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Lo que queda de mí en Zúrich

Lo que queda de mí en Zúrich

Comencé a despedirme de la ciudad de Zúrich cuando el verano se convirtió en ola de calor. El ánimo helvético no estaba preparado para entenderse con la intensidad del sol azotando los tejados de sus casas. Esos tejados a dos aguas, que impiden que la nieve se acomode en sus bordes y forme carámbanos de hielo, absorbían el calor convirtiendo los apartamentos abuhardillados en pequeñas saunas. Nadie nos había preparado para el ardor del desierto en el mapa de las montañas. Mi pobre vecino, un jubilado elegante al que he saludado con discreción todos estos meses, se paseaba en calzoncillos por su apartamento y dejaba la puerta de su casa abierta con la esperanza de crear corrientes de aire.

"El calor era como el aliento de un dragón demoniaco y gigantesco observando la ciudad poco antes de aniquilarla"

Con las olas de calor no hay brisa, ni amaneceres frescos, ni trucos que refresquen las viviendas. Todos buscábamos las sombras de los árboles en los parques junto al lago. Yo también me refugiaba en las galerías de la Kunsthaus, en la maravillosa pinacoteca cerca de mi ardiente despacho. El calor era como el aliento de un dragón demoniaco y gigantesco observando la ciudad poco antes de aniquilarla con una última bocanada de fuego.

Pensé en mi despedida insomne y sudorosa, en todo lo que había aprendido en estos meses. Me di cuenta de que la primera lección fue la simple dicha, y que el resumen del semestre suizo se debía dibujar con una sonrisa amplia y luminosa. Hacía un calor extraño y ajeno a la ciudad y yo recogía mis cosas recordando pequeñas escenas. El balance de todo lo que me había dado la estancia. De camino a la universidad todos los días saludaba a un magnífico cedro azul del Atlas de 23 metros plantado en 1834. Los suizos le habían puesto una plaquita y lo cuidaban como si fuera el edificio más delicado y elegante de la calle. Todo se había construido a su alrededor preservando su insólita existencia en una zona urbanizada. Como en esas primeras semanas del curso estábamos leyendo a  Borges, interpreté la presencia de esa hermosa conífera como una misteriosa señal, ya que cruzando la esquina después de pasar junto al árbol aparecía el escaparate de un anticuario y una extraña fuente.

"Acumulé breves visitas de un día a distintos puntos del mapa, Winterthur, San Gallen, Neuchâtel, Basilea y Lucerna, consciente de que aquel delicado país era del tamaño de Extremadura y había que disfrutarlo al máximo"

Los miércoles el museo Kunsthaus es gratis todo el día y yo he aprovechado para visitar su colección. Allí también me han sucedido cosas curiosas que interpretaba como posibles señales. En cada nueva visita descubría extraños detalles en los cuadros que no recordaba haber visto la vez anterior. Por ejemplo, el cuadro de Heinrich Füssli, titulado Falstaff im Wäschekorb, de 1792, escondía a un personaje que era parte del imaginario de mi amigo Max, el magnífico creador de cómics, con el que había colaborado en varias ocasiones. Por otra parte, la pintura de Hans Leu der Ältere de finales del XV en la que aparece San Miguel luchando contra Lucifer estaba llena de imágenes variadas de monstruos que iban cambiando de aspecto dependiendo de los días.

Luego empecé a encontrarme con estatuas de estilo clásico en todos los rincones de la ciudad, sobre los edificios y en sus sótanos, y para rematarlo, apareció un jardín chino en el lugar más insospechado. La suma de elementos discordantes y ajenos coincidió con las lecturas de los cuentos de Cortázar que estaban haciendo mis estudiantes, y quise creer que indudablemente todo aquello debía estar relacionado. Siempre me he sentido muy cronopia en las estaciones de trenes recorriendo ciudades. Acumulé breves visitas de un día a distintos puntos del mapa, Winterthur, San Gallen, Neuchâtel, Basilea y Lucerna, consciente de que aquel delicado país era del tamaño de Extremadura y había que disfrutarlo al máximo. Indudablemente su alter ego era la olvidada provincia española vecina de Portugal y llena, al igual que Suiza, de rincones mágicos.

En abril aproveché mi tiempo helvético para acudir al festival de cómic de Lucerna para volver a esa ciudad que he frecuentado varias veces. En esa ocasión coincidí con la autora estadounidense Emil Ferris. Esta historietista, conocida por su novela gráfica Lo que más me gusta son los monstruos, tiene un curioso universo gráfico que consiste en asignar un monstruo a cada persona con la que se cruza. En mi caso, mientras me dedicaba su libro, me explicó que por si no lo sabía, yo era una sofisticada vampira, y dibujó mi retrato con colmillos y cejas arqueadas. Los siguientes meses me miré con mucha desconfianza en el espejo del pasillo, anticipando el momento en el que dejaría de aparecer mi reflejo y cambiaría los amaneceres por las noches cerradas. Nunca he envidiado el poder ilimitado de los vampiros en la oscuridad, por lo que la condición tenebrosa que me había consignado Emil Ferris se convirtió en una cualidad discordante que me incomodaba. En un mundo paralelo yo era una majestuosa y temible vampira, y saberlo por la certeza de aquella mujer visionaria me había vuelto más aprensiva. Llegaba un verano tórrido y desatado a Zúrich y yo, como iba contando, me refugiaba en las sombras de los edificios, en los túneles de las estaciones y en las galerías y salas de los museos. No quise arriesgarme y volver a visitar las iglesias y catedrales, no fuera a enfermar la vampira interior que me habitaba. Se juntaban mi despedida, la intensa ola de calor y la inquietante certidumbre de un halo vampírico en conflicto con mi existencia como humana.

