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Las estaciones y el tránsito de la vida (V): El invierno

Las estaciones y el tránsito de la vida (V): El invierno

“El tren sale del largo túnel y estamos en el país de nieve”. Así empieza Yasunari Kawabata su País de nieve, con una de esas grandes frases de comienzo de novela, como las de Por el camino de Swann, Cien años de soledad, Lolita, Anna Karenina Corazón tan blanco. Los niños japoneses la aprenden en el colegio y la recuerdan toda su vida, aunque no lean nunca la novela ni conozcan tal vez su argumento.

Shimamura, crítico de ballet, viaja de Tokio a Yuzawa Onsen, en la prefectura de Niigata, a encontrarse con su amante, Komako, una de esas geishas de onsen que había antes. El relato sucede en 1935, cuando el shinkansen no unía desde luego la capital con la región, y los onsen, y no las estaciones de esquí, eran el atractivo principal de la comarca.

Yo viajo en coche, no a encontrarme con las geishas que ya no quedan, sino precisamente a esquiar con la familia. Es un trayecto de apenas cuatro horas. Hace frío, pero no mucho del lado de Kanto, la región metropolitana de Tokio; el invierno es suave, parecido al de Madrid, más apacible incluso. Llegamos a la cordillera, los Alpes japoneses la llaman, y entramos en el túnel que la atraviesa por debajo. Ocho o nueve minutos más tarde aterrizamos en otro mundo: salimos del largo túnel y estamos, en efecto, en el país de nieve, como si nos hubiera transportado a otra dimensión o a otro momento del año.

El propio Kawabata explicaba el fenómeno en su discurso de aceptación del Premio Nobel:

Ryokan murió a la edad de setenta y tres. Había nacido en la provincia de Echigo, la actual prefectura de Niigata y escenario de mi novela País de nieve, una región del norte en lo que se conoce como el reverso de Japón, donde los vientos fríos bajan del Mar de Japón desde Siberia.

El clima de esta región se parece más, en efecto, al de Siberia o la cercana Corea que al de la zona oriental del país, volcada al Pacífico y con clima suavizado por las corrientes del océano. La cordillera las separa e impide el paso a esos vientos siberianos.

No solo las alturas donde se esquía están nevadas. Recuerdo un paseo medio fantasmagórico por Kenroku-en, en Kanazawa, uno de los tres mejores jardines del país —Nihon Sanmeien— para los japoneses, a quienes gustan tanto esas listas de treses y cincos. Me levanté a las siete de la mañana para recorrerlo sin gente, apenas alguna oficinista que lo cruzaba para llegar temprano a su trabajo, y la nieve sin hollar lo cubría todavía todo entero. También me levanté temprano, antes incluso, una mañana de febrero de 2005 para pasear por un Central Park igualmente nevado, cubierto de las cientos de puertas de color naranja que había instalado Christo. Inolvidables paseos, casi de ensueño, uno y otro.

En Kenroku-en no había instalación alguna, pero sí esas estructuras de cuerdas de esparto en forma de cono con que los jardineros cubren los árboles para sostener la nieve y evitar que cuaje sobre las hojas y su peso dañe los tallos que deberán florecer en primavera. Yukitsuri se llaman, “tirantes de nieve». De unos postes de bambú colocados junto al tronco surgen decenas de cuerdas tirantes hasta el suelo, hasta ochocientas en algunos árboles, todas ellas colocadas a la perfección. Pese a ser tantas dan una extraordinaria impresión de ligereza. El efecto es bellísimo, una instalación sin firma que resulta, sin embargo, mucho más conmovedora que las de muchos artistas.

Foto: José Antonio de Ory.

He venido a Naeba a esquiar y me quedo en una de esas feas moles enormes de hormigón que caracterizan hoy en día los pueblos japoneses de montaña: uno cree que llegará a un bonito enclave rural y se encuentra con decenas de esos mamotretos, construidos uno tras otro sin atender al paisaje, contra él más bien, sin noción estética alguna. Es todo un tema la fealdad extrema de los hoteles japoneses.

