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Las avispas

Respiro su veneno. Lo siento habitar mi sangre e incendiarla.

Poco después de levantarme, cuando subo a la terraza del torreón para contemplar los cuatro puntos cardinales del valle, para agradecérselos a esta confluencia de tierra y cielo que en el verano combaten por la sequedad, una sequedad parda, otra azul, lo primero que hago es vigilarlas.

Si ya se han despertado y aguardan, ellas, vigilantes también en la escalera, sé que van a intentar impedirme el paso.

Lo hacen a pesar de que conseguí taponar los resquicios de las almenas con espumas sintéticas, con papeles higiénicos que se deshilachan como los pendones de los ejércitos de Akira Kurosawa; con silicona, con palitos secos de los cardos cuando estallan a finales de junio.

No importa. Ellas se las arreglan para encontrar una salida, para fabricar el hueco por donde atisbar la escapatoria: un punto de aire del tamaño de la cabeza de un alfiler les vale para su esperanza. Y así me enseñan. Solo hay que avanzar allí durante días, a pesar del pequeño cuerpo pero que tiene el tamaño del universo, prieto de amarillos y negros, de mandíbulas feroces, de patas obcecadas, minuciosas.

"Son testarudas, silentes las avispas, bravura despiadada, observadoras"

Son testarudas, silentes las avispas, bravura despiadada, observadoras. Esquinadas en su puesto de vigilancia, aguardan al extraño que sube las escaleras para echarlo de su territorio con un vertiginoso picotazo. Una se encarga de hacerlo. Una se cree suficiente. Y las demás se limitan a continuar al acecho por si es necesario unirse al ataque.

No desperdician movimientos. Hacer el nido es su afán. Una vez que sellé todos los huecos de la almena, lo construyen debajo de un mínimo saliente.

Comenzaron dos o tres avispas resignadas después de haber sido expulsadas de sus antiguas oquedades. Luego fueron llegando más desde las sombras, todas hacedoras de papel, masticando hojas, hierbas, palitos, salivándolos hasta la perfección, hasta conseguir esa pasta uniforme, sutil y a la vez fuerte, que desde el tamaño de una semilla hoy tiene ya la extensión de un puño de gorila, punteado de celdas. Un nido de papel. Un escritura perfecta y simétrica como un soneto.

Igual que las hojas en blanco se vuelven páginas, durante días he visto los huecos en su perfecta geometría llenarse de huevos y luego de larvas, como el mismo camino que va desde el vacío a la vida.

En las avispas veo que es el trabajo común, atareado, el que la crea. La que trae la vida desde las dimensiones invisibles a este mundo físico y rayado de amarillo y negro.

"Cuando siento el picotazo en un codo, una mano, o en el cuello, a la vez que la quemazón fluctúa, respiro ese veneno"

Siento que no destruyendo el nido ayudo a cultivarlo. Observándolo contribuyo a traer más larvas desde lo oscuro. Más mandíbulas, más vuelo, más ferocidad. Y las avispas me lo agradecen esquilmando a los ejércitos de moscas que a veces se empeñan en rodear la casa.

Así que las recompenso llenando de agua el pequeño foso de la torre para que ellas puedan seguir bebiendo —obsesionadas— y trabajando. Y aumentando ese nido que ya va alcanzar el tamaño de dos puños consecutivos, como los tercetos encadenados del Dante.

Siento su agradecimiento porque me ignoran si no me acerco demasiado. Pero si lo hago, o simplemente me despisto pasando ante la cerradura de una puerta abandonada donde otras avispas han hecho su nido, una de ellas, la vigilante, la más guerrera me ataca.

Otras veces luchamos por un mismo territorio. En el alero del tejado que cubre la puerta de la torre, por ejemplo. Me observan dos de ellas mientras las observo yo también. Siento sus ojos, sus mandíbulas, sus patas. Todo en movimiento. Ellas se abisman en mis pupilas. Se lanzan hacia mí. Clavan su aguijón dentro de la luz.

Y cuando siento el picotazo en un codo, una mano, o en el cuello, a la vez que la quemazón fluctúa, respiro ese veneno. Lo pongo al servicio de mi sangre. Lo hago devorar indeseables moscas interiores. Lo siento llegar hasta mis médulas y encenderlas. Quemar la oscuridad de mis entrañas. Aguijonear a los diablos de mis sueños. Avispas que han gloriosamente ardido.

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basurillas
basurillas
13 ddís hace

Inutil complacencia con los monstruos -ni que fueran útiles abejas- pues la mínima supresión de esos otros bichos volantes machadianos tan molestos no compensa su peligrosa existencia. Una breve rociada de alcohol con un pulverizador, en toda la extensión de su apiñada colmena, un segundo de mechero, y se acabó su fiesta inquietante en un fahrenheit 451 vibrante y luminoso lleno de aleteos mórbidos. Y a seguir atisbando sin riesgo los cuatro puntos cardinales por las mañanas…