“We get our voice from the voices of others.”
—Colum McCann, Letters to a Young Writer“To read fiction means to play a game by which we give sense to the immensity of things that happened, are happening, or will happen in the actual world.”
—Umberto Eco
“Para C. en Nueva York que no se acaba nunca”, y un autógrafo muy peculiar con sombrero incluido. Estábamos en el Instituto Cervantes y Vila-Matas me firmaba la copia de París no se acaba nunca. Muchos años después, a principios del mes de julio de este año, estoy sentado en el Café de Flore. Abro la tapa, releo la dedicatoria y respiro hondo. “Estoy sentado en el Flore”, y me percato de mis labios articulando la frase con timidez. Allí empiezo a tomar notas en mi cuaderno.
Vila-Matas es un gran mentiroso, como lo fue Fellini, y eso me acerca a su(s) obra(s). El registro de muchos de sus libros parece autobiográfico: otra trampa de las suyas. Una vez que el lector ha sido atrapado y acepta la propuesta, la de aligerar los límites entre lo real y lo inventado, esa “supresión de la incredulidad” que se le atribuye a Coleridge, comienza el juego. Progresivamente, Vila-Matas va concatenando acciones, eventos, lugares, recuerdos, frases que adoptan nuevos significados, creando un efecto especular entre lo pensado, lo leído y lo vivido. Ese ciclo de coincidencias (en gran parte inventadas, como sus primeras entrevistas o los libros apócrifos que viven dentro de sus novelas) conviven en la página bajo una lógica sintáctica que le confiere un orden.
Para este verano elegí tres libros: dos relecturas y una novela que había comprado el verano pasado en Florencia. La novedad es Se acabó el recreo, de Dario Ferrari, en lengua original. Fue una apuesta, una intuición, y también una predilección por los libros de la editorial italiana Sellerio (publicado en España por Libros del Asteroide).
Las relecturas son París no se acaba nunca, de Vila-Matas, obviamente, y 50 consejos para ser escritor, de Colum McCann (voy por la tercera leída). Llevarme a Vila-Matas de viaje se ha convertido en una especie de ritual, de carta bajo la manga, de salvoconducto. Siento que su compañía me ofrece un aura de resguardo sobre cualquier imprevisto o desatino que se pueda presentar en el viaje. El mal de Montano, por ejemplo, me salvó durante una permanencia irrepetible y desastrosa en Nuevo México. Durante tres noches soportamos una calima encerrados en tiendas de acampar, y de no haber sido por ese libro la claustrofobia y el ahogo se hubiesen apoderado de mí. Aún recuerdo la ventisca que filtraba arena roja por cada grieta. Vila-Matas fue (y es) mi cable a tierra lejos de casa.
Elegir esas lecturas conlleva un proceso que invita a la lógica, aunque sólo sea una observadora más. Puedo pasar días o semanas echándole un ojo a la biblioteca, seleccionando títulos. El espacio en el equipaje es limitado. Deduzco, siempre con amplios márgenes de error, cuánto lugar necesitaré para los libros que (sé) compraré durante las vacaciones. La elección es un continuo debate entre anhelo, indecisión, expectativa y razón.
Rewind. Estoy en París, el Flore, Vila-Matas, etc. Sin embargo, empiezo leyendo a Ferrari. No tenía idea de qué cuernos trataba su novela, ni mucho menos que su personaje pasaba una temporada en París a revisar unos archivos para su tesis doctoral. Mi estadía en Francia fue corta, tan solo cinco días, aunque me bastaron para pasear el libro por las calles y bistrós de la ciudad. Allí se crea una leve, aunque inevitable, coyuntura con el libro de Vila-Matas, de cuyo nombre todos tenemos memoria. Me refiero al albur geográfico, que hace coincidir ambos personajes (y a este lector) en París.
Marcello, el personaje de Se acabó… pasa gran parte del tiempo en la biblioteca Mitterrand, espacio que también menciona Vila-Matas en alguna página de su texto. Para ambos personajes (lo mío es más crisis de mediana edad), se trata de una historia de iniciación, un coming of age story. Ambos transitan un momento clave de sus vidas: to be or not to be (la misma y jodidísima pregunta de siempre).