"La solución me la trajo la ola de calor en los días de los adioses"

¿Cuántas realidades paralelas sería capaz de soportar? ¿Cómo nos deshacemos de nuestra equivalencia monstruosa sin generar incongruencias en nuestra propia realidad?

Durante el curso habíamos leído “El otro”, ese cuento de Borges en el que el escritor, ya anciano, relata el encuentro con su yo más joven. Tal vez yo tenía que encontrarme con mi identidad vampírica y sugerirle que se quedara en la ciudad de Zúrich, donde las oportunidades para prosperar y ser feliz, incluso siendo un monstruo de la noche, eran infinitamente mejores que la vida del medio oeste americano, donde tendría que competir con zombis y otros seres deteriorados de similares características. Iowa no era lugar para sofisticados vampiros, pero no tenía ni idea de cómo dar con esa esencia espectral que me rondaba. A Borges le resultó más sencillo: sólo tuvo que imaginarse joven y escribirlo para que se encontraran presente y pasado. El hechizo de la ficción lo hizo posible. En mi caso yo solo tenía el retrato de Emil Ferris y su convencimiento visionario sobre mi doble existencia.

La solución me la trajo la ola de calor en los días de los adioses. Al tener que refugiarme en los museos, utilicé la oportunidad para ampliar el repertorio y visitar el Museo Rietberg, el único de culturas no europeas en Suiza, que está situado en la colina de un bonito parque con vistas a los Alpes de Glaris, en el mismo Zúrich. Este museo, que fue inaugurado en 1952, alberga la colección de arte del barón Eduard von der Heydt, un banquero de abolengo, amante de coleccionar la diversidad cultural del mundo. De origen alemán, pero nacionalizado suizo en 1937, este filántropo fue un personaje misterioso con una contradictoria vida. Sus biografías recuerdan que perteneció al partido nazi hasta 1939, y eso generó que, en 1946, después de la Segunda Guerra Mundial, se le acusara de traición, pero dos años después se le declaró inocente. Fue de aquellos empresarios que tuvo que vadearse con la compleja situación que generó el nazismo, pero demostró su distanciamiento, no sin controversia. En 1926 había comprado en Ascona, en el cantón del Tesino, el Monte Veritá junto al lago Maggiore, la que fue a comienzos del siglo XX una cooperativa vegetariana asentada sobre los principios del socialismo primitivo que crearon Ida Hofmann y Henry Oedenkoven con un grupo de amigos. Ese proyecto evolucionó en sanatorio de descanso, pero el sustrato de aquel primer grupo ideó una colonia naturista impregnada de anarquismo, psicoanálisis contracultural, anhelos utópicos, liberalismo sexual e ideas alternativas antipatriarcales que buscaban la igualdad entre hombres y mujeres. Cuando el barón Eduard von der Heydt lo adquirió, a mediados de la década de los veinte, el espíritu de aquel lugar se fue impregnando de la energía de una aristocracia adinerada, alejándose poco a poco de aquellos impulsos apasionados y naturistas del grupo inicial.

"Si Borges había podido viajar en el tiempo y hacer conversar al joven con el hombre maduro, yo tenía que ser capaz de entenderme con la Ana vampira que me rondaba"

La colección del barón Eduard von der Heydt es impresionante, los edificios que la albergan están restaurados y tienen una zona interconectada de túneles convertidos en almacenes abiertos al público. Bajé al fondo de la tierra para encontrarme con todo tipo de objetos y allí me di cuenta de que estaba esa parte de mí que pudo percibir la autora de cómics en Lucerna. En la oscuridad de las galerías llenas de máscaras, figuritas, platos y cuencos, se paseaba mi ser vampírico meditabundo. Fui pragmática: si Borges había podido viajar en el tiempo y hacer conversar al joven con el hombre maduro, yo tenía que ser capaz de entenderme con la Ana vampira que me rondaba. “Debes quedarte en Zúrich, este es tu lugar”. No perdí el tiempo en preámbulos ni presentaciones. Ella, que tenía mucho mejor aspecto que yo, abrió su boca y me sonrió enseñado sus afilados colmillos. “Te ordeno que te quedes en Zúrich y no me sigas”, le dije con voz firme. Me acordé de mi abuela rezando el rosario en la sobremesa después de comer, me hice la señal de la cruz con la mano y salí corriendo del museo. Ya imagino que otra persona más intrépida se hubiera quedado a dialogar con aquel espectro gemelo, pero yo no estaba dispuesta a caer en las redes oscuras de los vampiros. Esa mujer misteriosa que tanto se parece a mí, se ha quedado en Suiza. Si te cruzas con ella, debes tener cuidado.

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