Desde luego que los ryokan, las posadas tradicionales, son otra cosa. Yo aprovecho el viaje a la región para dar un salto a Yuzawa Onsen. Ahí cerca está todavía Takahan, el ryokan donde Kawabata escribió País de nieve y donde tiene lugar la trama. La familia Takahashi lo detenta desde hace ochocientos años. En 1989 lo reformaron de arriba abajo, pero mantuvieron tal como estaba la habitación Kasumi-no-ma donde se alojó el escritor en 1934. Hay ahí una pequeña muestra de ediciones de la novela en distintos idiomas, y hasta la foto de Matsue, la geisha en que se inspiró al parecer para crear el personaje de Komako. Las aguas termales, gensen kakenagashi, surgen directamente de fuentes subterráneas y son alcalinas, explica la página web, con PH de 9.6, eficaces para enfermedades dermatológicas y ginecológicas crónicas o diabetes. Yo no creo sufrir por ahora de unas ni de otras, pero me sumerjo en cualquier caso, como he ido haciendo en onsen memorables a lo largo y ancho del país. Este es uno interior, sin embargo, y los que de verdad me gustan son los que están fuera, con uno ahí metido en agua hirviendo mientras nieva encima.

En el país de nieve también, hacia el mar de Japón, está Ojiya, la ciudad de las legendarias telas Chijimi, tejidas de manera tradicional desde el siglo XVII. Shimamura las buscaba en anticuarios de ropa para hacerse sus kimonos de verano; había encontrado una tienda especializada en viejo vestuario Nō y tenía advertido que le avisaran cada vez que entrara una buena.

El hilo —dice Kawabata— “se hila en la nieve y la tela tejida se lava en la nieve y se pone a blanquear en la nieve”. El proceso es minucioso: hay que recoger los tallos de la planta de ramio, separar las fibras con las uñas y retorcerlas para formar hilos. Con ellos se tejen las telas en un telar tradicional. “Con la técnica del teñido por amarras —explica la UNESCO, que en 2009 inscribió esta práctica en la Lista de Patrimonio Inmaterial—, los hilos de ramio se atan fuertemente con algodón y luego se tiñen de modo que, al tejerse utilizando un sencillo telar de cintura, puedan dar lugar a motivos geométricos o florales”. El proceso crea un pliegue peculiar, shibo, que da a la tela una especial sensación de suavidad. Eran las jóvenes de la montaña quienes las tejían de siempre a lo largo de los prolongados y lúgubres inviernos, continúa Kawabata: aprendían de niñas y llevaban a cabo su mejor trabajo entre las edades de 14 y 24; al hacerse mayores iban perdiendo el toque necesario para dar a las telas su finura característica.

Una vez tejida, la tela se lava con agua caliente, se restriega con los pies y, húmeda todavía, se deja extendida en la nieve entre diez y veinte días. El reflejo de la luz del sol sobre la nieve aclara los colores y da al paño una textura especial. Kawabata recuerda la frase que se repite en la región aún hasta hoy: “Hay tela Chijimi porque hay nieve: la nieve es la madre del Chijimi”.

Shimamura mandaba además sus kimonos a blanquear cada invierno en la nieve. La temporada, sigue contando el Nobel, comprendía enero y febrero. La tela se dejaba durante la noche a remojo en agua con cenizas y a la mañana siguiente se lavaba una y otra vez, se escurría y se ponía blanquear sobre la nieve. El proceso había de repetirse día tras día. La imagen, cuando terminaba el proceso de blanqueado y los rayos del sol caían al amanecer sobre las telas blancas, volviéndolas de color rojo sangre, era indescriptible.

A Shimamura le bastaba pensar en las telas blancas extendidas sobre la nieve blanca, brillando al amanecer unas y otras de color escarlata, para sentir que quedaban limpias de la suciedad que acumulaban a lo largo del año. Otra visión bellísima, como la de las telas naranjas de The Gates de Christo flotando sobre un Central Park casi blanco por completo. Las mejores instalaciones de arte contemporáneo no tienen parangón a menudo con lo que, sin necesidad de artificio, ofrecen la naturaleza o prácticas tradicionales como ésta.

El final del blanqueado era signo de que la primavera llegaba al país de nieve.

La nieve, yuki, como la sakura, está por todas partes en la literatura y el arte japoneses. Cada uno de los tres grandes novelistas del siglo XX le dedican una novela al menos: YukiguniPaís de nieve—, de Kawabata; Haru no yukiNieve de primavera, la primera de su tetralogía El mar de la fertilidad MishimaSasameyukiNieve ligera, conocida en español y en inglés como Las hermanas Makioka, la novela más importante de Tanizaki.