El joven Enrique se debate entre ser escritor o desistir y volver a Barcelona (sin su novela debajo del brazo y con el rabo entre las piernas). Marcello, por su parte, se esfuerza en producir su tesis doctoral y darle un sentido a sus años de carrera universitaria en Pisa, o resignarse y heredar el café del padre en su Viareggio natal. El joven aprendiz de escritor catalán pide consejos a otros escritores y amigos: Sarduy, Escari, Duras, Benet, etc.
Colum McCann, el que completa la trilogía de lecturas, escribe cartas a jóvenes (potenciales) escritores —el Vila-Matas personificado del 74 hubiese podido ser un potencial destinatario de esas cartas—.
El itinerario me lleva a distintos locales parisinos, y en cada uno de ellos apunto, leo, reflexiono. Mientras fijo el mar desde el balcón de un pueblo ligur muy conocido, en el que tengo ganas de quedarme, digamos que para siempre, organizo estas notas que nadie me ha pedido, y que posiblemente nadie se moleste en leer, y aprovecho para confrontarme conmigo mismo, sobre mi deseo de escribir, escribir, escribir. ¿Es suficiente el deseo? Es aterrador desconocer si habrá tinta suficiente para asfaltar las brechas, sobre todo a una cierta edad. Algunos de los libros que compré tienen títulos que parecen sumar elementos al debate: Romanzo senza umani, de Paolo di Paolo; Opera senza nome, de Roberto Calasso. Son títulos que sugieren indecisión, duda, indefinición.
Dice Ferrari: “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta realmente de un único momento: el momento en el cual el ser humano descubre para siempre quién es” (trad. mía). En realidad cita a Borges, que resulta ser otra referencia en las páginas de Vila-Matas, aunque no sea la principal. Lo que sí enlaza a ambos textos es la búsqueda ontológica de sus personajes (y autores). “Ese momento” epifánico o revelador del cual nos habla Ferrari, a través de la voz prestada de Borges, Vila-Matas nos lo comunica así: “Ningún hombre sabe quién es, ningún hombre es (solamente) alguien”. Leyendo a Borges se enteró que la frase era de Macedonio Fernández. Unas páginas más adelante, cierra el tema del “ser o no ser”. Hace mención a ese momento en el cual, a pesar de estar sofocado por las dudas y el no reconocerse a sí mismo, ya se es: “Volví aquella noche a la buhardilla convertido en el hombre que no sabía quién era […]”.
Sumido en el imaginario “Vila-Matiano” y la melancolía de París, se fueron fraguando mis propias coincidencias. Dicen que hay toda una ciencia detrás y que no existe el azar como tal. El 4 de julio seguía en París. Ya había empezado a tomar apuntes y a perderme en estos episodios del azar. Descubro una sala de cine en la Rue des Ecoles y entro a ver un noir argentino del año 1956: Los tallos amargos. Era la 1:30 de la tarde y había cuatro gatos locos en la sala. En los créditos me entero que el compositor era, en aquel entonces, un joven de 30 años de nombre Astor Piazzolla (que transcurrió su niñez y parte de su adolescencia en Nueva York, que no se acaba nunca). Al salir de la sala, quiero saber qué otras películas compuso y me llevo una sorpresa al leer que un 4 de julio de hacía 33 años moría en Buenos Aires.
Cada lectura es, sin duda, un reflejo de lo que buscamos, y al hacerlo la cosa pica y se extiende ofreciendo nuevas perspectivas. Esa mirada empírica entre el contenido del objeto-libro y su receptor diluye los límites entre realidad y ficción: nos sentimos parte de la ecuación del relato. Un lector (in fabula) que honra ese espacio logra remodelar las experiencias y se convierte en cómplice de lo leído.
Ya terminé el libro de Vila-Matas y me quedan pocas páginas del libro de McCann. Cada (re)lectura parece siempre la primera; si bien el texto no cambia, nosotros, en teoría, sí. Colum McCann es más enfático y hasta optimista: “Write, so you can eventually open up new directions”. Desterrar la inacción con un torrencial infinito de palabras. Termino de escribir acompañado de un atardecer. No es Barcelona ni Nueva York, es Monterosso al Mare.






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