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Limbo, inocencia y perversidad

El Festival de Sitges es un paraíso. Quien haya estado ahí lo sabe. Más que saber, verdaderamente, lo siente. El clima que se respira en el Festival es idílico, saturado de cinefilia y de mucha complicidad entre quienes adoran lo fantástico. Más allá de las correrías por el pueblo para llegar a tiempo a las sesiones programadas y seleccionadas, de las comidas rápidas y las digestiones algo pesadas, así como de algún desmayo puntual del público en alguna proyección (como fue el caso este año con la película Blood de Brad Anderson) el ambiente que se respira por Sitges durante los diez días que dura el certamen rezuma alegría, amor y pasión por el cine de fantástico, terrorífico, ciencia ficción… es decir, por todo aquel cine que, en definitiva, se escapa de los marcos preestablecidos por la industria, que desborda cualquier tipo de tipificación y adscripción a un género determinado, y que apuesta, en todo momento, por lo disruptivo y diferente.

De todas las películas visionadas en esta edición, quería destacar particularmente tres de ellas que, personalmente, han sido las tres mejores películas de las más de 20 que pude visionar en esta edición. Como toda selección, cabe apuntar, entra en juego la dimensión subjetiva, los gustos, la formación o la sensibilidad estética y artística de quien escribe, como no podría ser de otra forma.

"Yamaguchi juega con una idea de repetición, cercana a la kierkegaardeana o deleuzeana, en donde la repetición siempre introduce algo de novedad"

En primer lugar, la primera película que me pareció verdaderamente formidable, la que rompió una cierta atonalidad en las propuestas que había visto hasta entonces, fue River (Atrapados en un bucle infinito) de Junta Yamaguchi. La película, que ahonda tanto formal como (en parte) narrativamente, en su anterior propuesta, Beyond the Infinite Two Minutes, es una verdadera delicia. La obra, que juega con la ironía, el surrealismo, y que no está exenta de una cierta carga de profundidad, aborda un loop en el que, pasado un tiempo determinado (dos minutos), todo vuelve a reiniciarse. Ahora bien, este reinicio no es absoluto, completo, totalitario, ya que todos los personajes siguen cargando con las vivencias que han vivido en cada lapso de tiempo en el limbo. Dicho de otra manera, Yamaguchi juega con una idea de repetición, cercana a la kierkegaardeana o deleuzeana, en donde la repetición siempre introduce algo de novedad. No hay réplica, igualdad en la reiteración, y se inocula lo generativo en el seno de lo que debería ser lo mismo. De ahí que, más que loop, nos encontramos con una espiral que avanza hacia un lugar que cambiará definitivamente la manera de estar en la realidad de cada uno de los personajes de la obra. Nunca nos bañaremos dos veces en el mismo río, apostillaba Heráclito en uno de sus aforismos, o fragmentos, heredados. Y esto es más que pertinente ya que cada loop se (re)inicia en un rio, próximo a la posada en la que transcurre casi la práctica totalidad de la película. Una verdadera genialidad formal y narrativa, absolutamente recomendable.

Fotograma de River, de Junta Yamaguchi.

"La película es un cuento, en el que las edades transmutan, donde las leyes se suspenden para dar cabida a una naturaleza que desborda por completo lo artificial"

La segunda película que me atravesó en esta edición fue la admirable Riddle of fire, de Weston Razooli. Ya con las primeras escenas, puede observarse lo que será la película: un portentoso ejercicio de comunión cinematográfica con el espectador, apelando a diferentes estados de ánimo de este, pero sobre todo apostando por la diversión, todo ello conducido por una pandilla de niños carismática y algo bizarra. Razooli articula, en esta que es su opera prima por lo que se refiere a largometrajes, con maestría la inocencia con la socarronería, la belleza fotográfica con la genialidad musical, la aventura con la crítica a una generación que ha olvidado lo que es adentrarse en el misterio de la realidad en favor del solipsismo de lo virtual. La película es un cuento, en el que las edades transmutan, donde las leyes se suspenden para dar cabida a una naturaleza que desborda por completo lo artificial. El carisma de los dos niños y las dos niñas que protagonizan la historia es arrollador, jugando contantemente con la ambivalencia entre la inocencia, lo naif, y lo macarro y heroico. Una auténtica preciosidad de película.

Fotograma de Riddle of Fire, de Weston Razooli.

Y llegamos a la que, para mí, ha sido la gran película de esta edición, la obra canadiense Le chambres rouges de Pascal Plante. Lo primero que hay que destacar de ella es el ritmo. Con un tempo pausado, parsimonioso, denso, Plante va hilvanando una trama oscura, sórdida por momentos, dotada de una tensión que se va modulando magistralmente a lo largo de la película. Más allá del tempo, no obstante, lo verdaderamente alucinante es la utilización del fuera de campo con el fin de construir, por un lado, una inquietud constante en el espectador, y, por el otro y sobre todo, el goce en el que se encuentra atrapada su protagonista. La película (aparentemente) se focaliza en las perversiones de Kelly-Anne, quien, a modo de gruppie de un psycho killer, está obsesionada con todo lo acontecido en su caso, que, a su vez, se está procesando en la actualidad. Asiste en directo al proceso, puja en rincones de la DarkWeb para tener a su disposición los vídeos que este subía mostrando las locuras y atrocidades con sus víctimas, incluso pone en riesgo su integridad y profesión para mostrar su (presunta) admiración para con el asesino… La manera que tiene Plante de edificar esta relación, el goce (aparentemente) perverso de Kelly-Anne, que abarca tanto lo inconsciente como lo consciente, lo corporal como lo social, rebosa talento y genialidad en cada uno de los fotogramas que componen la obra.

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