboso en patologías mentales persevera en describir el oficio literario como herramienta de empresas superiores. En ambos casos se trata de lecturas que sufren serios percances a la hora de adentrarse en discursos resistentes a reducciones anecdóticas.

Esclarecedor es uno de los epígrafes elegidos por Verde Arocha para introducirnos en esta antología, tomado de Hanni Ossott: «Uno debe rezar / en secreto / […] / Uno debe rezar / sin dios, con dioses, / con el desamparo». El oxímoron rezar sin dios nos instala en escenarios donde vislumbramos la aparición de lo numinoso mediante el protagonismo de la forma. Y en tal concepción ritualista del poema tampoco ha de soslayarse que en los años noventa venezolanos, tras más de una década de predominio del conversacionalismo y el culto a la modernidad urbana, la sociedad literaria en la que se dio a conocer Verde Arocha empezó a dar un giro radical, con una abundancia de poetas deseosos de apartarse del dato exterior recurriendo a asuntos más variados o cuestionando la posibilidad de usar la lírica para la comunicación pragmática. La relevancia de imaginerías premodernas o de lo rural en Verde Arocha bastaría para oponerla a la estética prevaleciente en los ochenta. Pero hay otros factores.

Si una lectura superficial podría confundir la «Carmen» mencionada en Cuira (1997) con un personaje testimonial, pronto el aluvión de pormenores que producen extrañamiento interrumpirá los intentos de indagar en una historia privada para obligarnos a aceptar que nos enfrentamos a vivencias arquetípicas. No es casual que ello suceda en “He recibido orejas y miedos”, poema en prosa dedicado a Sánchez Peláez:

“Mi padre aparece en el Cuira con el frío en los huesos, y la piel seca como hojas de topochos cuando juega a la cebada en el cielo. A nadie le preocupa ahora dónde está mi padre. Él vive en un lugar anterior a la muerte. A veces voy a su río a beber un vaso de agua o le escribo un padrenuestro. Lo lastimoso, su carne impasible al borde del verbo”.

A menudo esa universalización del yo propicia una inmersión en el nosotros, y no por una de las viejas atracciones cívicas a las cuales nos tienen acostumbrados las letras hispanoamericanas, sino por una propensión a lo abstracto. La trayectoria de lo individual a lo comunitario se constata internamente en piezas como «Un manuscrito de palo en el cielo», de Mieles (2003):

En algún lugar oculto entre las raíces,

mi abuela escondía sus tres arrugas verticales

que acentuaban la profundidad de sus ojos.

 

En algún lugar las mujeres

tienen una abeja incrustada en la laringe

 

y lo que sudan es miel.

 

Lo apurado fue la lluvia

que llegó a desnudarnos a todas.

Y ha de acotarse que la disolución del ente singular en el plural es simultánea a la evanescencia de marcos circunstanciales. Así lo recalca «Una campana sin badajo», de En el jardín de Kori (2015), solapada reflexión sobre el quehacer artístico que desde el primer verso promete lecciones trascendentales —«Un gong es el soporte de nuestra existencia»—, pero se detiene, más bien, en paisajes donde reinan la incertidumbre y el misterio, con lo cual la alegoría deriva en antialegoría:

Las campanas ya están cinceladas en el mundo

y no hay lugar para una más

 

Esta noticia devasta a los fundidores y obreros

Ellos soñaron con la ejecución perfecta

de un campanario de bronce

 

El verano se ha comido el hambre

Ha envilecido a los que aún tenían fe

 

No sé decir dónde queda este lugar

Lo veo regresarse a su sombra

Esencial en tales procesos es el onirismo, porque tenemos, sin duda, a una poeta que no repudia varias prácticas del surrealismo incorporadas en la posvanguardia apenas se esfumaron los conventículos y el ansia de instaurar la ruptura como estilo de vida. El origen de esa tradición es más antiguo —hunde sus raíces en el Romanticismo germánico—, aunque el siglo XX la enriqueció al comprender que la prisión racionalista únicamente podía violarse desde los signos que nos inventan. De allí que Breton escriba: «Silence, / afin qu’où nul n’a jamais passé, je passe, / silence! —Après toi, mon beau langage» (“Silencio, / para que donde jamás nadie ha pasado yo pase, / ¡silencio! —Después de ti, querido lenguaje”). Verde Arocha logra erosionar la omnímoda conciencia por medios diversos. No deben descartarse los más obvios, que subrayan componentes temáticos. Otro poema memorable de En el jardín de Kori, «¿Dónde están los huesos?», se despliega casi como cuento e involucra situaciones de pesadilla que evolucionan a veces a lo satírico, a veces a un sosegado intimismo:

Los huesos están escondidos

en la gaveta de la mesita de noche

 

Cuando se pierden los huesos

lo primero es escudriñar dentro de la casa

en los lienzos blancos

en las ventanas y en los vestidos de la cama

 

¿Dónde están los huesos?

hace días que no los veo

 

¿Vivirán en este florero de vidrio?

Algún fisgón me dijo que los vio

detrás de las cortinas del comedor

de la vecina que vive tres pisos más abajo

 

¿Dónde están los huesos

con los que mi madre Carmen Cecilia me parió?

 

¿Dios mío dónde los asenté?

Me los habrá robado algún vientre

hambriento por parir

o el amante musculoso de la vecina

o están en la fábrica de lámparas.

Un título como Amentia (1999) —latinismo clínico por “amencia”: trastorno sicopatológico cuyos síntomas incluyen desorientación y disrupciones sensoperceptivas— diseña de manera flagrante un contexto dramático. A partir de ese indicio otros dispersos a lo largo de la secuencia de poemas nos permiten recomponer fragmentos de un diálogo, ostensible al final, que ocurre entre una enajenada y una figura materna, Regina Coeli, en un asilo psiquiátrico con estremecedores visos de templo. Cruciales, sin embargo, no son esos delirios, sino los encarnados en la dicción misma. En Amentia, así como en otros poemarios, los instantes de abandono alucinatorio surgen, antes que nada, como violentas superposiciones:

VISITACIÓN 4

Primera lectura del santo evangelio.

