La historia me la contaron muchas veces y sus detalles nunca difirieron en lo importante, aunque sí en algún que otro detalle secundario y prescindible —¿qué importa si vestían abrigo o impermeable?, ¿qué más da que llevasen el pelo suelto o recogido?, ¿en qué influyen el color de los ojos o la forma de la barbilla?— que iba variando de una versión a otra sin que a causa de esas divergencias se viese afectado lo esencial. Lo importante es que llegaron de noche y era invierno y, aparte del recepcionista, no había un alma en el vestíbulo cuando hicieron su entrada. Muy poca gente conserva memoria del Savoy, el viejo hotel que se levantaba al pie del muelle y cuya categoría no era ni tan lustrosa como para alojar a huéspedes de abolengo ni tan desharrapada como para resignarse a salir adelante con lo poco que traían los marineros en sus bolsillos. Era un establecimiento de medio pelo que solían frecuentar agentes comerciales, particulares con algún que otro posible que llegaban a la ciudad para visitar a un familiar o consumar algún trato de naturaleza incierta, parejas de recién casados cuyos ahorros no les daban para mucho más que un viaje de novios aseado hasta esta ciudad norteña en la que nunca pasaba nada y que por aquellos años aún se obstinaba en dar la espalda al mar. Llegaron de noche, como digo, y eran dos, una mujer y su hija. Llevaban una maleta y estaban empapadas por la lluvia, como si hubiesen hecho el camino a pie desde la estación. No quedaba ninguna habitación doble, así que el recepcionista tuvo que acomodarlas en dos individuales situadas en la misma planta. Al parecer tampoco quedó registro de sus nombres: era muy tarde e iban exhaustas y muertas de frío; ninguna formalidad era tan acuciante como para que no pudiera cumplimentarse a la mañana siguiente. Tomaron el ascensor y se dirigieron a sus aposentos. Eso fue todo.
La niña, que debía de tener cinco o seis años, se despertó relativamente temprano y bajó a la recepción para pedir que avisaran a su madre porque no recordaba el número de la habitación donde la habían alojado. Se encontraba haciendo el turno un trabajador distinto al de la noche, que inútilmente buscó en el libro de registros un apunte que no existía porque su compañero no se había detenido a consignarlo. Avisó al gerente del hotel, que se personó a los pocos minutos y exigió unas explicaciones que la niña acertó a ofrecerle con la voz entrecortada por unos hipidos que anunciaban la inmediatez del llanto. Llamaron al recepcionista nocturno, que había llegado a su domicilio no mucho antes y apenas acababa de acostarse. Aseguró que allí no había ninguna madre y que mucho menos existía otra maleta que el exiguo hatillo que la menor había traído consigo, que al hotel tan sólo había llegado la pequeña y que, dado el estado en que se encontraba —sus ropas casi echadas a perder por culpa del aguacero, el rostro ojeroso y casi en estado de trance—, por su cuenta y riesgo había decidido alojarla en una habitación hasta que al día siguiente el propio gerente tomara alguna resolución al respecto. La niña naufragó entonces en el desconsuelo, empezó a llorar y a reclamar a voces la presencia de su progenitora, dijo que tanto el gerente como los recepcionistas eran unos embusteros, que seguramente la habrían encerrado en un cuarto oscuro después de arrebatarle sus pertenencias —aquella maleta fantasmal de la que no quedaba rastro—. Se avisó a la Policía y hasta el hotel se acercaron dos agentes que tomaron las declaraciones oportunas y se fueron igual que habían venido. La historia dio de sí en el periódico local durante algunos días —se publicó la foto de la niña y se redactaron textos reclamando que se pronunciaran aquellas personas que pudieran conocerla sin que el llamamiento obtuviese respuesta: nadie la había visto nunca ni sabía nada de ninguna menor perdida, nadie podía aportar un nombre ni unas señas ni una genealogía probable— y después se fue apagando. A la criatura la metieron en un internado de monjas y cuando se hizo mayor de edad la contrataron como limpiadora de habitaciones en el propio hotel de su desdicha, donde estuvo fregando suelos y haciendo camas hasta que el negocio cerró, allá por los setenta y muchos, y se derribó el inmueble para levantar el bloque de viviendas en cuyos bajos se abre ahora esa hamburguesería que se ha puesto de moda entre la gente joven.
Luego fue dando tumbos de acá para allá, encadenando empleos malos con otros peores, hasta que terminó en la calle. Yo la conocí en sus últimos días, en una época en la que me levantaba muy temprano y me detenía a desayunar en la misma cafetería a la que entraba ella a primera hora para pedir por caridad un bollo y una taza de café caliente. Fue allí donde supe de su historia, y alguna vez me quedé observándola por ver si quedaba en sus ojos apagados, en sus facciones recrudecidas por la ancianidad y la intemperie, algún rescoldo de aquel misterio para el que nadie pretendía ya encontrar respuesta. Murió cuando la pandemia, en un portal, mientras dormía. Los periódicos recordaron su caso y volvieron a olvidarla. Nadie pudo asegurar que el nombre por el que se la conoció fuese el que le correspondía realmente. Alguien me dijo que la enterraron en la fosa común porque no había familiares ni allegados dispuestos a hacerse cargo de sus huesos. Las camareras de la cafetería enviaron una corona de flores. Nadie supo dónde colocarla y se terminó marchitando junto a la tapia del cementerio, bajo las lluvias de un invierno que acaso se pareció a aquel otro en el que una niña se despertó en un cuarto de hotel de una ciudad extraña, bajó a la recepción y preguntó por una madre ausente, quizás imaginaria.


Qué historia cruda, triste… Y tan bellamente contada. Saludos cordiales Miguel Barrero.