Las moscas no quieren morir. Incluso, se diría, que prefieren el cariño, una cercanía constante y solo molesta para los demás pero que, para ellas, son solo amor malentendido. Lo escribo aunque me interrumpa para levantarme y matar a una de ellas. Ellas no pueden evitar su amor y yo no puedo evitar su muerte. No hay ira ni en su apego ni en mi matanza.
Las moscas aman tanto que se muestran preocupadas en caso de ausencia. De hecho, a menudo desaparecen cuando uno no está en casa. Si me marcho un par de días, a mi regreso las moscas ya no están. Han muerto de ausencia, como románticas oscuras y aladas. Como fareras de antracita a las que nadie contesta sus cartas de amor.
Las moscas —pero, mejor, referirme a una mosca concreta, aunque todas repiten este comportamiento— tienen debilidad por despertarme. Lo hace en cuanto asoma la luz por la ventana y, desde luego, a la hora de la siesta. Entonces, en ese momento, no me deja dormir. Insiste, pulula, aterriza en mi cara, lo entiendo, por buena voluntad, por advertirme de que aproveche el día: tempus fugit dice el vuelo de una mosca.
Confieso que tengo mal despertar con ellas. No me pasa con perros, gatos ni humanos. Pero con las moscas no hay término medio. Si me despiertan, enseguida me pongo a la caza. Y ellas saben perfectamente que voy por ellas. No esperan tranquilamente a que las aplaste en una ventana o sobre la madera de la puerta. Notan mi furor y se emplean con esmero en esquivarme. En tomarme el pelo, se diría. En cruzar ante mis ojos a una velocidad vertiginosa como Ulises ante Polifemo o una de las naves de Skywalker ante la Estrella de la Muerte.
La diferencia es que ellas no atacan y, ni siquiera, tratan de huir completamente. Solo juegan con los malentendidos, con el deseo feroz de compañía. ¿No ves que solo queremos estar pegados a ti? ¿No ves que solo queremos amor constante más allá de la muerte? Cerrar podrá mis ojos la postrera mano que me aplastare el blanco día.
Y despacio me acerco a ella. Para evitar que inunde con sus huevos las esquinas de mis ventanas o quizá los lagrimales de mis ojos. Que no lloran por las moscas. Que no se conmueven por mucho que las comprenda. Por mucho que sepa que no se debe hacer daño a ningún ser vivo. Por mucho que yo sepa que también mi último día llegará y que también será amando.
La muerte, que me comprende y a la que rondo, en cuyo rostro me asiento cada vez que medito o cuando duermo, me hará saber que soy correspondido.


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