«Imagina el Londres victoriano de Andrea Nusán, el Egipto de Chus Sánchez o la Grecia de Mar Carrillo. Niebla, enfermedad, sangre. Supón que viajas en el tiempo, que te cruzas con una momia o que conoces a las hijas de Ilión. Puedes hacerlo, pero no estarás dentro a menos que las leas y te dejes llevar por su prosa. Es así. No hay más. Por mucho que te lo cuenten. O piensa en El Cementerio de la Alegría que publicaste hace años», le dije a Lito. «Cuando estás leyendo, estás allí. Entre las tumbas, abrazando el dolor de un hijo o sintiendo el grito en el campo de batalla. Tu mente viaja y esos mundos existen durante el tiempo que dura tu abstracción. Es así y lo sabes».
Hoy me siento reflexivo. Es por las musarañas. Esas en las que siempre estábamos pensando cuando un profesor nos pillaba con la mirada perdida en mitad de una clase. Antes igual no era tan evidente, pero ahora están por todas partes. Como pelusas o dientes de león en suspensión. Flotan a mi alrededor. Dicen que es cosa del cambio de tiempo. Del otoño. Que vienen con la caída de las hojas y la entrada del frío, como si aquí eso fuera un problema. Las observo mientras escribo estas líneas, hipnotizado por su presencia. Tienen un efecto apaciguador y, como decía, atraen el pensamiento. Mejor las musarañas que los puntos negros. Esos tienen sobre mí el efecto contrario. Son como moscas cojoneras que te roban el ánimo y atraen al impostor. No flotan, sino que se arrastran y, si te descuidas, se te suben por la pernera del pantalón. Son como chinches, como cucarachas. Son lo peor. No pican. No lo necesitan para sacarte de quicio. También hay alguna por aquí, pero son más las musarañas y me dejo llevar por su hipnótico baile a mi alrededor. Siempre han estado ahí. Me lo dijeron Lola y Raúl una vez que me vieron haciendo aspavientos para sacudirme los puntos negros.
«Lo que pasa es que no los veíais. El mundo está cambiando. Las energías se están moviendo. Ya no hacen falta una de esas gafas de John Nada para que puedas verlos. Pronto serán visibles a plena luz del día y bajo las farolas de la noche. Estas cosas están siempre por ahí. Hay otras. Se esconden donde menos imaginas. Y también están los que esconden su cara bajo tu apariencia humana. Esos, quizá, son los peores. Yo no me escondo. Y Raúl tampoco. Ni Paco, por mucho que sus tentáculos le metan en problemas de vez en cuando. No pasa lo mismo con estas cosas flotantes. Ni con las sombras vivas. No lo entiendes. Aún no. Pero lo harás. Todos lo harán». Lola parecía consternada mientras me contaba aquello. Era toda una revelación, la verdad. Y así mismo se lo conté a Lito cuando estábamos al fresco, bebiendo nuestro café y departiendo sobre nuestras cosas.
Me propuso escribir un ensayo. Yo le dije que sentía que este no era el momento para eso. «Yo te lo cuento y tú te guardas la idea para cuando te apetezca. Si te apetece. Y si no, nada». Me dijo que podía probar a escribir en primera, segunda y tercera persona, combinar los tiempos y el tipo de narrador. «Lo veo súper complicado. No sé si sería capaz de hacerlo bien». Como siempre hace, me dijo que era un «mamahostia» y que me dejara de tonterías. Entonces vimos los puntos negros correteando por allí y lo entendí todo. Los dos lo entendimos. Porque las musarañas se estaban alejando hacia la calle, alzando el vuelo como globos de helio y perdiéndose en la bóveda azul celeste. Entre las nubes. «Ya verás tú», me dijo. Cogió el bote de spray antimosquitos que había a un lado y empezó a rociar aquellas cosas. «No las matará, pero, por lo menos, se llevarán su negatividad a otra parte». Confié en que no entraran a casa: Evan estaba terminando unas cosas del cole y Zoe ya tenía bastante con su preadolescencia y el añadido de mala baba y comentarios fuera de tono.
«Piensa en los Ecos de Monse Saavedra, en el Ceres de Don, en la Teoría Híbrida de Veider, en la Carne de Tali Rosu. Piensa en las Runas de fuego de Baena y en los mundos de Illán, en los desafíos de Javier Marín, en la sirena de Cristina Selva. Siente el latido breve de los relatos de Rubén Cerdá o acompaña a Eric Luna en su espera en el desierto. Quizá ahí encuentres un refugio y te olvides de esas cosas negras que te rondan y te privan de las sonrisas. Incluso las letras de King, Barker o del Toro constituyen un remanso apacible. Piensa en los viajes de Paloma y en el camino que recién empieza, ese que recorrimos nosotros hace como mil años. En las historias de Boluda y Santamarina; de Nagaheco, con sus silencios y verdades; o de Marian con su mundo de Venserco. Muchas nacen de la realidad y otras tantas se abrazan a una nueva y la asumen como real. Puede que esto, nosotros, este instante, también sea una ficción y, en ese caso, puede también que haya un narrador». Se lo dije con el último trago de mi café. Ni musarañas ni puntos negros. Abracé a mi amigo. Le di las gracias por el moscatel y el queso y le dije que condujese de vuelta con cuidado. Lo vi marcharse y sonreí. Una bandada de musarañas, cientos de ellas, lo siguieron de cerca. Las cosas negras se habían ido por la alcantarilla. La amistad, al parecer, las ahuyenta. Un poco. Siempre están al acecho. «Uno elige el lobo al que alimenta». ¿No decía eso el cuento?


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