La versión fílmica de Ichikawa termina con la preciosa escena de la nieve que cae sobre el agua y se confunde con pétalos de sakura. Nieve es también el nombre de Yukiko, la tímida y melancólica tercera hermana cuyas dificultades para aceptar a alguno de los pretendientes que se le proponen es eje principal de la novela, junto con el transcurso de las estaciones. Es la dulce y frágil Sayuri Yoshinaga quien la interpreta en la película, una de las grandes damas del cine japonés, protagonista adolescente de muchas películas de Nikkatsu en los 60 que le produjeron una avalancha de fans, hombres sobre todo, a los que se llamaba sayuristas. Su papel en Las hermanas Makioka es una joya de sutilidad. Ella es también Akiko Yosano en Hana no ranaUn caos de flores—, de Kinji Fukasuku (1988). El comienzo, bellísimo igualmente, con la poeta llegando en rikisha en medio de una lluvia de pétalos de sakura a casa del hombre de quien está enamorada, parece enlazarse con el final de Sasameyuki.

Y con Noche de nieve, la pintura que representa diciembre en el Calendario de maneras y costumbres del periodo Meiji de Kaburaki. Una dama embozada se acomoda en un rikisha y el conductor tapa con una manta unas piernas que sentimos apenas deben cubrir del frío la tela insuficiente del kimono.

La pintura de Kaburaki, como la obra de una gran mayoría de artistas japoneses, está llena de escenas de nieve. «Pinta Kioto ahora o desaparecerá»; son palabras de Kawabata que inspiraron al pintor Kaii Higashimaya para crear su serie Paisajes de Kioto. Fin de año (1968) representa los tejados de un montón de mayicha, casas tradicionales de Kioto, todas en ese mismo azul turquesa suyo que se ha dado en llamar «azul Higashimaya». Es una pintura a vuelo de pájaro, con los tejados que él veía desde el Hotel Kioto en que se hospedaba, uno tras otro en una composición casi minimalista donde las rayas de las tejas parecen a la vez una pintura de Agnes Martin y una felicitación de Navidad. La nieve cae sobre el azul en sus distintos tonos. Blanco, azul y negro grisáceo son los únicos tres colores de esta famosa pintura que alberga el museo Yamatane dedicado al arte nihonga.

Fin de año, de Kaii Higashimaya.

Como Sasameyuki, de Tanizaki, KotoKioto—, la novela de Kawabata, transcurre también a lo largo de cuatro estaciones. En la versión española algunos capítulos se llaman Las flores de la primavera, El Festival de Gion, El color del otoño, Flores de invierno. Las hermanas Chieko y Naeko fueron separadas al nacer. A una le tocó ser hija de un acomodado comerciante de telas en Gion y a la otra de un maderero de Kitayama, la región de bosques al norte de Kioto que produce desde hace siglos los célebres cedros altos y rectos, sugi (Cryptomeria japonica), enhiestos como el ciprés de Silos y sin nudos, tan codiciados para las casas de té y para los techos de las casas de estilo sukiya-zukuri. Como antes con las telas Chijimi, Kawabata explica también cómo trabajan las mujeres locales, como Naeko, para conseguir esa esbeltez:

Las mujeres alzaban los troncos del agua en la que los habían remojado y los pulían cuidadosamente con arena de Bodai. La arena, que parecía una arcilla roja amarillenta, era acarreada del lecho donde caían las cascadas de Bodai.

La novela termina una noche de invierno: apenas amanece, Naeko se marcha de casa de Chieko caminado sobre la nieve, una imagen tristísima que la película de Nakamura, y otra posterior de Kon Ichikawa (1980), reflejan muy bien.

En la nieve termina también el Man’yōshū al tiempo que comienza el año nuevo, en febrero todavía en el antiguo calendario japonés. Este tanka, el 4516 y último, es de febrero de 759:

Atarashiki
Toshinohajimeno
Tatsuharuno
Kefukuruyukino
Iyashikeyogoto

Como la nieve que cae
En este primer día del año
Que vengan
muchas nuevas
cosas buenas

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