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Lo de Ternera, lo de Évole… ese olor

Lo de Ternera, lo de Évole… ese olor

Patrick Süskind logró con “El perfume” algo a lo que todo escritor aspira: que sus palabras huelan, que el hedor repugnante del protagonista de su novela impregne al lector hasta acaso hacerle vomitar. En su cita con el carnicero etarra, Évole consigue sin esfuerzo el mismo efecto. Huele fétido. La repulsión es absoluta cuando ves al terrorista gambetear con el periodista, que inquiere pero no interroga. Es cierto, Jordi no blanquea a Josu porque hasta a eso el célebre periodista llega tarde. El proceso empezó hace demasiado tiempo y su entrevista con el íncubo es solo un eslabón más en este proceso de degradación moral en el que concedemos al verdugo lo que hace ya mucho que se le niega a sus víctimas.

¿Tiene derecho a hacerlo? Claro. ¿El periodista dejaría de entrevistar al genocida Hitler? No, claro que no. Pero que el olor a mierda llegue a embriagar sí es su responsabilidad. La de permitir a Ternera aparentar conmoverse por un crimen que sólo confiesa porque, tan taimado como sanguinario, sabe que ya no pagará por él. Señalar sus contradicciones, su forma estomagante de categorizar a sus víctimas, la banalidad del mal, la cortedad intelectual, el discurso huero, es cierto, tiene su aquel ¿verdad?

Évole cumple el expediente, que no digan que no hizo su trabajo. Pero también eso apesta con un tufillo como de redención, un efectismo de postproducción que desprende un hedor casi irrespirable y confirma la peor de las sensaciones. ¿Quién blanquea a quién en esta entrevista decepcionante? donde se quiebra uno de los principios básicos del periodismo: que el entrevistador no sea tan protagonista como el entrevistado.

"¿Cómo pretendes señalar a las víctimas como únicas causantes de su desgracia? ¿Cómo puedes levantarte cada mañana?"

Porque en lo de Évole hay un contexto que hiere: un festival, un estreno de campanillas, un marketing fariseo que disfraza la terrible desnudez de una exégesis etarra que provoca arcadas. Josu Ternera ordenó matar a decenas de personas, niños incluidos, reducidos ahora a una mochila que dice sobrellevar. Escaso precio a pagar por tanto dolor causado, un pellizquito en su conciencia, de tenerla. Y es ahí cuando Jordi Évole se adentra en el lodazal del etarra hasta chapotear en el albañal hediondo para convertirse no en inquisidor sino en lego notario de su relato. Incisivo, hasta faltón, con tantos antes, aquí no le brillan los ojos de pillo, él que ha puesto a celebérrimos prebostes contra las cuerdas, que ha facturado entrevistas tan celebradas, tan incisivas, tan, tan, tan… suyas, se planta ante ese miserable y le espeta lo obvio (¿pero cómo culpas al Estado del asesinato de niños, cómo tantos años después no se te remueve nada dentro, jamás piensas en las vidas destrozadas, te mereció la pena? ¿cómo puedes equipar a un guardia civil con un Gudari de la guadaña? ¿Cómo pretendes señalar a las víctimas como únicas causantes de su desgracia? ¿Cómo puedes levantarte cada mañana?)
Y está bien, oye, que no se diga que no se faja con el chacal, pero cuando vendes una entrevista con ínfulas de hallazgo cinematográfico, el espectador que soy espera que Évole lleve cargadas las alforjas con algo más que el tenderete de afectaciones que adorna el buscado coprotagonismo.

"Évole no blanquea al de la guadaña. Pero nos ennegrece a todos"

Cierto, Jordi no blanquea a Josu, pero permite que se marque un pilatos sin atosigarlo con la herencia tóxica que han dejado él y su banda en esa Euskal Herria fake donde campa a sus anchas el nacionalismo identitario; sin arrinconar, no solo al asesino que fue, sino levantando acta de los cómplices de la deriva suicida de este país; sin decirle “anda, Josu, mójate ¿quién recoge hoy tus putas nueces?”; sin adentrarse en la zona de riesgo donde Évole quizá no quiere entrar: esa donde tocaría hablar de la descomposición nacional, los indultos, las amnistía, la reconciliación o no, los herederos de las pistolas, la memoria selectiva que sepulta tantos nombres de víctimas mientras erige estatuas blanqueadas a sus verdugos en insultantes ongi etorris… Y ahí no alcanza Évole, dejando en el tintero todo menos lo obvio: que enfrente tiene a un carnicero mononeuronal.

Y así, al final del metraje, además de porque no llega el perdón ni la disculpa por el sufrimiento que padecimos, el olor es insoportablemente nauseabundo por la desasosegante sensación de que hay preguntas que Évole no hace porque señalaría más a los vivos que hoy mercadean en el Congreso que a ese espantajo que tiene delante.

Évole no blanquea al de la guadaña. Pero nos ennegrece a todos. Porque su derecho a preguntar solo ha servido para que hoy, los de siempre, tengamos la sensación de que el olor a podrido sigue presente, asfixiante.
En lo de Josu, en lo de Évole. Aquí y ahora.

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Agustín Pery es periodista, autor de Txalaparta.

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Ricarrob
Ricarrob
7 meses hace

El horror. Y la banalidad. Esta palabra lo resume todo. Banalidad del mal, emulando a Hanna Arendt. Banalidad de las ideologìas, banalidad de los dogmas, banalidad de los nacionalismos. Banalidad. Hueros de conciencia, de piedad, de humanidad, de vida. Son la muerte y la destrucción. El lado oscuro del ser humano. Horror. Banalidad. Muerte.

Yolanda Santos
Yolanda Santos
6 meses hace

Agustín Pery espero que te fajes igual cuando hagas una autocrítica de este artículo, demasiado alejado de la objetividad que se presume de un periodista, comparto el juicio sobre Ternera pero creo que el documental es del estilo Évole y tú pareces imputarle una tibieza que yo no veo. Si entrevistas como opinas, creo que deberías replantearte si una entrevista tuya no olería igual de mal por erigirte tú en protagonista como azote del terrorismo en lugar de como periodista que debe observar, dejar que se conozca al entrevistado sin disfrazarlo y opinar poco.

Pedro Campbell
Pedro Campbell
6 meses hace

¡Clarísimo! Sin pelos en la lengua.