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Los muertos detrás de la columna

Los muertos detrás de la columna

El 24 de marzo de 2015, dieciséis alumnos y dos profesoras alemanas murieron en el vuelo 9525 de Germanwings. Habían participado en un programa de intercambio en el instituto donde yo era profesor de castellano. Di clase a todos ellos unos días antes del vuelo. Eran alumnos que, estando en Cataluña, habían elegido aprender español.

La noticia estalló a media mañana. En los pasillos del centro reinaba un silencio extraño, casi sólido. Algunos alumnos estaban sentados en el suelo; algunas chicas lloraban; otros caminaban sin rumbo, buscando un mensaje que desmintiera lo que ya intuíamos. El profesor responsable del intercambio llamaba sin descanso a los móviles alemanes. El silencio de los teléfonos era ya una respuesta.

"Se vivió un duelo colectivo, que tenía la ventaja de acompañar el dolor… y también el riesgo de diluirlo"

Nos prohibieron hablar. “Ninguna declaración”, dijo el inspector, para no alimentar una narrativa tergiversada o directamente morbosa. Pero las cámaras no entendían de silencios. Se agolparon a la puerta del instituto buscando un rostro en ruinas, un temblor, un llanto conveniente. Había hambre de imagen, y también un morbo que nunca se confiesa.

La conmoción fue general, pero también ambigua. Y en el fondo, había un matiz que nadie dijo en voz alta: los muertos no eran nuestros alumnos, sino los “otros”. Se vivió un duelo colectivo, que tenía la ventaja de acompañar el dolor… y también el riesgo de diluirlo.

Aquel duelo tenía algo de espectáculo, de protagonismo sobrevenido, por más que se negase, pues el duelo auténtico —el que desgaja el alma— es raro, personal, casi secreto, uno de los dolores más atroces, tal vez el mayor, que pueden asolar al ser humano. Y por ello es una suerte que solo ante contadas muertes se despierte. El otro, el colectivo, a veces consuela… y a veces entretiene.

Aprendí entonces —porque la vida enseña sin pedir permiso— que no todo lo visible es dolor, ni todo dolor necesita ser visible.

Y días después, una nueva lección: el protocolo también narra el mundo.

Y a veces lo narra mal.

"El protocolo, más que de compasión, entiende de categorías"

Asistí al funeral de Estado en la Sagrada Familia. Allí entendí que el protocolo —esa arquitectura de solemnidades heredadas— no es solo una lista de asientos: es un sistema de jerarquías. Decide quién ocupa el centro físico y simbólico del dolor… y quién queda fuera del plano.

A los profesores nos situaron detrás de una columna, en un lateral, lejos de cámaras y primeros planos. Éramos parte del duelo, pero no del relato. Figurantes necesarios, prescindibles.

Y a nuestro lado, también en la zona de sombra, estaban los verdaderos dolientes: dos jóvenes que acababan de enviudar —sus esposas, profesoras alemanas, murieron junto a sus alumnos— y los padres de ambas. El ceremonial los había colocado en nuestro mismo rango: “víctimas escolares”. Una categoría burocrática que borraba, de un plumazo, su tragedia íntima.

Mientras tanto, bien colocados en la nave central, los políticos lucían gesto grave y postura ensayada, perfectamente enfocados por las cámaras. Desde nuestra columna lateral los veíamos en la pantalla: primeros planos nítidos, semblantes compuestos, atención al encuadre. Parecían más ocupados en figurar que en sentir.

El protocolo, más que de compasión, entiende de categorías. Y en días como aquel, reparte el espacio no según la hondura del dolor, sino según el peso del cargo.

Era una imagen perfecta de la distancia entre representación y verdad.

"Ese grito, que ningún manual contemplaba, restauró la justicia moral que el protocolo había roto"

El momento decisivo llegó al final, cuando los reyes terminaron de saludar a los familiares… y pasaron de largo por los viudos alemanes. Nadie los llamó. Nadie los mencionó. Nadie los vio. El olvido, esta vez, tenía forma de escenografía institucional y de omisión.

Entonces ocurrió algo que aún hoy me emociona. Un instante mínimo, pero decisivo.

Josep Garrigosa, profesor de nuestro centro, que pasó un tiempo de retiro espiritual en Montserrat tras la muerte de su padre —un hombre de silencio, no de protocolo—, rompió la geometría oficial del acto y gritó:

—¡Majestad, quedan familiares sin saludar!

Ese grito, que ningún manual contemplaba, restauró la justicia moral que el protocolo había roto. El rey interrumpió la marcha, caminó hacia los alemanes y les estrechó la mano uno por uno. Fue un gesto breve, pero esencial: una victoria de la humanidad sobre la liturgia.

No sé si aquel gesto me hizo monárquico.

Pero me reconcilió, al menos por un instante, con la dignidad en medio de la liturgia oficial.

Porque a veces —en mitad de la pompa— solo un gesto humilde salva la dignidad del mundo.

Diez años después, lo que permanece no son los focos, ni los discursos, ni las cámaras. Lo que vuelve es lo que nunca apareció en las fotografías: los muertos detrás de la columna, los viudos que nadie miró, los gestos que no cabían en el encuadre.

Aprendí entonces que el dolor verdadero no desfila, no ocupa el centro ni se exhibe. Habita en los márgenes y en las esquinas donde no llegan los focos.

"Desde entonces, cuando pienso en el dolor, en la ausencia o en la dignidad, vuelvo a ver aquellas sombras detrás de la columna"

También entendí que, cuando el protocolo se convierte en escenografía, puede acabar traicionando aquello que finge honrar. Hay dolores que no caben en el guion. Y silencios que no admiten reparto.

Hay ausencias que no figuran en el programa, pero pesan igual. A veces más.

La tragedia de Germanwings me enseñó que la memoria moral no coincide con el mapa del protocolo. Y que, de vez en cuando, alguien —un profesor, un desconocido— alza la voz para recordarnos que la compasión está por encima de cualquier ceremonial.

Desde entonces, cuando pienso en el dolor, en la ausencia o en la dignidad, vuelvo a ver aquellas sombras detrás de la columna. Y comprendo que ningún lugar es pequeño cuando lo ocupa el dolor verdadero. Porque hay muertos que no se ven, pero siguen ordenando nuestro mundo.

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John P. Herra
John P. Herra
8 horas hace

Mi sensibilidad es republicana, pero reconozco que la monarquía tiene muchas ventajas cuando te toca un rey “profesional”. La monarquía pone rostro humano a esa maquinaria impersonal que es el Estado y éste es el mejor ejemplo. Frente a toda esa caterva de políticos prescindibles, de usar y tirar, debe haber alguien por encima de todo. La ventaja de la República es que puedes echar al Jefe de Estado que no funciona. La desventaja es que proceden de la casta política, uno de los colectivos más incompetentes, dañinos y costosos de este país.

Todavía recuerdo ese accidente. Perder a un hijo en la flor de la vida, ¡qué dolor! No sabemos el día ni la hora.