Un lago descansa arriba

del altar,

tres jóvenes se bañan risueños,

mueven sus cejas pobladas,

 

en el fondo los sainetes.

Cuarenta manos en una rama negra.

Bendita sea tu pureza.

 

Acá todo es misa.

 

Luego de la salida del amor

te quedaron los ojos

con un olor a cuero;

el río va guardado en tu vientre.

A los nueve meses nacieron los gallos.

Sin los extremos simultaneístas de T. S. Eliot —su «heap of broken images» (“montón de imágenes rotas”)— ni los del automatismo en el sentido de los manifiestos bretonianos, la organización y la lógica interna del poema no parecen regidas por una inteligencia unificadora; la voluntad enunciativa a solas vence lo que de lúcido pueda haber en los hablantes para dejarnos a merced de un flujo venido de realidades superiores que nunca alcanzamos a dominar —y, de allí, el título de esta antología—. En muchos casos el flujo se transforma en marejada visionaria, paroxismo acuático como el que persiste en Cuira:

ARRODILLADA

“El agua echa una ojeada a la muerte. De qué nos sirve mirar tanto hacia arriba; la claustrofobia está detrás del cielo. ¿Qué hago con estos pelícanos en las manos? ¿Por qué palidecen? Tengo los huesos llenos de peces. Ahora sé cómo viven las olas, por qué soy la hija mayor del padre. El olor a carbón para siempre, en este río que no tiene término”.

Coincidiendo con la puesta en evidencia del papel no vehicular del lenguaje, el ritualismo al que me he referido se corrobora en algunas oportunidades en calidad de motivo explícito y, en otras, como pautas estilísticas que insinúan una performance. Con respecto a lo primero, baste señalar las innumerables evocaciones de plegarias o de su gestualidad. El epígrafe de Ossott nos advertía de la relativa premeditación del asunto y una de las secciones de Magdalena en Ginebra (1994) lo prueba con suficiencia:

Arrodillada digo unas plegarias

 

Misericordia

suspende mi voz

a la altura de los grillos

mientras escucho a Mozart

 

Piedad

escóndeme la sed entre la hierba

 

Compasión

mira cómo el odio

roza la juventud roza mis párpados

 

Castidad

«¿Qué mujer

no ha tenido amantes

en este siglo desdichado?»

 

Pecado

que tire la primera piedra

quien no despierte

añorando el abrazo de una piel

 

Resurrección

¿Serás feliz si te espero en harapos?

 

Voluntad divina

¿No he perdido los ojos?

Los versos que acabamos de leer nos ofrecen asimismo un atisbo de la retórica sagrada propia de la performance ritual. En ella, los paralelismos difieren la argumentación para abrirles la puerta a compases interiores más allá del entendimiento. No escasean, en otros pasajes, las anáforas que retratan ascensos extáticos de un eros exhibido en plenitud sensorial y anímica:

Estoy segura de que

el amor

surgirá de la montaña más elevada

que sueño para albergarme

y abarcar

la totalidad del silencio

Amor de agua

amor de sol

amor de tierra

amor de bejucos florecientes

amor de hielo

amor subterráneo

amor mínimo

amor desmesurado

El principio repetitivo más personal de Verde Arocha, no obstante, consiste en hermanar textos esbozando lecturas especulares, como acontece con las «visitaciones» de Amentia, o las primeras y segundas «versiones» de otros poemarios, las cuales comparten poco más que el mismo título y aspectos tonales. Las conexiones, a pesar de tenues, son suficientes para definir un ritmo, y la primera versión de «Temperamentos», de En el jardín de Kori, subraya, precisamente, que «El ritmo nos cambia el temperamento». Dicho con menos oblicuidad, la expresión interviene en nuestra perspectiva del entorno tal como lo sugieren diversos antropólogos, psicólogos e historiadores culturales que también juzgan la repetición una estrategia para preservar la convivencia: la sociedad sería impensable sin ella.

En efecto, el cariz metafísico observable en Que el río responda de ningún modo independiza esta poesía de otros ámbitos en los que se mueve. Cabe aquí recordar la indisputable transitividad del rito: este exige la participación de las palabras porque sospechamos que, además de su función como portadoras de sentido, actúan en el mundo. Las dimensiones políticas del ritual en Verde Arocha dejan de ser sorprendentes por esa razón, naturalizando en sus versos el registro de un malestar nacional. En el jardín de Kori lo hacía patente con sarcasmos esporádicos: «estamos en Venezuela por si acaso»; pero en Canción gótica las dudas se disipan:

Tú estás del lado norte del río

En esta ciudad que nombran

desde hace años Caracas

un lugar que ha perdido hasta los huesos.

Lo anterior nos obliga a considerar que, si bien los rituales existen para repetirse y están hechos de repeticiones, su propósito ha sido siempre inducir un cambio, puntualizar un deseo de transformación que rehaga o unifique lo desintegrado o escindido, ya se trate de los polos del espíritu y la materia, los de lo divino y lo humano, los de la memoria y la percepción. A veces se anhela lo que nos sustenta, lo que nos articula y lo que mantiene en pie estructuras visibles e invisibles: llamémoslo «huesos». En estos, por algo, se aloja nuestra médula, nuestro ser más profundo.

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Autora: Carmen Verde Arocha. TítuloQue el río responda. Antología poéticaEditorial: Visor Libros. VentaTodostuslibros.

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